¡Santo Dios, era magnífica!
Hacía tanto desde la última vez que había estado con una mujer que sabía que, cuando encontrara una con la que quisiera acostarse, su cuerpo reaccionaría con fuerza. Durante más años de los que le hubieran gustado, había tenido que satisfacer sus apetitos sexuales a solas en su habitación, por lo que un cuerpo femenino era como una bendición.
Y Dios sabía que se lo había imaginado muchas veces.
Sin embargo, esto había sido distinto, totalmente diferente a lo que se había imaginado. Lo había vuelto loco. Eloise lo había vuelto loco. Con los sonidos que emitía, la esencia de su piel, cómo sus cuerpos parecían adaptarse a la perfección. A pesar de que había tenido que terminar solo, había sentido una intensidad mayor a lo que había imaginado.
Hasta ahora, creía que cualquier cuerpo femenino serviría, pero hoy se había dado cuenta que había una razón por la que siempre había rechazado los servicios de las prostitutas y las mozas que se le ofrecían. Había una razón por la que nunca había buscado a una viuda discreta.
Necesitaba más.
Necesitaba a Eloise.
Quería hundirse en ella y no volver a subir a la superficie.
Quería hacerla suya, poseerla y, luego, tumbarse y dejar que lo torturara hasta hacerlo gritar.
Había tenido fantasías antes. Claro, como todos los hombres. Pero ahora su fantasía tenía cara y mucho se temía que, si no aprendía a controlar sus pensamientos, iría todo el día por ahí con una erección constante.
Tenían que casarse. Y rápido.
Gruñó y se lavó las manos. Eloise no tenía ni idea de que lo había dejado en aquel estado. Ni idea. Lo había mirado, sonriente, demasiado arrebatada por su propia pasión para darse cuenta de que él estaba a punto de estallar.
Abrió la puerta y caminó deprisa de vuelta al jardín. Pronto, tendría tiempo de sobra para estallar y, cuando lo hiciera, Eloise estaría con él.
Aquella idea le dibujó una sonrisa y estuvo a punto de enviarlo otra vez al servicio.
– Ah, aquí está -dijo Benedict Bridgerton mientras Phillip se acercaba al grupo. Phillip vio que Benedict tenía una pistola en la mano y se detuvo en seco porque no sabía si tenía que preocuparse por algo. Era imposible que supiera lo que acababa de suceder en el despacho de su mujer, ¿verdad?
Tragó saliva y pensó muy deprisa. No, era imposible. Además, estaba sonriendo.
Aunque claro, seguro que disfrutaría mucho acabando con el responsable de arruinar la reputación de su hermana.
– Eh… Buenos días -dijo Phillip, mirando a los demás para intentar evaluar la situación.
Benedict le devolvió el comentario con un gesto de cabeza y dijo:
– ¿Dispara?
– Por supuesto -respondió Phillip.
– Perfecto -dijo, moviendo la cabeza hacia una diana-. Únase a nosotros.
Phillip vio la diana y se quedó más tranquilo al saber que no tendría que hacer ese papel.
– No he traído mi revólver -dijo.
– Claro que no -respondió Benedict-. ¿Para qué iba a traerlo? Aquí somos todos amigos -arqueó las cejas-. ¿Verdad?
– Espero que sí.
Benedict sonrió, aunque no era una de esas sonrisas que transmiten seguridad por el bienestar propio.
– No se preocupe por el revólver -dijo-. Le dejaremos uno.
Phillip asintió. Si así era como iba a tener que demostrar su hombría a los hermanos de Eloise, así sería. Podía disparar igual de bien que el mejor de ellos. La puntería había sido una de esas cosas en las que su padre más había insistido. Se había pasado horas y horas en los alrededores de Romney Hall, con el brazo estirado hasta que le dolían todos los músculos, conteniendo la respiración mientras apuntaba a lo que su padre hubiera decidido como objetivo. Cada vez que apretaba el gatillo, rezaba para que la bala tocara el centro.
Si tocaba el objetivo, su padre no le pegaría. Era así de sencillo… y de desesperante.
Se acercó a una mesa donde había varios revólveres y saludó a Anthony, Colin y Gregory. Sophie estaba sentada a unos veinte metros, leyendo un libro.
– Empecemos -dijo Anthony-, antes de que vuelva Eloise. -Miró a Phillip-. Por cierto, ¿dónde está?
– Se ha quedado leyendo la carta de su madre -mintió Phillip.
– Ya, bueno, no tardará demasiado -dijo Anthony, frunciendo el ceño-. Será mejor que nos demos prisa.
– A lo mejor quiere responderle -dijo Colin, al tiempo que cogía un revólver y lo miraba-. Eso nos daría unos minutos más. Ya conocéis a Eloise. Siempre está escribiendo cartas.
– Es verdad -respondió Anthony-. Estamos aquí por culpa de eso, ¿recuerdas?
Phillip lo miró con una inescrutable sonrisa. Aquella mañana estaba demasiado contento como para responder a cualquier provocación de Anthony Bridgerton.
Gregory cogió su revólver.
– Incluso si responde, volverá muy pronto. Es increíblemente rápida.
– ¿Escribiendo? -preguntó Phillip.
– En todo -respondió Gregory, sonriente-. Venga, empecemos.
– ¿Por qué tienen tantas ganas de empezar sin Eloise? -preguntó Phillip.
– Eh… por nada -dijo Benedict, en el mismo momento que Anthony respondía-. ¿Quién ha dicho eso?
Lo habían dicho todos, pero Phillip no se molestó en recordárselo.
– La edad antes que la belleza, vejestorio -dijo Colin, dándole unos golpecitos a Anthony en la espalda.
– Muy amable -dijo Anthony, acercándose a una línea blanca que alguien había dibujado en el suelo con tiza en polvo. Alargó el brazo, apuntó y disparó.
– Bien hecho -dijo Phillip, cuando el lacayo acercó la diana. La bala no había dado en el centro pero se había quedado a menos de tres centímetros.
– Gracias -bajó la pistola-. ¿Cuántos años tiene?
Phillip parpadeó, porque aquella pregunta lo había sorprendido un poco.
– Treinta.
Anthony hizo un gesto con la cabeza hacia Colin.
– Entonces, va después de Colin. Siempre lo hacemos por edades. Es la única manera de seguir un orden.
– Claro -dijo Phillip, mientras Benedict y Colin disparaban. Ambos lo hicieron bien, aunque ninguno dio en el centro, pero se quedaron lo suficientemente cerca como para demostrar que podrían matar a un hombre, si quisieran.
Aunque, afortunadamente, esa mañana no parecía su propósito.
Phillip escogió un revólver, lo sopesó en la mano y se acercó a la línea blanca. Hacía poco que había conseguido dejar de pensar en su padre cada vez que apuntaba con un revólver. Le había costado años pero, al final, se había dado cuenta que le gustaba disparar, que no tenía por qué hacerlo como obligación sino como diversión. Y entonces, la voz de su padre que a menudo oía en su cabeza, siempre gritando, había desaparecido.
Levantó el arma, tensó los músculos y disparó.
Entrecerró los ojos para ver mejor la diana. Parecía que se había quedado muy cerca del centro. El lacayo la acercó. A un centímetro y medio. El mejor disparo de todos, hasta ahora.
El lacayo se alejó con la diana y fue el turno de Gregory que se quedó a la misma distancia que Phillip.
– Hacemos cinco rondas -le dijo Anthony a Phillip-. Cuenta el mejor disparo de cada uno y, si hay un empate, cada uno tiene un disparo más.
– Ya -dijo Phillip-. ¿Por algún motivo en especial?
– No -respondió Anthony, cogiendo su revólver-. Siempre lo hemos hecho así.
Colin miró a Phillip muy serio.
– Nos tomamos los juegos muy a pecho.
– Ya lo veo.
– ¿Practica esgrima?
– No mucho -dijo Phillip.
Colin sonrió.
– Excelente.
– Silencio -gruñó Anthony, mirándolos fijamente-. Estoy intentando apuntar.
– En un momento de crisis, esa necesidad de silencio no te servirá para nada -apuntó Colin.
– Cállate -dijo Anthony.
– Si nos atacaran -continuó Colin, gesticulando con una mano mientras hablaba-, habría mucho ruido y, sinceramente, me preocupa que no puedas…