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Y, al hacerlo, era como si le hubieran quitado quinientos kilos de culpabilidad de encima.

No le extrañaba que sintiera más relajados los músculos de la espalda.

Podía encerrarse en el invernadero por la mañana y no preocuparse por nada. No recordaba la última vez que lo había hecho; sencillamente, se iba a trabajar y lo hacía sin perder los nervios cada vez que escuchaba un ruido o un grito. O la última vez que había sido capaz de concentrarse en su trabajo sin echarse la culpa de esto o lo otro y ser incapaz de pensar en otra cosa que en sus fallos como padre.

Ahora, en cambio, se metía allí y se olvidaba de sus preocupaciones. Bueno, es que no tenía preocupaciones.

Era magnífico. Mágico.

Un alivio.

Y si alguna vez su mujer lo miraba de manera que quería que dijera o hiciera algo distinto… bueno, sería porque él era un hombre y ella una mujer, y los hombres nunca entenderían a las mujeres y, en realidad, debería estar agradecido de que Eloise casi siempre dijera lo que pensaba; eso era muy bueno, ya que así él no tenía que estar rompiéndose la cabeza para averiguar qué esperaba de él.

Eso era algo que su hermano siempre le había dicho. “Cuidado con las mujeres que hacen muchas preguntas. Nunca contestarás lo que quieren oír.”

Phillip sonrió, recordando aquello. Visto así, no tenía que preocuparse por si, ocasionalmente, sus conversaciones acababan en nada. Casi siempre, acababan en la cama, y a él le parecía perfecto.

Bajó la mirada hacia la protuberancia que tenía entre las piernas. Maldita sea. Iba a tener que dejar de pensar en su mujer durante el día. O, al menos, encontrar la manera de volver discretamente a casa en ese estado y buscarla en seguida.

Y entonces, casi como si supiera que Phillip estaba allí de pie pensando en lo perfecta que era, y quisiera demostrárselo una vez más, abrió la puerta del invernadero y asomó la cabeza.

Phillip miró a su alrededor y se preguntó por qué demonios lo había construido todo en cristal. Si Eloise tenía la intención de ir a visitarlo de forma regular, tendría que instalar alguna especie de pantalla de intimidad.

– ¿Interrumpo?

Phillip se quedó pensativo. En realidad, sí que lo interrumpía porque estaba en medio de un experimento, pero no le importó. Y eso resultó ser extraño y agradable al mismo tiempo. Hasta ahora, las interrupciones lo irritaban mucho. Incluso si se trataba de alguien que apreciaba, a los pocos minutos ya estaba deseando que se fueran y lo dejaran solo para seguir con lo que estaba haciendo.

– En absoluto -dijo-, si no te molesta mi aspecto.

Eloise lo miró, se fijó en la suciedad y el barro, incluso en la mancha que Phillip sabía que tenía en la mejilla izquierda, y meneó la cabeza.

– Para nada.

– ¿Qué te preocupa?

– Es la niñera de los gemelos -dijo, sin ningún preámbulo-. No me gusta.

Aquello no era lo que Phillip se esperaba. Dejó la pala en el suelo.

– ¿No te gusta? ¿Qué le pasa?

– No lo sé muy bien. Pero no me gusta.

– Bueno, no me parece una razón de peso para despedirla.

Eloise apretó los labios y, como estaba empezando a aprender, Phillip entendió que se estaba enfadando.

– Les ha golpeado en los nudillos.

Él suspiró. No le gustaba la idea de que alguien golpeara a sus hijos, pero sólo eran unos golpes en los nudillos. Nada que no sucediera en cualquier escuela del país. Además, pensó con resignación, no es que sus hijos fueran un modelo de buen comportamiento. Y entonces, con ganas de gruñir, dijo:

– ¿Se lo merecían?

– No lo sé -admitió Eloise-. No estaba allí. Dijo que le habían faltado al respeto.

Phillip notó cómo le empezaban a pesar un poco los hombros.

– Por desgracia -dijo-, no me cuesta creerlo.

– No, a mí tampoco -dijo Eloise-. Son unos monstruos pero, en cualquier caso, me pareció que había algo raro.

Phillip se apoyó en la mesa de trabajo, estirando a Eloise de la mano hasta que la atrajo hacia sí.

– Entonces, averigua qué es.

Eloise abrió la boca, sorprendida.

– ¿No quieres hacerlo tú?

Él se encogió de hombros.

– No soy yo el que está preocupado. Jamás he tenido motivos para dudar de la niñera Edwards pero, si a ti te parece que hay algo raro, deberías investigarlo. Además, seguro que lo harás mucho mejor que yo.

– Pero… -Se retorció un poco cuando Phillip la atrajo hacia él y le acarició el cuello-, eres su padre.

– Y tú, su madre -dijo, hablando y respirando agitado contra su piel. Lo volvía loco y estaba muy excitado; si pudiera conseguir hacerla callar, seguramente podría llevársela a la habitación, donde se divertirían mucho más que allí-. Me fío de ti -dijo, creyendo que aquello la apaciguaría y, además, era la verdad-. Por eso me casé contigo.

Obviamente, Eloise no se esperaba aquella respuesta.

– Por eso… ¿qué?

– Bueno, por esto también -murmuró él, intentando imaginarse en lo mucho que podría acariciarla si no se interpusiera tanta ropa entre ellos.

– ¡Phillip, basta! -exclamó, soltándose.

¿Qué demonios?

– Eloise -dijo él, con cautela porque, aunque su experiencia era limitada, sabía que debía tener mucho cuidado con una mujer enfadada-, ¿qué pasa?

– ¿Qué pasa? -preguntó ella, con un peligroso brillo en los ojos-. ¿Cómo puedes preguntarme eso?

– Bueno -dijo él, despacio y con un poco de sarcasmo-, quizás porque no sé qué pasa.

– Phillip, ahora no es el mejor momento.

– ¿Para preguntarte qué pasa?

– ¡No! -exclamó, casi gritando.

Phillip retrocedió un poco. Por precaución, se dijo. Seguro que a eso se limitaba la participación masculina en las disputas maritales. Precaución pura y dura.

Eloise empezó a agitar el brazo en el aire.

– Para esto.

Phillip miró a su alrededor. Señalaba a la mesa de trabajo, a las macetas con guisantes, al cielo, a los cristales del invernadero.

– Eloise -dijo, en un deliberado tono neutro-, no me considero un hombre estúpido, pero no tengo ni la menor idea de lo que estás diciendo.

Eloise abrió la boca, sorprendida, y Phillip comprendió que se había metido en un buen lío.

– ¿No lo sabes? -le preguntó.

Él debería haber hecho caso de sus propias palabras y protegerse, pero algún diablillo, seguro que era un diablillo masculino furioso, lo obligó a decir:

– No puedo leer la mente, Eloise.

– No es el mejor momento -gruñó ella, al final-, para intimar.

– Bueno, por supuesto que no -asintió él-. Aquí no tenemos intimidad. Pero -sólo con pensarlo, ya dibujó una sonrisa-, siempre podríamos volver a casa. Sé que es pleno día pero…

– ¡No me refería a eso!

– Muy bien -dijo él, cruzándose de brazos-. Me rindo. ¿A qué te refieres, Eloise? Porque te aseguro que no tengo ni la menor idea.

– Hombres -dijo ella, entre dientes.

– Me lo tomaré como un cumplido.

La mirada de Eloise podría haber helado el Támesis. Casi congeló el deseo de Phillip, algo que lo irritó muchísimo porque había imaginado aliviarse de otra manera totalmente distinta.

– No era esa mi intención -dijo ella.

Phillip se dejó caer en la mesa de trabajo de una manera informal para irritarla un poco.

– Eloise -dijo, suavemente-, intenta demostrar un poco de respeto por mi inteligencia.

– Es difícil cuando demuestras tan poca -respondió ella.

Y aquello fue la gota que hizo rebosar el vaso.

– ¡Ni siquiera sé por qué estamos discutiendo! -estalló-. Primero caes rendida en mis brazos y después te pones a chillar como una histérica.

Eloise meneó la cabeza.

– Nunca he caído rendida en tus brazos.

Phillip sintió como si el suelo que lo aguantaba hubiera desaparecido de golpe.