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Pero, aún así, no se habían visto nunca.

Eloise pensó en todas las propuestas de matrimonio que había rechazado a lo largo de los años. ¿Cuántas habían sido? Como mínimo, seis. Y ahora ni siquiera recordaba por qué lo había hecho. En realidad, por nada, sólo que no eran…

Perfectos.

¿Era mucho pedir?

Meneó la cabeza, porque sabía que parecía una niña tonta y mimada. No, no necesitaba a alguien perfecto. Sólo necesitaba a alguien perfecto para ella.

Sabía lo que pensaban de ella las señoras de la alta sociedad. Decían que era demasiado exigente, que era peor que ser estúpida. Acabaría siendo una solterona… no, eso ya no lo decían. Decían que ya lo era, y era cierto. Era imposible llegar a los veintiocho años sin escuchar esos comentarios a sus espaldas.

O en su propia cara.

Sin embargo, la verdad era que a Eloise no le molestaba en absoluto su situación. O, al menos, no le había molestado hasta ahora.

Jamás se le había ocurrido que sería una solterona toda la vida y, además, le encantaba su vida. Tenía la familia más maravillosa que podía imaginar; eran ocho hermanos, cuyos nombres seguían el orden alfabético, colocándola a ella en el medio, con cuatro hermanos mayores y tres hermanos pequeños. Su madre era un encanto y ya había dejado de insistir en lo del matrimonio. Eloise seguía disfrutando de un lugar prominente en la sociedad; todo el mundo adoraba y respetaba a los Bridgerton, incluso a veces los temían, y ella tenía una personalidad tan alegre e indomable que, solterona o no, todo el mundo quería tenerla como compañía.

Pero, últimamente…

Suspiró, sintiéndose de repente mucho más vieja. Últimamente no había estado tan alegre. Últimamente había empezado a pensar que quizás esas señoras de la alta sociedad tenían razón y que nunca encontraría marido. A lo mejor sí que había sido demasiado quisquillosa, demasiado decidida a seguir el ejemplo de sus hermanos mayores, que habían encontrado un profundo y apasionado amor junto a sus maridos y mujeres (aunque no todo había sido un camino de rosas desde el principio para ellos).

A lo mejor era mejor casarse por respeto mutuo y compañía que quedarse soltera para siempre.

Pero era complicado encontrar a alguien con quien hablar de estos sentimientos. Su madre se había pasado tantos años insistiéndole en que se casara que ahora, por mucho que Eloise la adorara, sería muy difícil volver con el rabo entre las piernas y confesarle que debería haberle hecho caso. Sus hermanos no la hubieran podido ayudar en nada. Anthony, el mayor, seguramente habría asumido la tarea de encontrarle un marido decente a su hermana y luego lo habría intimidado el resto de su vida. Benedict era un soñador y, además, ya casi nunca venía a Londres porque prefería la tranquilidad del campo. Y en cuanto a Colin… bueno, Colin era otra historia totalmente distinta que necesitaría su propio párrafo.

Supuso que podría hablar con Daphne pero, cada vez que iba a verla, su hermana mayor estaba condenadamente feliz y perdidamente enamorada de su marido y de su vida como madre de cuatro hijos. ¿Cómo podría alguien como ella darle consejos a alguien en la situación de Eloise? Y Francesca, en Escocia, parecía que estaba en la otra punta del mundo. Además, Eloise no quería molestarla con sus tonterías. Francesca había enviudado a los veintitrés años, por el amor de Dios. Los temores y las preocupaciones de Eloise palidecían comparados con los de su hermana pequeña.

Y quizá por todo esto la correspondencia con sir Phillip se había convertido en un placer vergonzoso. Los Bridgerton eran una familia muy numerosa, ruidosa y bulliciosa. Era casi imposible guardar secretos, sobre todo sin que sus hermanas se enteraran. La peor era Hyacinth, la pequeña, que si su Majestad la reina la hubiera contratado como espía, seguramente habría ganado la guerra contra Napoleón en la mitad de tiempo.

En cierto modo, sir Phillip era sólo suyo. Lo único que jamás se había visto obligada a compartir con nadie. Guardaba las cartas envueltas y atadas con una cinta color violeta en el fondo del cajón del medio de su escritorio, debajo de todos los papeles que utilizaba para escribir cartas.

Sir Phillip era su secreto. Sólo suyo.

Y, como nunca lo había visto, se lo había imaginado como había querido y basándose en sus cartas. Si alguna vez existía un hombre perfecto, seguro que sería el Phillip Crane de su imaginación.

¿Y ahora quería que se conocieran? ¿En persona? ¿Se había vuelto loco? ¿Y arruinar lo que se suponía que tenía que ser el cortejo perfecto?

Aunque sus ojos habían sido testigo de lo que parecía imposible. Penelope Featherington, su mejor amiga desde hacía más de diez años, se había casado… nada más y nada menos que con Colin. ¡Su propio hermano!

Eloise no hubiera podido sorprenderse más si, aquel día, la luna hubiera caído del cielo y hubiera ido a parar al jardín de su casa.

Se alegraba mucho por Penelope, de verdad. Y por Colin. Seguramente, eran las dos personas que más quería en el mundo, y le encantaba que hubieran encontrado la felicidad. Nadie se la merecía más que ellos.

Pero eso no significaba que su matrimonio no hubiera dejado un enorme vacío en la vida de Eloise.

Suponía que, cuando se imaginaba su vida como solterona e intentaba convencerse de que realmente era lo que quería, Penelope siempre estaba a su lado, también solterona. Estar soltera a los veintiocho años era aceptable, incluso atrevido, siempre que Penelope estuviera soltera a los veintiocho años. No es que no quisiera que su amiga encontrara marido pero, la verdad, parecía algo poco probable. Eloise sabía que Penelope era maravillosa, amable, lista y divertida, pero los hombres casaderos parecían no darse cuenta. En todos esos años desde que se presentó en sociedad, once en total, Penelope no había recibido ni una proposición de matrimonio. Ni siquiera había despertado el más mínimo interés en nadie.

En cierto modo, Eloise contaba con que Penelope seguiría donde estaba y siendo quien era: antes que nada, su amiga. Su compañera de soltería.

Y lo peor, lo que le hacía sentir culpable, era que jamás se había planteado cómo se sentiría Penelope si era ella la que se casaba primero, una posibilidad a la que, sinceramente, siempre había dado más credibilidad.

Pero ahora Penelope tenía a Colin y Eloise sabía que hacían una pareja perfecta. Y ella estaba sola. Sola en medio de un Londres a rebosar. Sola en medio de una familia numerosa y muy cariñosa.

Se hacía difícil imaginar un lugar más solitario.

De repente, la atrevida proposición de sir Phillip, escondida debajo del paquete, en el fondo del cajón y encerrado en una caja con cerradura que había comprado para evitar la tentación de leerla seis veces al día, parecía… bueno, un poco más intrigante.

Y lo fue más durante el día, cuando Eloise estaba cada vez más inquieta y menos satisfecha con el tipo de vida que, tenía que admitirlo, ella misma había escogido.

Así pues, un día, después de ir a visitar a Penelope y de que el mayordomo le dijera que no era un buen momento para que el señor y la señora Bridgerton recibieran visitas (en un tono que hasta Eloise supo qué quería decir), tomó una decisión. Había llegado el momento de coger las riendas de su vida, de decidir su destino en lugar de ir a un baile tras otro con la esperanza de que el hombre perfecto se materializara ante ella, aunque supiera que en Londres, después de una década, no había nadie nuevo y que ya había conocido a todos los hombres casaderos de la ciudad.

Se dijo que eso no quería decir que tuviera que casarse con sir Phillip; sólo estaba investigando lo que parecía una extraordinaria posibilidad. Si no se adaptaban bien, no se casarían. De hecho, ella no le había prometido nada.

Pero si Eloise se caracterizaba por algo era por la rapidez con la que actuaba cuando tomaba una decisión. “No”, se dijo en una impresionante muestra de honradez, al menos para ella. Había dos cosas que la caracterizaban: le gustaba actuar deprisa y era muy tenaz. Una vez, Penelope la describió como un perro cuando encuentra un hueso, que no lo suelta por nada.