Le pareció increíble, totalmente increíble y más que maravilloso tener un marido que estaba tan loco por ella. Durante el día, no se veían demasiado; él tenía su trabajo y ella el suyo, bueno si llevar la casa se podía considerar un trabajo. Sin embargo, por la noche, después de los cinco minutos que le daba para el aseo personal; habían empezado siendo veinte pero, progresivamente, se habían ido reduciendo hasta el punto que, incluso en los pocos minutos que ahora le daba, lo escuchaba pasear impaciente por la habitación…
Por la noche, se abalanzaba sobre ella como un hombre poseído. Bueno, más bien como un hombre hambriento. Parecía tener una energía infinita y siempre estaba probando cosas nuevas, colocándola en posiciones nuevas, tomándole el pelo y atormentándola hasta que Eloise gritaba y suplicaba, aunque nunca sabía si porque quería que se detuviera o que continuara.
Le había dicho que no había sentido pasión por Marina pero a Eloise le costaba creerlo. Era un hombre de grandes apetitos; era una manera tonta de decirlo, pero no se le ocurría otra, y lo que hacía con las manos…
Y con la boca…
Y con los dientes…
Y con la lengua…
Volvió a sonrojarse. Todo eso… bueno, una mujer debería estar medio muerta para no reaccionar.
Miró las columnas de números en el libro de contabilidad. No se habían sumado solos por arte de magia mientras ella soñaba despierta, y cada vez que intentaba concentrase, empezaban a bailar ante su atónita mirada. Miró por la ventana; desde allí no veía el invernadero de Phillip, pero sabía que estaba allí al lado y que él estaba dentro, trabajando, cortando hojas, plantando semillas y lo que fuera que hiciera ahí metido todo el día.
Todo el día.
Frunció el ceño. Era la verdad. Phillip se pasaba el día entero en el invernadero y, a menudo, incluso le llevaban la comida del mediodía en una bandeja. Sabía que no era extraño que marido y mujer llevaran vidas separadas de día y, en algunos casos, también de noche, pero es que sólo llevaban casados una semana.
Y, en realidad, Eloise todavía estaba conociendo al hombre que se había convertido en su marido. La boda había sido tan precipitada; apenas sabía nada de él. Sí, sabía que era un hombre honesto, honorable y que la trataría bien, y ahora también sabía que poseía un lado carnal que ella jamás hubiera adivinado bajo aquella apariencia reservada.
Sin embargo, aparte de lo que le había explicado de su padre, no sabía nada de sus experiencias, sus opiniones, qué había pasado en su vida para que se hubiera convertido en el hombre que era ahora. A veces, intentaba mantener una conversación con él, y en ocasiones lo conseguía, pero casi siempre fracasaba.
Porque Phillip no parecía dispuesto a hablar cuando podía besar. Y aquello, inevitablemente, acababa en la habitación, donde se olvidaban de las palabras.
Y, en las pocas ocasiones en que había conseguido entablar una conversación, sólo sirvió para frustrarla más. Ella le preguntaba cualquier cosa acerca de la casa y él se limitaba a encogerse de hombros y a decirle que hiciera lo que le pareciera mejor. A veces, Eloise se preguntaba si únicamente se había casado con ella para que le llevara la casa.
Ah, y para tener un cuerpo caliente en la cama, claro.
Sin embargo, tenía que haber más. Eloise sabía que un matrimonio debía ser más que eso. No recordaba mucho de la relación entre sus padres, pero había visto la de sus hermanos con sus mujeres y creía que Phillip y ella podrían llegar a ser tan felices como ellos si pudieran pasar más tiempo juntos fuera de la habitación.
De repente, se levantó y caminó hasta la puerta. Tenía que hablar con él. No había ningún motivo por el que no pudiera ir al invernadero a hablar con él. A lo mejor, incluso le agradecería que se interesara por su trabajo.
No es que fuera a interrogarlo, pero una o dos preguntas, mezcladas en la conversación, no podían hacerle daño. Y si él le dejaba entrever que lo estaba interrumpiendo, se marcharía enseguida.
Sin embargo, le vinieron a la cabeza las palabras de su madre.
“No presiones demasiado. Ten paciencia.”
Con una fuerza de voluntad inaudita en ella, y que iba totalmente en contra de su naturaleza, dio media vuelta y se sentó otra vez.
Su madre nunca se había equivocado a la hora de darle consejos sobre las cosas realmente importantes y, si le había dicho precisamente aquello la noche de su boda, Eloise sospechaba que debería hacerle caso.
Con el ceño fruncido, pensó que se debería referir a esto cuando le dijo que le diera tiempo.
Colocó las manos debajo de los muslos, como si así quisiera evitar que la guiaran hasta la puerta. Miró por la ventana pero enseguida tuvo que apartar la mirada porque era consciente de que el invernadero estaba allí, muy cerca.
Apretando la mandíbula, pensó que aquel no era su estado natural. Nunca había sido capaz de estar sentada y sonriente todo el día. A ella le gustaba moverse, hacer cosas, explorar, investigar. Y, para ser sincera, molestar, conversar y opinar con cualquiera que quisiera escucharla.
Frunció el ceño y suspiró. Dicho así, no parecía una persona demasiado atractiva.
Intentó recordar el discurso de su madre la noche de su boda. Seguro que había algo positivo en sus palabras. Su madre la quería. Debía de haberle dicho algo bueno. ¿No le había dicho algo de que era encantadora?
Suspiró. Si no recordaba mal, su madre le había dicho que su impaciencia siempre le había parecido encantadora, que no era lo mismo que opinar que los buenos modales de alguien eran encantadores.
Aquello era horrible. Tenía veintiocho años, por el amor de Dios. Se había pasado la vida siendo perfectamente feliz cómo era y estando completamente satisfecha con cómo se comportaba.
Bueno, casi perfectamente feliz. Sabía que hablaba demasiado y que, a veces, podía ser un poco directa y, sí, a algunos no les gustaba, pero a muchos otros sí, y ya hacía tiempo que había decidido que ya estaba bien.
Así que, ¿por qué ahora? ¿Por qué, de repente, estaba tan insegura de sí misma, tan temerosa de decir o hacer algo malo?
Se levantó. No podía soportarlo, la indecisión, la pasividad. Seguiría el consejo de su madre y le daría a Phillip un poco de intimidad, pero no podía seguir allí sentada sin hacer nada.
Miró las cuentas. Por Dios. Si hubiera hecho lo que se suponía que tenía que haber hecho, no habría estado sentada sin hacer nada.
Un poco irritada, cerró el libro de contabilidad. No importaba que pudiera hacer las sumas porque sabía perfectamente que no lo haría, incluso si se quedara allí sentada horas y horas, así que sería mejor que saliera e hiciera cualquier otra cosa.
Los niños. Claro. Hacía una semana que se había convertido en esposa, pero también en madre. Y si había alguien que necesitaba que se entrometiera en su vida, eran Oliver y Amanda.
Animada por aquel nuevo objetivo en su vida, abrió la puerta sintiéndose otra vez como la Eloise de siempre. Tenía que repasar la lección con ellos, asegurarse que estaban progresando. Oliver tendría que prepararse para ir a Eton, donde tenía que entrar en otoño.
Y también estaba el tema de la ropa. Casi toda se les había quedado pequeña y Amanda debería llevar algo más bonito y…
Suspiró, satisfecha, mientras subía corriendo las escaleras. Ya estaba contando con los dedos todo lo que tendría que hacer; tendría que avisar a la modista y al sastre, y revisar los anuncios solicitando más tutores, porque los niños tenían que aprender francés, a tocar el pianoforte y, obviamente, a sumar. ¿Eran todavía demasiado jóvenes para aprender a dividir?
Con energías renovadas, abrió la puerta y entonces…
Se quedó de piedra intentando averiguar qué estaba pasando.
Oliver tenía los ojos rojos, como si hubiera estado llorando, y Amanda se sorbía la nariz, secándosela con el anverso de la mano. Los dos respiraban de manera entrecortada, como cuando uno está alterado.