Cuando bajó del carruaje, rebosaba optimismo; el día anterior había salido mucho mejor de lo que jamás había imaginado. Incluso si Phillip no la hubiera llevado al despacho de Sophie para demostrarle que “se adaptarían muy bien” (recordaría siempre esas palabras), el día habría sido un éxito de todas formas. Phillip había sabido manejar con maestría la fuerza de los cuatro hombres Bridgerton, dejando a Eloise complacida y muy orgullosa.
Era irónico que, hasta ese momento, no se le hubiera ocurrido que no podría casarse con un hombre que no pudiera enfrentarse a cada uno de sus hermanos y salir airoso.
Y Phillip se había enfrentado a los cuatro a la vez. Impresionante.
Sin embargo, seguía teniendo sus reservas respecto al matrimonio. ¿Cómo iba a no tenerlas? Había nacido un respeto mutuo y una especie de afecto entre Phillip y ella, sí, pero no estaban enamorados y Eloise no tenía modo de saber si algún día lo estarían.
A pesar de todo, estaba convencida de que estaba haciendo lo correcto. Tampoco había podido elegir, claro; se casaba con Phillip o arruinaba su vida y se quedaba sola para siempre. Y, con todo, sabía que sería un buen marido. Era honesto y honorable y, aunque parecía un poco reservado, al menos tenía sentido del humor, algo que para Eloise era esencial en un futuro marido.
Y cuando la besaba…
Bueno, resultaba bastante obvio que sabía perfectamente cómo hacer que le temblaran las rodillas.
Y el resto del cuerpo, también.
Sin embargo, Eloise era una mujer pragmática. Siempre lo había sido y sabía que la pasión no bastaba para sostener un matrimonio.
Aunque tampoco vendría mal, pensó, con una pícara sonrisa.
Phillip miró, por decimoquinta vez en quince minutos, el reloj que había en la repisa de la chimenea. Los Bridgerton tenían que llegar a las doce y media, y ya eran y treinta y cinco. Y, aunque el retraso no era preocupante, teniendo en cuenta los caminos rurales por donde tenían que venir, mantener a Oliver y a Amanda tranquilos en el salón con él era muy difícil.
– Odio esta chaqueta -dijo Oliver, estirándose de las mangas.
– Te va pequeña -le dijo Amanda.
– Ya lo sé -respondió él, con desdén-. Si no me fuera pequeña, no me quejaría.
Phillip pensó que él también podría quejarse de algo, aunque no vio motivos para dar su opinión.
– Además -continuó Oliver-, a ti el vestido también te va pequeño. Te veo los tobillos.
– Se supone que tienes que vérmelos -dijo Amanda, frunciendo el ceño mientras se miraba las piernas.
– Sí, pero no tanto.
Volvió a mirar, esta vez con una expresión de alarma en la cara.
– Tienes ocho años -dijo Phillip, algo cansado-. El vestido es perfecto -o, al menos, eso esperaba porque no tenía ni idea de todas esas cosas.
“Eloise”, pensó, y ese nombre resonó en su cabeza como respuesta a todas sus plegarias. Eloise sabría esas cosas. Sabría si el vestido de una niña era demasiado corto, o cuándo debería empezar a recogerse el pelo, incluso si un niño debía ir a Eton o a Harrow.
Eloise lo sabría todo.
Gracias a Dios.
– Llegan tarde -dijo Oliver.
– No llegan tarde -respondió Phillip, automáticamente.
– Sí que llegan tarde -dijo Oliver-. Sé leer las agujas del reloj, ¿sabes?
No, no lo sabía, y aquello lo deprimió un poco más. Era como con lo de nadar. De hecho, daba igual.
“Eloise”, se recordó. Por muchos fallos que tuviera como padre, iba a compensarlos todos casándose con la madre perfecta para ellos. Por primera vez desde que nacieron, estaba haciendo lo mejor para ellos, y la sensación de alivio era casi dolorosa.
Eloise. Estaba impaciente porque llegara.
Diablos, estaba impaciente por casarse con ella. ¿Cómo se conseguía una licencia especial? Es algo que jamás pensó que tendría que saber, pero lo último que quería era esperar semanas a que se leyeran las amonestaciones.
¿No se suponía que las bodas se celebraban los sábados por la mañana? ¿Podrían arreglarlo todo para este sábado? Sólo faltaban dos días, pero si pudieran conseguir la licencia especial…
Phillip cogió a Oliver por el cuello de la chaqueta cuando el niño intentaba escaparse.
– No -dijo, muy serio-. Esperarás a la señorita Bridgerton aquí y lo harás en silencio, sin romper nada y con una sonrisa.
Cuando escuchó el nombre de Eloise, Oliver hizo un intento por calmarse aunque la sonrisa, que ofreció obediente después de las palabras de su padre, fue un mero movimiento de labios que dejó a Phillip con la sensación de que acababa de salir de una reunión con la mismísima Medusa.
– Eso no ha sido una sonrisa -dijo Amanda.
– Claro que sí.
– No. Ni siquiera has movido la comisura de los labios…
Phillip suspiró e intentó bloquear cualquier sonido que llegara a sus oídos. Le preguntaría por la licencia especial a Anthony Bridgerton. A lo mejor, el vizconde sabía cómo se hacía.
Parecía que faltaba una eternidad para el sábado. Dejaría a los niños con Eloise durante el día y…
Sonrió. Por la noche, sería toda para él.
– ¿Por qué sonríes? -preguntó Amanda.
– No estoy sonriendo -dijo Phillip que, ¡madre mía!, empezó a sonrojarse.
– Sí que sonríes -insistió la niña-. Y ahora tienes las mejillas coloradas.
– No digas tonterías -dijo Phillip.
– No digo tonterías -insistió-. Oliver, mira a padre. ¿A que tiene las mejillas coloradas?
– Una palabra más sobre mis mejillas -amenazó Phillip-, y voy a…
Demonios, había estado a punto de decir “azotaros con el látigo”, pero los tres sabían que era incapaz de hacerlo.
– … a hacer algo -dijo, dejando la amenaza en nada.
Sin embargo, y por sorprendente que parezca, funcionó y se quedaron quietos y en silencio un momento. Entonces, Amanda empezó a balancear las piernas, que no le llegaban al suelo, y golpeó un escabel.
Phillip miró el reloj.
– ¡Uy! -dijo Amanda, bajó del sofá y se acercó al escabel para ponerlo de pie-. ¡Oliver! -gritó.
Phillip apartó la vista del minutero del reloj que, inexplicablemente, todavía no había llegado al ocho. Amanda estaba en el suelo, mirando a su hermano.
– Me ha empujado -dijo Amanda.
– No es verdad.
– Sí que lo es.
– No es…
– Oliver -intervino Phillip-. Alguien la ha empujado y estoy bastante seguro de que no he sido yo.
Oliver se mordió el labio inferior porque no se había dado cuenta de que su culpabilidad sería más que obvia.
– A lo mejor se ha caído sola -dijo.
Phillip lo miró a los ojos con la esperanza de que la expresión seria que sabía que su cara reflejaba bastara para rechazar la sugerencia.
– Está bien -admitió Oliver-. La he empujado. Lo siento.
Phillip parpadeó, sorprendido. A lo mejor, eso de la paternidad empezaba a dársele bien. No recordaba la última vez que había escuchado una disculpa voluntaria.
– Ahora puedes empujarme tú a mí -le dijo a Amanda.
– No, no, no -dijo Phillip. Mala idea. Muy, muy mala idea.
– Vale -dijo Amanda, muy contenta.
– No, Amanda -dijo Phillip, levantándose-. No…
Sin embargo, ya había empujado a su hermano con sus pequeñas manos.
Oliver cayó hacia atrás soltando una carcajada.
– ¡Ahora me toca a mí! -exclamó el niño.
– ¡No vas a empujar a tu hermana! -gruñó Phillip, saltando por encima de una otomana.
– Pero ¡me ha empujado! -gritó Oliver.
– Porque se lo has pedido tú, pequeño diablillo. -Phillip alargó el brazo para coger a Oliver por la manga antes que se le escapara, pero el pequeño era escurridizo como una anguila.
– ¡Empújame! -gritó Amanda-. ¡Empújame!
– ¡No la empujes! -exclamó Phillip. Se le empezaron a acumular en la cabeza imágenes del salón patas arriba y con las lámpara rotas.