– Phillip -gimió ella, pronunciando la palabra dentro de su boca como una bendición.
Él movió las manos hasta que le cubrió los pechos por completo, rozando los pezones con los dedos. Y mientras los apretaba, con delicadeza, apenas podía creerse que aquello estuviera pasando.
Y entonces ya no pudo esperar más. Tenía que verla, tenía que ver cada centímetro de su cuerpo y mirarla a la cara mientras lo hacía. Se separó de ella, interrumpiendo el beso con la promesa susurrada de que volvería.
Cuando bajó la cabeza para mirarla, contuvo la respiración. Todavía no había anochecido y los últimos rayos de sol se filtraban por las cortinas, bañando la piel de Eloise con un color rojo dorado. Los pechos eran más grandes de lo que se había imaginado, redondos y turgentes, y aquello era todo lo que pudo hacer para no llevársela a la cama en ese mismo instante. Sólo podía regocijarse para siempre en esos pechos, quererlos y adorarlos hasta que…
Por Dios, ¿a quién estaba intentando engañar? Hasta que su propia necesidad fue demasiado intensa y reclamó poseerla, penetrarla, devorarla.
Con dedos temblorosos, empezó a desabrocharse la camisa, mirándola como lo observaba quitarse la camisa y entonces se olvidó, se giró y…
Ella gritó.
Phillip se quedó inmóvil.
– ¿Qué te pasó? -preguntó ella, en un susurro.
Phillip no supo por qué se había sorprendido tanto porque sabía que tendría que explicárselo. Era su mujer e iba a verlo desnudo cada día durante el resto de su vida y, si alguien tenía que saber la auténtica naturaleza de sus cicatrices, era ella.
Él podía ignorarlas, porque como estaban en la espalda no se las veía, pero Eloise no tendría esa suerte.
– Me pegaron -dijo, sin girarse. Seguramente, debería haberlo hecho y ahorrarle a Eloise la visión, pero tendría que empezar a acostumbrarse.
– ¿Quién te hizo esto? -preguntó ella, en voz baja y furiosa, y esa rabia llegó al corazón de Phillip.
– Mi padre. -Recordaba perfectamente el día. Tenía doce años, había vuelto de la escuela y su padre le había obligado a acompañarlo de caza. Phillip era un buen jinete, pero no lo bastante para el salto que su padre acababa de dar. A pesar de todo, lo intentó, sabiendo que si no lo hacía lo tacharía de cobarde.
Obviamente, se cayó del caballo. De hecho, el caballo lo tiró. Milagrosamente, no se hizo daño, pero su padre enfureció. La visión de la hombría británica de Thomas Crane era bastante estrecha y, por supuesto, no incluía caídas de caballo. Sus hijos tenían que ser perfectos jinetes, tiradores, campeones de esgrima y boxeadores, y ser siempre los mejores.
Y que Dios se apiadara de ellos si no lo eran.
George había hecho el salto, claro. George siempre era mejor que él. Y también era dos años mayor, dos años más grande, dos años más fuerte. Había intentado interceder para evitar el castigo pero, entonces, Thomas también la había emprendido con él, por meterse donde no lo llamaban. Phillip tenía que aprender a ser un hombre y Thomas no toleraría que nadie interfiriera, ni siquiera George.
Phillip no sabía en qué había sido distinto el castigo de ese día; normalmente, su padre usaba un cinturón que, encima de la camisa, no dejaba señales. Pero aquel día estaban cerca de los establos y la fusta del caballo le quedaba más a mano, y su padre lo golpeó con rabia, incluso más de lo habitual.
Cuando la fusta rompió la camisa de Phillip, Thomas no se detuvo.
Fue la única vez que las palizas de su padre le dejaron señal.
Aunque era una señal con la que tendría que convivir el resto de su vida.
Miró a Eloise, que lo estaba mirando con unos ojos extrañamente intensos.
– Lo siento -dijo él, aunque no era verdad. No tenía que pedir perdón por nada, excepto por haber compartido con ella el horror de su niñez.
– Yo no lo siento -gruñó ella, entrecerrando los ojos.
Phillip abrió los ojos, sorprendido.
– Estoy furiosa.
Y, entonces, Phillip no pudo evitarlo. Se rió. Echó la cabeza hacia atrás y se rió. Era absolutamente perfecta, allí desnuda y furiosa, dispuesta a ir hasta el mismísimo infierno para enfrentarse a su padre.
Eloise se quedó un poco aturdida porque Phillip decidiera echarse a reír justo en aquel momento pero, luego, ella también lo hizo, como si hubiera reconocido la importancia del momento.
Phillip la tomó de la mano y, desesperado porque lo tocara, se la acercó al corazón, presionándola hasta que estuvo totalmente plana en su pecho, encima de la suave mata de pelo.
– ¡Qué fuerte estás! -susurró ella, acariciándole la piel-. No tenía ni idea que trabajar en el invernadero fuera tan duro.
Se sintió como un adolescente, totalmente complacido por ese halago. Y el recuerdo de su padre desapareció.
– También trabajo la tierra -dijo, un poco tonto, incapaz de decir un simple “gracias”.
– ¿Con los peones? -preguntó ella.
Phillip la miró divertido.
– Eloise Bridgerton…
– Crane -lo corrigió ella.
Cuando la escuchó, Phillip rió de satisfacción.
– Crane -repitió-. No me digas que has tenido fantasías secretas con los peones.
– Claro que no -dijo ella-. Aunque…
Phillip no iba a dejar pasar la oportunidad de que esa palabra se perdiera en el aire.
– ¿Aunque? -le preguntó.
Ella estaba un poco avergonzada.
– Bueno, es que parecen tan… elementales… bajo el sol, trabajando.
Él sonrió. Muy despacio, como un hombre que está a punto de regodearse en su sueño hecho realidad.
– Oh, Eloise -dijo, besándole el cuello y bajando más y más-. No tienes ni idea de comportamientos elementales. Ni idea.
Y entonces hizo lo que había soñado durante días; bueno una de las cosas que había soñado durante días: le cubrió el pezón con la boca, le recorrió la suave aureola con la lengua hasta que, al final, cerró los labios y succionó aquel punto de placer.
– ¡Phillip! -exclamó Eloise, dejándose caer.
Phillip la levantó en brazos y la llevó a la cama, que ya estaba preparada para los recién casados. La dejó encima de las sábanas, disfrutando de aquella visión antes de proceder a quitarle las medias, que era lo único que llevaba. Eloise, instintivamente, se cubrió el sexo con las manos, y Phillip le permitió la modestia, sabiendo que pronto le tocaría a él.
Colocó los dedos debajo de una de las medias, acariciándola a través de la fina seda antes de hacerla resbalar por la pierna. Eloise gimió cuando notó sus dedos en las rodillas y Phillip no pudo evitar mirarla y preguntarle:
– ¿Tienes cosquillas?
Ella asintió.
– Y más.
Y más. Le encantaba. Le encantaba que sintiera más, que quisiera más.
Con la otra media no se entretuvo tanto y luego se quedó de pie junto a ella, desabrochándose los pantalones. Se detuvo un momento y la miró, esperando que, con los ojos, le dijera que estaba preparada.
Y luego, con una velocidad y una agilidad que jamás hubiera creído que tuviera, se desnudó y se tendió junto a ella. Al principio, Eloise se tensó pero luego, mientras Phillip la acariciaba y la tranquilizaba besándole las sienes y los labios, se fue relajando.
– No tienes por qué tener miedo -le dijo él.
– No tengo miedo -respondió ella.
Phillip levantó la cabeza y la miró a los ojos.
– ¿No?
– Estoy nerviosa, pero no tengo miedo.
Phillip meneó la cabeza, maravillado.
– Eres magnífica.
– Ya se lo digo a todo el mundo -dijo ella, encogiéndose de hombros- pero, por lo visto, eres el único que me cree.
Phillip se rió, meneando la cabeza, casi sin acabarse de creer que estuviera allí, en su noche de bodas, riéndose. Ya le había hecho reír dos veces esa noche y empezaba a darse cuenta del regalo que era Eloise. Un regalo increíble e inestimable con el que había sido bendecido.