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– No -dijo ella, entre sollozos-. Por favor, no. No quiero… No puedo…

– Vienes a casa conmigo -dijo él, con firmeza, subiendo la colina, haciendo caso omiso del frío que le estaba convirtiendo la ropa mojada en hielo y del duro suelo lleno de piedras donde pisaba con los pies descalzos.

– No puedo -susurró ella, con lo que parecían sus últimas fuerzas.

Y, mientras Phillip la llevaba a casa, sólo podía pensar en lo acertadas que eran esas palabras.

“No puedo.”

En cierto modo, parecían el resumen perfecto de la vida de Marina.

Al caer la noche, todos tuvieron bastante claro que la fiebre conseguiría lo que el lago no había podido.

Phillip había llevado a Marina a casa lo más rápido posible y, con la ayuda del ama de llaves, la señora Hurley, le había quitado la ropa empapada y habían intentado hacerla entrar en calor envolviéndola en el edredón de oca que, ocho años antes, había sido la pieza central de su ajuar.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó la señora Hurley cuando lo vio entrar por la puerta de la cocina. Había preferido evitar la entrada principal, para evitar que los niños los vieran y, además, la puerta de la cocina estaba más cerca del camino.

– Se ha caído en el lago -respondió él, con brusquedad.

La señora Hurley lo miró con recelo y, al mismo tiempo, compasión y, en ese momento, Phillip se dio cuenta que la mujer sabía perfectamente lo que había pasado. Llevaba en aquella casa desde que los Crane se habían casado, tiempo suficiente para conocer las crisis de Marina.

Después de meter a Marina en la cama, lo había echado de la habitación y le había dicho que se fuera a cambiar si no quería enfermar él también. Sin embargo, inmediatamente después había vuelto al lado de su mujer. Como marido, y aunque se sintiera culpable por pensarlo, era el lugar que le correspondía, un lugar que había estado evitando esos últimos años.

Estar al lado de Marina era deprimente. Era muy difícil.

Pero ahora no era el momento de eludir sus responsabilidades, así que se quedó junto a su cama todo el día y toda la noche. Le secaba el sudor de la frente de vez en cuando y, cuando estaba más tranquila, intentaba hacerle tragar un poco de caldo tibio.

Le dijo que luchara, aunque sabía perfectamente que no lo escuchaba.

Al cabo de tres días, murió.

Era lo que ella quería, pero aquello no sirvió de nada cuando Phillip tuvo que sentarse delante de sus hijos, una pareja de gemelos que acababan de cumplir siete años, para intentar explicarles que su madre se había ido. Se sentó con ellos en la sala de juegos, aunque era demasiado grande para esas sillas de niños. Pero, de todos modos, se encogió como pudo, se encajó en una de ellas y se obligó a mirar a sus hijos a los ojos mientras se lo decía de la mejor manera posible.

No dijeron demasiado, algo sorprendente en ellos. Aunque no parecieron muy sorprendidos, y eso dejó muy intrigado a Phillip.

– Lo… Lo siento -consiguió decir, al final de su discurso. Los quería mucho y les había fallado muchas veces. Si apenas sabía cómo hacerles de padre, ¿cómo demonios se suponía que debía asumir también el papel de madre?

– No es culpa tuya -dijo Oliver, clavando sus ojos marrones en los de su padre-. Fue ella la que cayó al lago, ¿no? Tú no la tiraste.

Phillip asintió, porque no sabía demasiado bien cómo responder.

– ¿Es feliz, ahora? -preguntó Amanda, despacio.

– Creo que sí -dijo Phillip-. Ahora os estará viendo a todas horas desde el cielo, así que debe de ser muy feliz.

Los gemelos se quedaron pensando en aquellas palabras unos segundos.

– Ojalá sea feliz -dijo Oliver, al final, con una voz más decidida que su rostro-. A lo mejor, allí ya no llorará.

Phillip sintió un nudo en la garganta. Nunca se había dado cuenta de que los niños podían oír cómo su madre lloraba. Lo solía hacer bastante tarde y, aunque la habitación de los niños estaba justo encima de la suya, Phillip siempre había supuesto que, cuando ella lloraba, ellos ya debían estar dormidos.

Amanda asintió con aquella pequeña cabeza cubierta de mechones rubios.

– Si ahora es feliz -dijo-, me alegro de que se haya ido.

– No se ha ido -intervino Oliver-. Se ha muerto.

– No, se ha ido -insistió Amanda.

– Es lo mismo -dijo Phillip, con rotundidad, deseando poder decirles otra cosa que no fuera la verdad-. Pero creo que ahora es feliz.

Y, en cierto modo, aquella también era la verdad. Después de todo, era lo que Marina quería. A lo mejor era lo único que había querido todos esos años.

Los niños se quedaron en silencio un buen rato, sentados al borde de la cama de Oliver, observando el balanceo de sus piernas. Allí, sentados en aquella cama que, obviamente, era demasiado alta para ellos, se veían muy pequeños. Phillip frunció el ceño. ¿Cómo es que no se había dado cuenta hasta ahora? ¿No deberían dormir en camas más bajas? ¿Y si se caían por la noche?

A lo mejor ya eran muy mayores para eso. A lo mejor ya no se caían de la cama. A lo mejor nunca lo habían hecho.

A lo mejor sí que era un padre abominable. A lo mejor debería saber todas esas cosas.

A lo mejor… A lo mejor… Cerró los ojos y suspiró. A lo mejor debería dejar de pensar tanto e intentar hacerlo lo mejor que pudiera y ser feliz con eso.

– ¿Tú también te irás? -preguntó Amanda, levantando la cabeza.

Phillip la miró a los ojos, unos ojos tan azules, tan iguales a los de su madre.

– No -dijo, en un doloroso suspiro, arrodillándose frente a ella y tomándole las manos. Encima de la suya parecían tan pequeñas y frágiles-. No -repitió-. Yo no me iré. Nunca me iré…

Phillip bajó la cabeza y miró el vaso de whisky. Volvía a estar vacío. Era gracioso cómo se seguía vaciando incluso después de haberlo llenado cuatro veces.

Odiaba los recuerdos. No sabía cuál era peor, si la zambullida en las aguas heladas del lago o cuando la señora Hurley lo había mirado y había dicho: “Está muerta”.

O quizá los niños, con esas caras de pena y los ojos llenos de miedo.

Se acercó el vaso a la boca, bebiendo las últimas gotas de licor. Sí, la peor parte era lo de los niños. Les había dicho que jamás los dejaría y no lo había hecho, ni lo haría, pero su mera presencia no era suficiente. Necesitaban más. Necesitaban a alguien que supiera hacerles de madre o de padre, que supiera hablar con ellos, entenderlos y educarlos.

Y, como no podía buscarles otro padre, supuso que debería buscarles otra madre. Aunque todavía era muy pronto, claro. No podía volver a casarse hasta que hubiera pasado el periodo de luto, pero eso no significaba que no pudiera empezar a buscar.

Suspiró y se hundió en la butaca. Necesitaba una esposa. Cualquiera. No le importaba qué aspecto tuviera. Tampoco le importaba que tuviera dinero, que supiera sumar mentalmente, que hablara francés o que montara a caballo.

Sólo tenía que ser una persona alegre.

¿Era pedir demasiado para una esposa? Una sonrisa, al menos una vez al día. ¿Incluso, quién sabe, escuchar el sonido de su risa?

Y tenía que querer a los niños. O, como mínimo, hacerlo ver de manera tan convincente que ellos no se dieran cuenta.

No estaba pidiendo un imposible, ¿no?

– ¿Sir Phillip?

Phillip levantó la cabeza, maldiciéndose por haber dejado la puerta del estudio entreabierta. Miles Carter, el secretario, asomaba la cabeza.

– ¿Qué quieres?

– Ha llegado una carta, señor -dijo Miles, acercándose a Phillip para darle el sobre-. De Londres.

Phillip miró el sobre, arqueando las cejas ante la escritura claramente femenina. Con un movimiento de cabeza, le dio a entender a Miles que podía retirarse, cogió el abridor de cartas y rompió el lacre. Había una única hoja de papel. Phillip la acarició. De buena calidad. Caro. Y grueso, una señal de que el remitente no tenía necesidad de ahorrar en gastos de franqueo.