Su orgullo no quería que nadie supiera que estaba deprimida, pero el corazón necesitaba un hombro sobre el que llorar.
Y, al final, pudo más el corazón.
Phillip se pasó las siguientes horas caminando por sus tierras, arrancando hierbajos del suelo.
Y eso lo mantuvo bastante ocupado porque, como estaba en tierras sin cultivar, casi todo se podía considerar hierbajos, si se ponía quisquilloso.
Y estaba en plan quisquilloso. Incluso más. Si hubiera podido, lo habría arrancado todo.
Y más él, un botánico.
Sin embargo, ahora no le apetecía plantar nada, no quería ver florecer nada. Quería arrancar, pisotear y destrozar. Estaba enfadado, frustrado, furioso consigo mismo y furioso con Eloise y estaba más que dispuesto a estar furioso con cualquiera que se cruzara en su camino.
Sin embargo, después de una tarde de patalear, pisotear y arrancar de cuajo flores salvajes y hierbas, se sentó en una roca y dejó caer la cabeza entre las manos.
Demonios.
Qué estúpido.
Había sido un completo estúpido y lo más irónico era que creía que eran felices.
Creía que su matrimonio era perfecto y todo ese tiempo, bueno, de acuerdo, sólo había sido una semana pero, en su opinión, había sido una semana perfecta. Y Eloise había sido desgraciada.
Quizá desgraciada no, pero no había sido feliz.
Bueno, quizás un poco, pero no estaba extasiada de felicidad como él.
Y ahora tenía que hacer algo al respecto, que era lo último que quería hacer. Hablar con Eloise, hacerle preguntas e intentar deducir qué había pasado, intentar descubrir cómo arreglarlo; en estas cosas siempre metía la pata.
Aunque no tenía más opciones, ¿no? En parte, se había casado con Eloise, bueno en parte no, se había casado con ella por eso, porque quería que se encargara de las tareas de casa que a él tanto lo molestaban, para que él se pudiera dedicar a lo que de verdad le importaba. El cariño que cada vez más empezaba a sentir por ella era sólo un añadido inesperado.
Sin embargo, sospechaba que el matrimonio no podía considerarse como una de esas tareas de casa y no podía dejar que todo el peso recayera en Eloise. Y, por muy dolorosa que pudiera resultar una conversación totalmente sincera con ella, sabía que tendría que arriesgarse.
Gruñó. Seguramente, Eloise le preguntaría cuáles eran sus sentimientos. ¿Tan difícil era para las mujeres entender que los hombres no hablaban de sus sentimientos? Demonios, la mitad de los hombres ni siquiera los tenían.
O, a lo mejor, podría tomar el camino fácil y, sencillamente, disculparse. No sabía muy bien por qué lo estaría haciendo, pero la complacería y la haría feliz, que era lo que importaba.
No quería que Eloise fuera infeliz. No quería que se arrepintiera de haberse casado con él, ni siquiera un segundo. Quería que su matrimonio volviera a ser como él lo había imaginado: tranquilo y relajado de día, feroz y apasionado de noche.
Retomó el camino hacia Romney Hall, ensayando mentalmente lo que le diría, aunque frunció el ceño cuando se dio cuenta de lo necio que sonaba.
Sin embargo, todos sus esfuerzos fueron en vano porque, cuando llegó a casa y se encontró con Gunning, el mayordomo le dijo:
– No está aquí.
– ¿Qué quiere decir con que no está aquí? -preguntó Phillip.
– No está aquí, señor. La señora se ha ido a casa de su hermano.
A Phillip se le hizo un nudo en el estómago.
– ¿Qué hermano?
– Creo que el que vive aquí cerca.
– ¿Lo cree?
– Estoy casi seguro -se corrigió Gunning.
– ¿Y ha dicho cuándo pensaba regresar?
– No, señor.
Phillip maldijo entre dientes. Eloise no podía haberlo dejado. No era de las que saltaba por la borda de un barco que se hundía, al menos no hasta asegurarse que todos los demás estaban a salvo.
– No se ha llevado ninguna maleta, señor -dijo Gunning.
Ah, ahora sí que se quedaba más tranquilo. Hasta el mayordomo sentía la necesidad de decirle que su mujer no lo había abandonado.
– Puede retirarse, Gunning -dijo Phillip, con los dientes apretados.
– Muy bien, señor -dijo Gunning. Inclinó la cabeza, como siempre hacía antes de salir de la sala.
Phillip se quedó de pie en el pasillo varios minutos, con los brazos caídos a los lados. ¿Qué demonios se suponía que tenía que hacer, ahora? No iba a salir detrás de Eloise como un loco. Si tanto quería estar lejos de él, juraba por Dios que se lo pondría muy fácil.
Empezó a caminar hacia su despacho, donde podría refunfuñar y enfadarse en privado pero, justo cuando estaba a escasos metros de la puerta, se fijó en el reloj de pie que había al final del pasillo. Eran las tres pasadas, la hora que los niños solían bajar a comer algo antes de la hora de la cena. Antes de casarse, Eloise lo había acusado de no preocuparse demasiado de sus hijos.
Apoyó las manos en las caderas, girando el pie inseguro, como si no acabara de decidir hacia dónde ir. Podía subir a la sala de juegos y pasar unos minutos con sus hijos, que seguro que no se lo esperaban. No es que tuviera otra cosa más importante que hacer aparte de quedarse ahí de pie esperando que su mujer volviera a casa. Y, cuando lo hiciera… bueno, no tendría ninguna queja, no después de que Phillip hubiera encajado su enorme cuerpo en una de esas diminutas sillas y hubiera compartido leche y galletas con los niños.
Muy decidido, dio media vuelta y subió las escaleras hasta la habitación de los niños, que estaba en el último piso, con el techo inclinado. Eran las mismas habitaciones en las que él había crecido, con los mismos muebles y los mismos juguetes y, seguramente, con la misma grieta en el techo encima de las camas, la que parecía dibujar la silueta de un pato.
Phillip frunció el ceño mientras llegaba al rellano del tercer piso. Debería ir a ver si la grieta seguía allí y, si así era, preguntarles a los niños a qué creían que se parecía. George, su hermano, siempre había dicho que parecía un cerdo, pero Phillip nunca comprendió cómo podía confundir un pico con un morro.
Meneó la cabeza. Por Dios, cómo se podía confundir un pato con un cerdo. Jamás lo había entendido. Incluso el…
Se detuvo en seco, a dos puertas de la habitación de los niños. Había escuchado algo y no estaba seguro de qué había sido, aunque sí que supo que no le había gustado. Era un…
Se quedó escuchando.
Era un golpe.
La primera reacción fue correr hacia allí y abrir la puerta de golpe pero se contuvo cuando vio que estaba medio abierta, así que se acercó sigilosamente y miró qué estaba pasando allí dentro.
Y necesitó menos de un segundo para entenderlo.
Oliver estaba acurrucado en el suelo, sacudiéndose por el llanto, y Amanda estaba de pie, frente a la pared, abrazándose los brazos con sus pequeñas manos y llorando mientras la niñera le golpeaba en la espalda con un enorme libro.
Phillip abrió la puerta con tanta fuerza que a punto estuvo de arrancarla del marco.
– ¿Qué demonios cree que está haciendo? -gritó.
La niñera Edwards se giró, sorprendida, pero antes que pudiera abrir la boca, Phillip le arrancó el libro de las manos y lo tiró contra la pared.
– ¡Sir Phillip! -exclamó la niñera, asustada.
– ¿Cómo se atreve a golpear así a los niños? -dijo, con la voz llena de ira-. Y con un libro.
– Recibí órdenes de no…
– Y lo hizo donde nadie lo vería. -Sintió que se estaba poniendo muy nervioso, que estaba a punto de estallar-. ¿A cuántos niños ha pegado, asegurándose de sólo dejarles marcas donde nadie las vería?
– Me han faltado al respeto -dijo la niñera, muy orgullosa-. Se merecían un castigo.
Phillip se le acercó tanto que ella tuvo que retroceder.
– Quiero que se vaya de mi casa -le dijo.