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– ¿Pasa algo? -preguntó, mirando primero a los niños, y luego a la niñera.

Los gemelos no dijeron nada, pero la miraron con ojos implorantes.

– ¿Niñera Edwards? -preguntó Eloise.

La niñera tenía la boca torcida en un gesto muy desagradable.

– Sólo están enfurruñados porque los he castigado.

Eloise asintió muy despacio. No le sorprendía en lo más mínimo que Oliver y Amanda hubieran hecho algo que mereciera castigo pero, a pesar de todo, allí había algo extraño. Quizás era aquella mirada desesperada en sus ojos, como si hubieran intentado desafiar a la niñera y se hubieran dado por vencidos.

Y no es que ella aprobara los desafíos, y mucho menos en contra de la niñera, que tenía que mantener su posición de autoridad, pero tampoco quería ver esa mirada en los ojos de los niños, tan derrotada, tan sumisa.

– ¿Por qué los ha castigado? -preguntó Eloise.

– Por dirigirse a mí de manera irrespetuosa -dijo la niñera inmediatamente.

– Entiendo -suspiró Eloise. Seguramente se lo habían merecido; lo solían hacer a menudo y era algo que ella les había recriminado varias veces-. ¿Y cómo los ha castigado?

– Les he golpeado los nudillos -respondió la niñera, con la espalda erguida, muy orgullosa.

Eloise se obligó a relajar la mandíbula. No estaba de acuerdo con el castigo físico pero, al mismo tiempo, golpearles los nudillos a los niños era una técnica que se aplicaba incluso en las mejores escuelas. Estaba segura que todos sus hermanos habrían pasado por lo mismo en Eton; no podía imaginárselos tantos años en el colegio sin hacer alguna que otra gamberrada.

No obstante, no le gustaba la mirada de los niños, así que se llevó a la niñera Edwards a un aparte y, en voz baja, le dijo:

– Entiendo que necesitan disciplina pero, si tiene que volver a hacerlo, debo pedirle que no los golpee tan fuerte.

– Si no lo hago fuerte -dijo la niñera, bastante seca-, no aprenden la lección.

– Ya juzgaré yo si aprenden o no la lección -dijo Eloise, reaccionando ante el tono de aquella mujer-. Y no se lo estoy pidiendo. Se lo estoy diciendo. Son niños y tiene que ser más cuidadosa.

La niñera Edwards apretó los labios pero asintió. Una única vez, para demostrar que, aunque no estaba de acuerdo, haría lo que le mandaran. También dejó claro que no estaba de acuerdo con la intromisión de Eloise.

Ésta se giró hacia los niños y, en voz alta, dijo:

– Estoy segura que, por hoy, ya han aprendido la lección. Quizá podrían hacer una pausa y venirse conmigo.

– Estamos estudiando caligrafía -dijo la niñera Edwards-. No nos podemos permitir perder más tiempo. Sobre todo, si me tengo que encargar de hacerles de niñera y de institutriz.

– Le aseguro que solucionaré este problema cuanto antes -dijo Eloise-. Y, para empezar, me gustaría darles yo la clase de caligrafía. Le aseguro que no se retrasarán.

– No creo que…

Eloise le lanzó una mirada que la hizo callar. Era una Bridgerton y sabía cómo tratar a los sirvientes tozudos.

– Sólo tiene que informarme de por dónde iban.

La niñera estaba muy enfadada pero le dijo a Eloise que, esta mañana, estaban practicando la M, la N y la O.

– Mayúsculas y minúsculas -añadió, muy seca.

– Muy bien -dijo Eloise, en un tono más animado y decidido-. Estoy segura que puedo enseñárselo yo.

La niñera Edwards se sonrojó ante el sarcasmo de Eloise.

– ¿Es todo? -gruñó.

Eloise asintió.

– Sí. Puede marcharse. Disfrute de su tiempo que, seguramente es menos del que se merece, haciendo de niñera y de institutriz, y haga el favor de volver para la comida de los niños.

Con la cabeza bien alta, la niñera Edwards salió de la habitación.

– Bueno -dijo Eloise, girándose hacia los niños, que todavía estaban sentados en su pequeña mesa, mirándola como si fuera una especie de hada que hubiera bajado a la tierra a salvarlos de la bruja malvada-. ¿Empezamos a…?

Sin embargo, no pudo terminar la pregunta porque Amanda se había abalanzado sobre ella, abrazándola por la cintura con tanta fuerza que Eloise había retrocedido hasta apoyar la espalda en la pared. Y Oliver se unió a su hermana.

– Bueno, bueno -dijo Eloise, acariciándoles la cabeza, confundida-. ¿Qué os pasa?

– Nada -dijo Amanda, con la cabeza escondida.

Oliver se separó y se puso derecho como el hombrecito que siempre le decían que tenía que ser. Sin embargo, arruinó el efecto al limpiarse la nariz con la mano.

Eloise le dio un pañuelo.

El niño lo usó, le dio las gracias y dijo:

– Usted nos gusta mucho más que la niñera Edwards.

Eloise no podía imaginarse a nadie peor que esa mujer y, para sus adentros, se dijo que debía encontrarle una sustituta cuanto antes. Pero no iba a decírselo a los niños porque, seguramente, se lo dirían a ella y la niñera iría a pedirle explicaciones y se marcharía, dejándoles con un problema todavía mayor, o lanzaría su cólera contra los niños, y eso no pensaba permitirlo.

– Sentémonos -dijo, llevándoselos a la mesa-. No sé vosotros, pero no me apetece nada decirle que no hemos repasado la M, la N y la O.

Y, en ese momento, pensó: “Tengo que hablar de esto con Phillip.”

Miró las manos de Oliver. No parecía que hubieran recibido una buena reprimenda pero sí que había un nudillo un poco más colorado. Igual se lo había imaginado pero, de todas formas…

Tenía que hablar con Phillip. Lo antes posible.

Mientras trasplantaba una planta de semillero, Phillip canturreaba, plenamente consciente de que antes de su boda con Eloise trabajaba en silencio.

Nunca le había apetecido silbar, nunca había tenido ganas de cantar o de canturrear pero ahora… bueno, ahora parecía como si la música flotara en el aire, flotara a su alrededor. Estaba más relajado y ya no notaba aquellos puntos de presión en los hombros.

Casarse con Eloise había sido, sencillamente, lo mejor que podría haber hecho. Diablos, incluso iría más lejos y diría que era lo mejor que había hecho en su vida.

Por primera vez en mucho tiempo, era feliz.

Y ahora parecía algo tan sencillo.

No estaba seguro de si antes sabía que no lo era. Algunas veces se reía y se divertía, sí. No había vivido en un perpetuo sentimiento de infelicidad, como Marina.

Sin embargo, no era feliz. No como ahora, que se levantaba cada día con la sensación de que el mundo era maravilloso, que todavía lo sería cuando se acostara por la noche y que, al día siguiente, cuando se levantara, seguiría siéndolo.

No recordaba la última vez que se había sentido así. Seguramente, fue en la universidad cuando había descubierto, por primera vez, la emoción del mundo intelectual y donde estaba lo suficientemente lejos de su padre como para no tener que preocuparse por la constante amenaza de la vara para castigarlo.

Era difícil explicar lo mucho que Eloise había mejorado su vida. En la cama, por supuesto, ya que era mucho mejor de lo que jamás hubiera imaginado. Si alguna vez hubiera soñado que las relaciones sexuales podían ser tan espléndidas, no habría esperado tanto tiempo a tenerlas. En realidad, a juzgar por su apetito sexual, no hubiera podido.

Pero no lo sabía. Las relaciones con Marina no habían sido para nada así. Ni con ninguna de las mujeres con las que había estado en la universidad, antes de casarse.

Sin embargo, y para ser totalmente sincero consigo mismo, y era difícil teniendo en cuenta la reacción de su cuerpo ante Eloise, su estado de felicidad no se debía principalmente al contacto físico.

Se debía a esa sensación, a esa certeza de que, por fin, y por primera vez desde que era padre, había hecho lo mejor para sus hijos.

Nunca había sido un padre perfecto. Lo sabía y, aunque detestara admitirlo, lo aceptaba. Pero, al final, había hecho lo mejor que podía hacer: les había encontrado una madre perfecta.