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Madre mía, y los Bridgerton aparecerían en cualquier momento.

Cogió a Oliver justo cuando el niño había cogido a Amanda y los tres rodaron por el suelo, llevándose con ellos un par de cojines del sofá. Phillip dio gracias a Dios. Al menos, los cojines no se rompían.

“Crash.”

– ¿Qué demonios…?

– Creo que ha sido el reloj -dijo Oliver.

Phillip nunca sabría lo que habían hecho para tirar el reloj de la repisa de la chimenea.

– Estáis castigados en vuestro cuarto hasta que cumpláis sesenta y ocho años -les dijo, entre dientes.

– Ha sido Oliver -dijo Amanda, de inmediato.

– Me importa un… muy poco quién haya sido -gruñó Phillip-. Sabéis que la señorita Bridgerton llegará en cualquier…

– Ejem.

Phillip se giró hacia la puerta lentamente, horrorizado, aunque no sorprendido, y vio a Anthony Bridgerton de pie y, detrás de él, a Benedict, Sophie y Eloise.

– Milord -dijo Phillip, con la voz un poco ahogada. Debería haber sido un poco más educado; el vizconde no tenía la culpa de que a sus hijos les faltara poco para ser unos auténticos monstruos, pero es que en esos momentos no hubiera podido poner buena cara.

– ¿Interrumpimos? -preguntó, suavemente, Anthony.

– En absoluto -respondió Phillip-. Como verán, sólo estábamos… eh… cambiando de sitio los muebles.

– Y lo hacen muy bien, por cierto -dijo Sophie, sonriente.

Phillip le sonrió, agradecido. Parecía la clase de mujer que siempre decía algo para hacer que los demás se sintieran más cómodos y, en ese mismo momento, Phillip hubiera sido capaz de besarla.

Se levantó, colocó bien la otomana, que estaba en el suelo, cogió a los niños por los brazos y los puso de pie. Oliver llevaba el nudo de la corbata totalmente deshecho y el clip que Amanda llevaba en el pelo le había caído hasta la oreja.

– Les presento a mis hijos -dijo Phillip, con toda la dignidad que pudo-. Oliver y Amanda Crane.

Los niños saludaron entre dientes, visiblemente incómodos por que su padre los exhibiera delante de un grupo de adultos o, quizás, y por increíble que parezca, estaban avergonzados por su comportamiento.

– Muy bien -dijo Phillip, después de los saludos obligatorios-. Ahora podéis marcharos.

Los niños lo miraron con cara de angustia.

– ¿Qué pasa?

– ¿Podemos quedarnos? -preguntó Amanda, con un hilo de voz.

– No -dijo Phillip. Había invitado a los Bridgerton a comer y a enseñarles el invernadero, y si quería sacar algo bueno de aquella negociación, necesitaba que los niños desaparecieran.

– ¿Por favor? -suplicó Amanda.

Phillip evitó mirar a sus invitados, porque sabía que estaban siendo testigos de su falta de control sobre sus hijos.

– La niñera Edwards os está esperando en el pasillo -les dijo.

– No nos gusta la niñera Edwards -dijo Oliver. Amanda asintió.

– Claro que os gusta -dijo Phillip, impaciente-. Es vuestra niñera desde hace meses.

– Pero no nos gusta.

Phillip miró a los Bridgerton.

– Disculpen -dijo, con la voz apagada-. Lamento la interrupción.

– No se preocupe -dijo Sophie, que le lanzó una mirada maternal, haciéndose cargo de la situación.

Phillip se llevó a los niños a un rincón del salón, se cruzó de brazos y los miró.

– Niños -dijo, muy serio-. Le he pedido a la señorita Bridgerton que sea mi esposa.

A los gemelos se les iluminaron los ojos.

– Perfecto -gruñó-. Veo que estáis de acuerdo conmigo en que es una excelente idea.

– ¿Y será…?

– No me interrumpáis -los cortó Phillip, demasiado impaciente para responder a sus preguntas-. Quiero que me escuchéis. Todavía necesito la aprobación de su familia y, por ese motivo, tengo que atenderlos e invitarlos a comer, y no puedo hacerlo si tengo que estar por vosotros. -Al menos, era casi la verdad. Los niños no tenían por qué saber que Anthony prácticamente los había obligado a casarse y que no hacía falta ninguna aprobación.

Sin embargo, el labio inferior de Amanda, empezó a temblar e incluso Oliver parecía triste.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Phillip, ya un poco cansado.

– ¿Te avergüenzas de nosotros? -preguntó Amanda.

Phillip suspiró, odiándose mucho. Dios Santo, ¿cómo habían llegado hasta eso?

– No me…

– ¿Puedo ayudar en algo?

Phillip miró a Eloise como si fuera su salvadora. La observó en silencio cómo se arrodillaba frente a los niños y les decía algo aunque, como lo hizo en voz baja, Phillip no pudo escucharla, sólo percibió el suave tono de su voz.

Los gemelos protestaron, pero ella los interrumpió, gesticulando mientras hablaba. Al final, y para sorpresa de Phillip, los niños se despidieron y salieron al pasillo. No parecían especialmente felices, pero se marcharon de todas formas.

– Gracias a Dios que me caso con usted -dijo Phillip, casi en un suspiro.

– Ya puede jurarlo -susurró Eloise que, cuando pasó por su lado, sonrió para sus adentros mientras volvía con su familia.

Phillip la siguió y enseguida se disculpó ante Anthony, Benedict y Sophie por el comportamiento de sus hijos.

– Desde la muerte de su madre, están más rebeldes que nunca -explicó, intentando disculparlos.

– No hay nada más difícil para un hijo que la muerte del padre o de la madre -dijo Anthony-. Por favor, no tiene ninguna necesidad de excusar su comportamiento.

Phillip le agradeció esas palabras con un movimiento de cabeza.

– Acompáñenme -dijo-. Pasemos al comedor.

Sin embargo, mientras guiaba al grupo hacia el comedor, no podía olvidar las caras de Oliver y de Amanda. Se habían marchado muy tristes.

Desde la muerte de Marina, había visto a los niños obstinados, insufribles, incluso en plena pataleta, pero no los había visto tristes.

Y eso le preocupaba.

Después de comer y de dar un paseo por el invernadero, el quinteto se dividió en dos grupos. Benedict había traído un bloc de dibujo, así que él y Sophie se quedaron cerca de la casa, charlando animadamente mientras él dibujaba Romney Hall. Anthony, Eloise y Phillip decidieron ir a dar un paseo por los alrededores, pero Anthony, muy discreto, dejó que Eloise y Phillip se quedaran un poco rezagados y les dio la oportunidad de hablar con un poco más de privacidad.

– ¿Qué les ha dicho a los niños? -preguntó Phillip, enseguida.

– No lo sé -respondió Eloise, con sinceridad-. Sólo he intentado actuar como mi madre. -Se encogió de hombros-. Parece que ha funcionado.

Phillip se quedó pensativo.

– Debe ser agradable poder tener unos padres a quien imitar.

Eloise lo miró con curiosidad.

– ¿Usted no los tuvo?

Phillip negó con la cabeza.

– No.

Eloise esperó a que dijera algo más, incluso le dio tiempo, pero él no dijo nada. Al final, decidió insistir y preguntó:

– ¿Quién era, su madre o su padre?

– ¿Qué quiere decir?

– ¿Cuál de los dos era tan complicado?

Phillip la miró durante un buen rato con aquellos ojos oscuros inescrutables mientras juntaba las cejas. Entonces dijo:

– Mi madre murió de parto.

Eloise asintió.

– Entiendo.

– Lo dudo -dijo él, con una voz muy severa-, aunque le agradezco que lo intente.

Siguieron caminando, muy despacio para evitar que Anthony los escuchara, aunque durante varios minutos ninguno de los dos dijo nada. Al final, cuando giraron hacia la parte trasera de la casa, Eloise le preguntó lo que llevaba toda la mañana queriendo saber:

– ¿Por qué me llevó al despacho de Sophie ayer?

Phillip resopló y tropezó.

– Creo que resulta bastante obvio -dijo, sonrojándose.

– Bueno, sí -dijo Eloise y, cuando se dio cuenta de lo que había preguntado, también se sonrojó-. Pero seguro que no pensaba que fuera a suceder… lo que sucedió.