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– Divertirnos un poco -dijo, al final, con un poco más de insolencia de la que debería.

– No quiero que mis hijos se acerquen al lago -dijo, con brusquedad-. Se lo he dejado muy claro a…

– A mí no.

– Da igual, no debería…

– ¿Cómo iba a saber que no quería que se acercaran al agua? -le preguntó ella, antes que la acusara de irresponsable o lo que fuera que iba a decirle-. Le dije a la niñera dónde iríamos y lo que íbamos a hacer y ella no me dijo que lo tuvieran prohibido.

Vio en la cara que Phillip no tenía argumentos válidos contra eso, y aquello lo enfurecía todavía más. Hombres. El día que aprendieran a aceptar un error, se convertirían en mujeres.

– Hace un día muy bueno -continuó, con aquella voz tan insistente que usaba cuando estaba decidida a no ceder en una discusión.

Algo que, para ella, era siempre.

– Pretendía acercarme a los niños -añadió-, porque no me apetece que me dejen morado el otro ojo.

Lo dijo para hacerlo sentir culpable y, seguramente, había funcionado porque se sonrojó y maldijo entre dientes.

Eloise hizo una pausa por si Phillip quería decir algo o, mejor, por si quería decir algo inteligible pero, cuando no dijo nada y se la quedó mirando, ella continuó:

– Creí que les iría bien divertirse un poco -y, en voz baja, añadió-: Dios sabe que lo necesitan.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó él, enfadado.

– Nada -dijo ella, inmediatamente-. No pensé que hubiera nada malo en bajar a nadar.

– Los ha puesto en peligro.

– ¿En peligro? -preguntó ella, incrédula-. ¿Por qué?

Phillip no dijo nada, sólo la miró fijamente.

– Por el amor de Dios -dijo ella, displicente-. Sólo hubiera sido peligroso si yo no supiera nadar.

– Me da igual si sabe nadar -le espetó él-. Lo que me preocupa es que mis hijos no saben.

Eloise parpadeó, varias veces.

– Sí que saben -dijo-. De hecho, ambos son excelentes nadadores. Creí que les había enseñado usted.

– ¿Qué está diciendo?

Eloise ladeó la cabeza, quizá por preocupación, quizá por curiosidad.

– ¿Pensaba que no sabían nadar?

Por un momento, Phillip sintió que el aire no le llegaba a los pulmones. Sintió una presión extraña en el pecho, la piel de todo el cuerpo le empezó a escocer y el cuerpo se le quedó helado, como si fuera una estatua.

Aquello era horrible.

Él era horrible.

Ese momento cristalizaba todos sus fracasos. No era que sus hijos supieran nadar, era que él no lo sabía. ¿Cómo podía ser que un padre no supiera esas cosas de sus hijos?

Un padre debía saber si sus hijos sabían montar a caballo. Debía saber si sabían leer y contar hasta cien.

Y debía saber si sabían nadar, por todos los santos.

– Yo… -dijo, pero la voz se le apagó después de aquella palabra-. Yo…

Eloise dio un paso adelante y susurró:

– ¿Se encuentra bien?

Él asintió o, al menos, a Eloise le pareció que asentía. Tenía la voz de ella clavada en la cabeza: “Sí que saben. Sí que saben. Sí que saben.” y no la había escuchado. Había sido el tono, de sorpresa mezclado con un poco de desdén, quizás.

Pero no lo sabía.

Sus hijos estaban creciendo y cambiando y no los conocía. Los veía y los reconocía pero no sabía lo que eran.

Respiró hondo. No sabía cuáles eran sus colores favoritos.

¿Rosa? ¿Azul? ¿Verde?

¿Importaba, o sólo importaba que no lo supiera?

Era, a su manera, tan mal padre como el suyo propio. Puede que Thomas Crane pegara a sus hijos hasta casi matarlos, pero al menos sabía qué hacían. Phillip ignoraba, evitaba, disimulaba… cualquier cosa para mantener las distancias y no perder los nervios. Lo que fuera para no convertirse en su padre.

Aunque quizá la distancia no siempre era algo bueno.

– ¿Phillip? -susurró Eloise, apoyando una mano en el brazo de él-. ¿Ocurre algo?

Él la miró, aunque todavía estaba cegado y no podía concentrarse en nada en concreto.

– Creo que debería irse a casa -dijo ella, muy despacio-. No tiene buen aspecto.

– Estoy… -quería decir “Estoy bien”, pero no le salían las palabras. Porque no estaba bien y, esos días, ni siquiera sabía cómo estaba.

Eloise se mordió el labio inferior, se abrazó y miró hacia el cielo justo cuando una nube tapaba el sol.

Phillip siguió su mirada, vio la nube y notó que, de repente, la temperatura bajaba de manera drástica. Miró a Eloise y, cuando la vio tiritar, se le detuvo el corazón.

Sintió más frío que jamás en su vida.

– Tiene que volver a casa -dijo, cogiéndola por el brazo y arrastrándola hacia la colina.

– ¡Phillip! -exclamó ella, corriendo detrás de él-. Estoy bien. Sólo tengo un poco de frío.

Le tocó la piel.

– No tiene un poco de frío, está helada -se quitó el abrigo-. Póngaselo.

Eloise no le llevó la contraria, pero dijo:

– De verdad, estoy bien. No hay ninguna necesidad de correr.

La última palabra la dijo casi ahogada porque él le seguía haciendo ir demasiado deprisa y casi se cae.

– Phillip, deténgase -gritó-. Por favor, déjeme caminar.

Él se detuvo tan en seco que ella tropezó, dio media vuelta y resopló.

– Si coge frío y tiene fiebre, no me haré responsable.

– Pero si estamos en mayo.

– Me importa un rábano; como si estamos en julio. No puede quedarse con la ropa mojada.

– Claro que no -respondió Eloise, intentando ser razonable, porque estaba claro que, en cualquier momento, podría volver a cogerla por el brazo y arrastrarla hasta la casa-. Pero no hay ningún motivo por el que no pueda andar. Sólo hay diez minutos hasta la casa. No me moriré.

Eloise no sabía que alguien pudiera palidecer hasta ese punto, como si la sangre no le llegara a la cara, pero no sabía de qué otra forma describir la palidez de Phillip.

– ¿Phillip? -le preguntó, asustada-. ¿Qué le pasa?

Pensó que no iba a responder pero entonces, casi como si no fuera consciente que estaba moviendo la boca, susurró:

– No lo sé.

Eloise le acarició un brazo y lo miró. Estaba confundido, casi aturdido, como si lo hubieran dejado en medio del escenario y se hubiera quedado en blanco. Tenía los ojos abiertos, y la estaba mirando, pero no debía ver nada, sólo el recuerdo de algo que debió ser horrible.

Se le rompió el corazón. Ella también tenía algunos malos recuerdos, sabía cómo podían encogerte el corazón y atormentarte en sueños hasta que tenías miedo de apagar la vela.

A los siete años, Eloise había visto morir a su padre, había visto cómo gritaba y lloraba mientras intentaba respirar y caía al suelo; se había colocado junto a él y le había golpeado el pecho cuando ya no podía hablar, rogándole que se despertara y dijera algo.

Ahora entendía que, en aquel momento, ya estaba muerto y saberlo empeoraba el recuerdo.

Sin embargo, ella había conseguido superarlo. No sabía cómo, seguramente gracias a su madre, que cada noche iba a verla, la tomaba de la mano y le decía que estaba bien hablar de su padre. Y que estaba bien echarle de menos.

Eloise lo seguía recordando, pero ya no le atormentaba y ya hacía diez años que no tenía pesadillas.

En cambio, Phillip… aquello era distinto. Todavía no se había podido desligar de lo que fuera que hubiera sucedido en el pasado.

Y, a diferencia de ella, le estaba haciendo frente a todo solo.

– Phillip -dijo, acariciándole la mejilla. Él no se movió y si ella no hubiera notado su aliento contra su piel, habría jurado que era una estatua. Repitió su nombre, acercándose más.

Quería borrar esa mirada de su cara; quería curarlo.

Quería que fuera la persona que sabía que, en el fondo del corazón, era.

Susurró su nombre una última vez, ofreciéndole compasión, comprensión y la promesa de ayudarlo, todo en una sola palabra. Ojalá la hubiera oído, ojalá la hubiera escuchado.