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– Debería acercarse más, señorita Bridgerton -dijo Amanda, sentándose en el suelo del lago, pero se levantó y gritó-: ¡Ah! ¡Está fría!

– Entonces, ¿por qué te has sentado? -le preguntó Oliver-. Ya sabías que estaba fría.

– Sí, pero los pies ya se me habían acostumbrado al frío -respondió ella, abrazándose-. Ya no parecía tan fría.

– No te preocupes -le dijo él, con una sonrisa altanera-. El culo también se te acostumbrará.

– Oliver -dijo Eloise muy seria, aunque echó a perder el efecto de la regañina cuando se rió.

– ¡Tiene razón! -exclamó Amanda, girándose hacia Eloise, muy sorprendida-. Ya no me siento el culo.

– No estoy segura de que sea una buena noticia -dijo Eloise.

– Debería venir a nadar -insistió Oliver-. O, al menos, venga hasta donde está Amanda. Si apenas se ha mojado los pies.

– No tengo traje de baño -contestó Eloise, aunque se lo había dicho unas seis veces.

– Creo que no sabe nadar -dijo él.

– Te aseguro que sé nadar perfectamente -respondió ella-. Y no conseguirás que te lo demuestre mientras llevo mi tercer mejor vestido de día.

Amanda la miró y parpadeó un par de veces.

– Me gustaría ver el primero y el segundo, porque el que lleva es muy bonito.

– Gracias, Amanda -respondió Eloise, que se preguntó quién le debía escoger la ropa a la niña. Seguro que la cascarrabias de la niñera Edwards. Lo que llevaba no estaba mal pero Eloise estaba segura que nunca nadie le había propuesto pasárselo en grande mientras elegía la tela de sus propios vestidos. Le sonrió y dijo-: Si alguna vez quieres ir a comprar, me gustaría acompañarte.

– Oh, me encantaría -dijo Amanda, casi sin respiración-. Más que cualquier otra cosa. ¡Gracias!

– Chicas -dijo Oliver, con desdén.

– Algún día nos lo agradecerás -dijo Eloise.

– ¿Eh?

Ella sólo agitó la cabeza mientras sonreía. Todavía tardaría un poco en darse cuenta que las chicas sabían hacer otras cosas aparte de trenzas en el pelo.

Oliver encogió los hombros y volvió a su tarea de golpear la superficie del agua con la palma de la mano de manera que salpicara la mayor cantidad de agua posible hacia su hermana.

– ¡Para! -gritó Amanda.

Oliver se rió y la volvió a salpicar.

– ¡Oliver! -Amanda se levantó y se acercó a él. Entonces, cuando vio que caminando iba muy despacio, se zambulló en el agua y empezó a nadar.

Él gritó y se alejó un poco más, saliendo a la superficie sólo para tomar aire y burlarse de su hermana.

– ¡Te cogeré! -exclamó Amanda, que se detuvo un momento para descansar.

– ¡No os alejéis demasiado! -gritó Eloise, aunque no importaba. Estaba claro que los dos eran unos excelentes nadadores. Si eran como Eloise y sus hermanos, seguramente habrían aprendido a los cuatro años. Los Bridgerton se habían pasado muchísimas horas chapoteando en el estanque que había cerca de la casa de verano de Kent aunque, en realidad, las horas de natación se redujeron considerablemente a partir de la muerte de su padre. Cuando Edmund Bridgerton estaba vivo, la familia pasaba gran parte del tiempo en el campo pero, tras su muerte, se acabaron instalando en la ciudad. Eloise nunca supo si era porque a su madre le gustaba más la ciudad o porque la casa del campo le traía demasiados recuerdos.

A Eloise le encantaba Londres y había disfrutado mucho sus años allí, pero ahora que estaba en Gloucestershire, chapoteando en un lago con dos niños de ocho años, se dio cuenta de lo mucho que había añorado la vida del campo.

Y no es que estuviera preparada para dejar Londres, con todos los amigos y las diversiones que allí tenía, pero empezaba a plantearse que tampoco necesitaba pasar tanto tiempo en la capital.

Al final, Amanda llegó hasta su hermano, se lanzó encima de él y los dos desaparecieron debajo del agua. Eloise los vigilaba y, de vez en cuando, veía una mano o un pie que asomaba por la superficie hasta que salieron los dos a coger aire, riéndose y retándose en lo que parecía una guerra abierta en toda regla.

– ¡Tened cuidado! -gritó Eloise, básicamente porque es lo que le hubieran dicho a ella; era gracioso que ahora fuera ella la figura adulta con autoridad. Con sus sobrinos, siempre era la tía divertida y permisiva-. ¡Oliver! ¡No tires del pelo a tu hermana!

Y el niño se detuvo, pero enseguida se agarró al cuello del traje de baño de su hermana, algo que debía ser increíblemente molesto para Amanda, que empezó a toser.

– ¡Oliver! -gritó Eloise-. ¡Suelta a tu hermana ahora mismo!

Y, para sorpresa y satisfacción de Eloise, lo hizo, pero Amanda aprovechó ese instante de pausa para lanzarse encima de su hermano, hundirlo y sentarse encima de él.

– ¡Amanda! -gritó Eloise.

Amanda hizo ver que no la oía.

¡Maldición! Ahora tendría que ir hasta allí y poner paz entre ellos y, en el proceso, seguro que acababa empapada.

– ¡Amanda, deja a tu hermano! -exclamó Eloise, en un último intento de salvar el vestido y la dignidad.

Amanda se levantó y Oliver salió disparado hacia la superficie, buscando aire.

– Amanda Crane, te voy a…

– No vas a hacer nada -dijo Eloise, muy seria-. Ninguno de los dos va a matar, mutilar, atacar ni abrazar al otro durante media hora.

Los niños se quedaron horrorizados ante la mención de un posible abrazo.

– ¿Qué me decís? -preguntó Eloise.

Los dos se quedaron callados hasta que Amanda dijo:

– Y entonces, ¿qué vamos a hacer?

Buena pregunta. Casi todos los recuerdos de Eloise en el estanque incluían ese tipo de luchas con sus hermanos.

– Podemos secarnos y descansar un rato -dijo.

A los niños no les hizo mucha gracia.

– Deberíamos repasar vuestro temario -añadió Eloise-. Quizás un poco más de aritmética. Le prometí a la niñera Edwards que haríamos algo constructivo con nuestro tiempo.

Aquella sugerencia les hizo tanta gracia como la anterior.

– Está bien -dijo Eloise-. Entonces, ¿qué proponéis?

– No sé -dijo Oliver, y Amanda encogió los hombros.

– Bueno, no tiene sentido que estemos aquí de pie sin hacer nada -dijo Eloise, colocando los brazos en jarra-. Aparte de que es muy aburrido, es probable que nos helem…

– ¡Salid del lago!

Eloise se giró, tan sorprendida por el grito furioso que resbaló y cayó. Al diablo todas sus intenciones de no mojarse.

– Sir Phillip -dijo, con la respiración entrecortada. Por suerte, había podido apoyar las manos y no había caído de nalgas en el agua. De todos modos, la parte delantera del vestido estaba empapada.

– Salid del agua -gruñó Phillip, metiéndose en el agua con una fuerza y una velocidad sorprendentes.

– Sir Phillip -dijo Eloise, muy sorprendida, mientras intentaba ponerse derecha-. ¿Qué…?

Sin embargo, ya había cogido a los niños por el pecho, uno con cada brazo, y los estaba llevando hacia la orilla. Eloise observó, horrorizada, cómo los dejaba en la hierba sin ninguna delicadeza.

– Os dije que nunca, jamás, vinierais al lago -les dijo, sacudiéndolos por los hombros-. Sabéis que no podéis venir aquí. Os lo…

Se detuvo porque estaba muy alterado por algo y porque necesitaba respirar.

– Pero eso fue el año pasado -gimoteó Oliver.

– ¿Y me has oído levantar la prohibición?

– No, pero pensé que…

– Pues te equivocaste -le espetó Phillip-. Volved a casa. Los dos.

Los niños reconocieron aquella mirada de su padre y salieron corriendo hacia la colina. Phillip no hizo nada, sólo los observó alejarse y entonces, cuando ya no podía oírlos, se giró hacia Eloise con una expresión que la hizo retroceder un paso y dijo:

– ¿Qué diablos creía que estaba haciendo?

Por un momento, se quedó callada. La pregunta era demasiado absurda para responderle.