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– Claro -respondió él, muy brusco-, porque debería haberlo hecho yo.

Era duro mirarlo a la cara. Eloise no recordaba haber visto jamás a un hombre tan atormentado por el dolor y, sin embargo, aquella actitud le gustaba. Cualquier hombre que se preocupara tanto por sus hijos, aunque no supiera qué hacer cuando estaba con ellos, debía ser un buen hombre. Eloise sabía que, para ella, las cosas solían ser blancas o negras, que a veces tomaba decisiones sin pararse a analizar la paleta de grises intermedios, pero también sabía que ahora estaba en lo cierto.

Sir Phillip Crane era un buen hombre. Puede que no fuera perfecto pero era un buen hombre, y tenía un gran corazón.

– Bueno -dijo ella, con brío porque, por un lado, era su manera de ser y, por el otro, porque era como le gustaba hacer frente a los problemas: lidiando con ellos en vez de arrepentirse de las cosas-. Ahora ya no puede hacer nada. No pueden desaprender lo que han aprendido.

Phillip se detuvo y la miró.

– Tiene razón, por supuesto -y luego, en un tono más suave, añadió-: Pero fuera quien fuera que les enseñase, yo debería haberlo sabido.

Eloise estaba de acuerdo en eso pero, al verlo tan preocupado, prefirió no decirlo en voz alta.

– Todavía tiene tiempo -le dijo.

– ¿De qué? -preguntó él, en un tono burlón que iba dirigido a él mismo-. ¿De enseñarles a nadar de espaldas y así ampliar su repertorio?

– ¿Por qué no? -respondió Eloise, un poco brusca, porque nunca había tenido mucha paciencia con la autocompasión-. Pero también de aprender más cosas sobre ellos. Son unos niños encantadores.

Él la miró, incrédulo.

Ella se aclaró la garganta.

– Bueno, sí, a veces se portan mal…

Phillip arqueó una ceja.

– De acuerdo, se portan mal muy a menudo pero sólo necesitan que les preste un poco más de atención.

– ¿Se lo han dicho ellos?

– Claro que no -dijo ella, riéndose de aquel comentario tan inocente-. Sólo tienen ocho años. No van a decirlo con estas palabras. Pero para mí está más que claro.

Llegaron al comedor y Eloise tomó asiento. Phillip se sentó frente a ella, acercó una mano a la copa de vino, pero enseguida la apartó. Movió los labios, de manera casi imperceptible, como si quisiera decir algo pero no supiera cómo. Al final, después de que Eloise tomara un trago de vino, le preguntó:

– ¿Se divirtieron? Nadando, quiero decir.

Ella sonrió.

– Mucho. Debería ir con ellos algún día.

Phillip cerró los ojos y los mantuvo así un instante, no demasiado largo, aunque más prolongado que un parpadeo.

– No creo que sea capaz -dijo.

Ella asintió. Sabía que los recuerdos eran muy poderosos.

– Quizás en algún otro sitio -sugirió-. Seguro que por aquí debe haber otro lago. O algún estanque.

Phillip esperó a que Eloise cogiera la cuchara y sólo entonces empezó a tomarse la sopa.

– Es una gran idea. Creo que… -Se detuvo para aclararse la garganta-. Creo que podría hacerlo. Ya pensaré dónde podemos ir.

Aquella expresión fue deliciosa, la incertidumbre, la vulnerabilidad. El saber que, a pesar de que no estaba seguro de estar haciendo lo correcto, iba a intentarlo. A Eloise le dio un vuelco el corazón, pero un vuelco de alegría, y le vinieron ganas de levantarse y cogerle la mano, pero no podía. Aunque la mesa no fuera más larga que su brazo, no podía. Así que se limitó a sonreír y a esperar que aquel gesto lo animara.

Phillip se tomó otra cucharada de sopa, se secó la boca con la servilleta y dijo:

– Espero que nos acompañe.

– Por supuesto -respondió Eloise, encantada-. Me sentiría desolada si no me invitaran.

– Estoy seguro de que exagera -dijo él, sonriendo-. Pero, de todos modos, sería un honor y, sinceramente, para mí sería una tranquilidad añadida tenerla conmigo. -Ante la curiosa mirada de Eloise, Phillip se explicó-: Seguro que, con su presencia, la excursión será un éxito.

– Estoy segura que usted…

Phillip la interrumpió.

– Todos nos lo pasaremos mucho mejor si usted nos acompaña -dijo, con énfasis, y Eloise decidió no discutir y aceptar el halago.

Además, era posible que tuviera razón. Él y los niños estaban tan poco acostumbrados a pasar el tiempo juntos que su presencia serviría para relajar los ánimos.

Y a ella no le molestó para nada la idea.

– Tal vez mañana -dijo-, si sigue haciendo buen tiempo.

– Creo que se mantendrá -respondió Phillip-. El aire sigue soplando del mismo lado.

Mientras sorbía la sopa, un caldo de pollo con verduras al que le faltaba un poco de sal, Eloise lo miró.

– ¿Predice el tiempo? -preguntó, con un evidente escepticismo. Tenía un primo que estaba convencido de que podía predecir el tiempo y, siempre que le hacía caso, acababa empapada o con los pies helados.

– En absoluto -respondió él-, pero se puede… -Se detuvo y ladeó un poco la cabeza-. ¿Qué ha sido eso?

– ¿El qué? -dijo Eloise pero, mientras lo decía, también lo escuchó. Una discusión y unas voces que cada vez eran más fuertes. Pasos decididos.

Se escucharon una serie de improperios y, a continuación, un grito de terror que sólo podía provenir del mayordomo…

Y entonces Eloise lo supo.

– Dios mío -dijo, ladeando la cuchara hasta que la sopa volvió a caer en el plato.

– ¿Qué diablos sucede? -preguntó Phillip, que se levantó y se preparó para defender su casa ante los invasores.

Aunque no sabía a qué clase de invasores tendría que hacer frente. Qué clase de invasores pesados, entrometidos y diabólicos tendría que hacer frente en unos diez segundos.

Pero Eloise sí que lo sabía. Y sabía que, hablando de la inminente seguridad de Phillip, “pesados, entrometidos y diabólicos” no era nada comparado con “furiosos, poco razonables y muy corpulentos”.

– ¿Eloise? -preguntó Phillip, arqueando las cejas cuando los dos escucharon que alguien gritaba su nombre.

Ella sintió que la sangre se le helaba en las venas. Lo sintió, sabía que había sucedido, aunque no tuviera frío. Era imposible que sobreviviera a eso, que lo superara sin matar a alguien, preferiblemente a alguien que llevara su misma sangre.

Se puso de pie, con los puños cerrados en la mesa. Los pasos que, para ser sinceros, parecían una horda furiosa, estaban cada vez más cerca.

– ¿Los conoces? -le preguntó Phillip, bastante tranquilo para alguien que estaba a punto de morir.

Ella asintió y, sin saber cómo, consiguió responder:

– Mis hermanos.

Phillip pensó, mientras estaba pegado contra la pared con dos pares de manos rodeándole el cuello, que Eloise podría haberle advertido de aquello.

No hubiera sido necesario decírselo con varios días de antelación, pero habría sido un detalle, aunque insuficiente, eso sí, vista la fuerza de cuatro hombres muy corpulentos, muy enfadados y, a juzgar por sus caras, muy parecidos.

Hermanos. Debería habérselo imaginado. Seguramente, no era buena idea cortejar a una mujer que tenía hermanos.

Y cuatro, para ser exactos.

Cuatro. Era increíble que todavía siguiera vivo.

– ¡Anthony! -gritó Eloise-. ¡Suéltalo!

Anthony, o al menos Phillip supuso que sería Anthony porque aquí nadie se había tomado la molestia de presentarse formalmente, apretó las manos alrededor del cuello de Phillip.

– ¡Benedict! -exclamó Eloise, dirigiéndose al más corpulento de los cuatro-. ¡Sé razonable!

El otro, bueno el otro que lo tenía cogido por el cuello, porque había dos más que estaban un poco más lejos observándolo todo, lo soltó y se giró hacia Eloise.

Y eso fue un gran error porque, con las prisas por echársele al cuello, nadie se había fijado en el ojo morado de Eloise.

Y, por supuesto, creerían que sería culpa de él.

Benedict soltó un gruñido feroz y agarró a Phillip por el cuello con tanta fuerza que lo levantó del suelo.