– Pero ya conoces a Francesca -continuó Violet, encogiéndose de hombros y apartando la vista del vestido cuando vio que no había nada que hacer-. Siempre ha sido muy astuta y despierta. Supongo que sobornó a alguna de las doncellas para que se lo explicara ya hacía tiempo.
Eloise asintió. No quería decirle a su madre que Francesca y ella se habían gastado los ahorros para sobornar a una doncella. Pero había valido la pena. La explicación de Annie Mavel había sido muy detallada y, como Francesca le había dicho más tarde, absolutamente correcta.
Violet sonrió, se levantó y acarició la mejilla de su hija, justo al lado del ojo. Todavía no estaba curado del todo, pero del morado había pasado al azul verdoso y, después, a un desagradable tono amarillento, aunque era mucho más discreto que antes.
– ¿Estás segura de que serás feliz? -le preguntó.
Eloise sonrió, resignada.
– Ya es un poco tarde para hacerme esa pregunta, ¿no te parece?
– Puede que sea tarde para echarte atrás, pero nunca es tarde para hacerte esa pregunta.
– Creo que seré feliz -dijo Eloise y, para sus adentros, añadió: “Eso espero”.
– Parece un buen hombre.
– Es un buen hombre.
– Y honorable.
– Lo es.
Violet asintió.
– Creo que serás feliz. Puede que tardes un poco en darte cuenta, y quizá tengas dudas al principio, pero lo serás. Pero recuerda… -Se detuvo y se mordió el labio inferior.
– ¿Qué, mamá?
– Recuerda -dijo, lentamente, como si estuviera escogiendo las palabras con mucho cuidado-, que requiere su tiempo. Eso es todo.
Eloise quería gritar: “¿Qué requiere su tiempo?”.
Sin embargo, su madre ya se había levantado y se estaba arreglando el vestido.
– Supongo que tendré que ir a echar a la familia, o no se marcharán en toda la noche. -Mientras se daba la vuelta, Violet jugueteó con un lazo del vestido y se acercó la otra mano a la cara, y Eloise intentó no darse cuenta de que se estaba secando una lágrima.
– Eres muy impaciente -dijo Violet, mirando la puerta-. Siempre lo has sido.
– Ya lo sé -dijo Eloise, que no sabía si su madre le estaba riñendo y, si así era, por qué había escogido ese momento para hacerlo.
– Es algo que siempre me ha gustado de ti -dijo Violet-. Siempre me ha gustado todo de ti, claro pero, por alguna razón, tu impaciencia siempre me ha parecido encantadora. Y no es porque siempre quisieras más, sino porque siempre lo querías todo.
Eloise no estaba tan convencida que fuera algo bueno.
– Lo querías todo para todos, y querías saberlo y aprenderlo todo y…
Por un segundo, Eloise pensó que su madre había terminado pero entonces, Violet se giró y continuó:
– Nunca te has conformado con la segunda opción, y eso es muy bueno, Eloise. Me alegro de que rechazaras todas esas propuestas de matrimonio en Londres. Ninguno de esos hombres te hubiera hecho feliz. No hubieras sido desgraciada, pero tampoco feliz.
Eloise abrió los ojos, sorprendida.
– Pero no dejes que la impaciencia te defina -le dijo Violet, con dulzura-. Porque eres mucho más que eso. Eres mucho más que eso y a veces tengo la sensación de que lo olvidas. -Sonrió; la sonrisa afable de una madre que se despide de su hija-. Dale tiempo, Eloise. Sé paciente. No presiones demasiado.
Eloise abrió la boca pero no pudo articular palabra.
– Ten paciencia -dijo Violet-. Y no presiones.
– No… -Quería decir “No lo haré”, pero no pudo continuar porque lo único que podía hacer era mirar a su madre y, en ese mismo instante se dio cuenta de lo que significaba estar casada. Había pensado tanto en Phillip que no se había parado a pensar en su familia.
Ya no volvería a casa. Siempre los tendría, por supuesto, pero ya no viviría con ellos.
Y hasta entonces no se había dado cuenta de las muchas ocasiones que se había sentado con su madre simplemente a hablar. O lo preciosos que eran esos momentos. Violet siempre parecía saber lo que sus hijos necesitaban, y eso tenía mucho mérito, teniendo en cuenta que eran ocho hermanos, y muy distintos entre sí, cada uno con sus esperanzas y sus sueños.
Incluso la carta de Violet, la que le había enviado a Anthony para que se la diera cuando llegara a Romney Hall, había sido exactamente lo que Eloise necesitaba leer en ese momento. Le podría haber reñido, la podría haber acusado de muchas cosas, y habría estado en todo su derecho de hacerlo, incluso más.
Sin embargo, le había escrito: “Espero que estés bien. Recuerda, por favor, que eres mi hija y que siempre lo serás. Te quiero”.
Eloise, al leerla, se había puesto a gritar. Gracias a Dios, se había olvidado de leerla hasta por la noche, cuando pudo hacerlo tranquilamente en la intimidad de la habitación en casa de Benedict.
Violet Bridgerton nunca había querido nada, pero su mejor baza eran su sabiduría y su amor y, mientras la veía alejarse hacia la puerta, Eloise descubrió que era más que su madre, era todo lo que ella aspiraba a ser.
Y no pudo creerse que hubiera tardado tanto en darse cuenta.
– Supongo que sir Phillip y tú querréis un poco de intimidad -dijo Violet, con la mano en la puerta.
Eloise asintió, aunque su madre no pudo verlo.
– Os echaré de menos a todos.
– Claro que lo harás -dijo Violet, en un tono un poco más brusco, que era la única manera que tenía para recuperar la compostura-. Y nosotros a ti. Pero no estás tan lejos. Y vivirás muy cerca de Benedict y de Sophie. Y de Posy. Y supongo que ahora que tengo dos nietos más a quien malcriar vendré de visita más a menudo.
Eloise se secó las lágrimas. Su familia había aceptado a los hijos de Phillip inmediatamente y sin ninguna condición. No esperaba menos, por supuesto, pero le había hecho más ilusión de lo que imaginaba. Los gemelos ya habían hecho buenas migas con sus nuevos primos y Violet había insistido en que la llamaran abuela. Ellos habían aceptado enseguida, sobre todo después de que sacara una bolsa de caramelos que, según ella, no sabía cómo había ido a parar a su maleta en Londres.
Eloise ya se había despedido de su familia así que, cuando su madre se marchó, sintió que ya era lady Crane. La señorita Bridgerton habría regresado a Londres con su familia pero lady Crane, esposa de un terrateniente de Gloucestershire y barón, se quedaba en Romney Hall. Se sentía extraña y distinta y se enfadó consigo misma por eso. Cualquiera diría que, a los veintiocho años, el matrimonio no supondría un cambio tan grande. Después de todo, ya no era una niña joven e inocente.
Aún así, tenía todo el derecho del mundo a sentir que su vida había cambiado para siempre. Estaba casada y era la señora de la casa. Y, además, de la noche a la mañana, había pasado a ser madre de dos niños. Ninguno de sus hermanos había tenido que hacer frente a la responsabilidad de la paternidad tan deprisa.
Sin embargo, estaba dispuesta a asumir su nuevo papel. Tenía que estarlo. Irguió la espalda y, mientras se cepillaba el pelo, se miró decidida en el espejo. Era una Bridgerton, aunque ya no fuera su apellido legal, y era capaz de todo. Y como no era una mujer que se conformaba con una vida infeliz, sencillamente haría lo posible para que la suya no lo fuera.
Llamaron a la puerta y, cuando Eloise se giró, vio que Phillip había entrado. Cerró la puerta, aunque se quedó donde estaba, seguramente para ofrecerle un poco más de tiempo para prepararse.
– ¿No prefieres que lo haga tu doncella? -preguntó él, refiriéndose al cepillado de pelo.
– Le dije que se tomara la noche libre -dijo Eloise y se encogió de hombros-. Me parecía raro tenerla aquí, casi como una intrusión.