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– Me dijo que les enseñara disciplina como mejor me pareciera -protestó la niñera Edwards.

– ¿Y le parece que esto es lo mejor? -dijo Phillip, entre dientes, haciendo acopio de todas sus fuerzas para mantener los brazos pegados al cuerpo. Quería agitarlos, quería coger un libro y golpear a esa mujer igual que ella había hecho con sus hijos.

Pero se contuvo. No sabía cómo, pero lo hizo.

– ¿Pegarles con un libro? -continuó, muy furioso.

Miró a sus hijos; estaban arrinconados contra la pared, seguramente tan asustados de ver a su padre así como de los castigos de la niñera. Lo ponía enfermo ver que lo estaban mirando de aquella manera, al borde de perder totalmente los nervios, pero no podía hacer nada para tranquilizarse.

– No vi ninguna vara -dijo la niñera, con altanería.

Y aquello era lo peor que le podía haber dicho a Phillip. Notó que se enfurecía todavía más y luchó contra la rabia que le estaba obnubilando la vista. Hace años, había una vara en esa habitación; el gancho todavía estaba en la pared, al lado de la ventana.

Phillip la había quemado el día del funeral de su padre; se había quedado frente al fuego hasta que se aseguró que sólo quedaban cenizas. Haberla tirado al fuego no era suficiente, necesitaba ver cómo se destruía, para siempre.

Y se acordó de aquella vara, de los cientos de veces en que lo habían golpeado con ella, a pesar del dolor y la indignación, a pesar de todos los esfuerzos que había hecho por no llorar.

Su padre no soportaba a los lloricas. Las lágrimas sólo provocaban otra ronda de golpes. Con la vara, con el cinturón, con la fusta de montar o, cuando no había nada de eso, con la mano.

Pero jamás, pensó Phillip con una extraña sensación de desapego, jamás con un libro. Seguramente, a su padre no se le había ocurrido.

– Fuera -dijo Phillip, en voz baja. Y entonces, cuando la niñera no reaccionó, lo dijo a gritos-. ¡Fuera! ¡Fuera de esta casa!

– Sir Phillip -dijo ella, alejándose de él y del alcance de sus fuertes y largos brazos.

– ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!

Ya no sabía de dónde procedía toda esa rabia. De algún sitio muy profundo de su ser que había estado encerrado durante mucho tiempo.

– ¡Tengo que recoger mis cosas! -gritó ella.

– Tiene media hora -dijo Phillip, en voz baja, aunque todavía agitada por la rabia-. Treinta minutos. Si para entonces no se ha ido, yo mismo la sacaré de aquí a patadas.

La niñera Edwards se quedó en la puerta, empezó a caminar pero, entonces, se giró:

– Está echando a perder a estos niños -dijo, entre dientes.

– Bueno, eso es problema mío.

– Como quiera. Sólo son unos pequeños monstruos, maleducados y consentidos…

¿Tan poco aprecio sentía por su vida? Phillip estaba a un paso de perder la paciencia y cogerla por el brazo y sacarla él mismo de su casa.

– Fuera -gruñó, y esperó que fuera la última vez que tuviera que decirlo. No podría contenerse mucho más. Avanzó un poco, reforzando el efecto de sus palabras y, por fin, ¡por fin!, aquella mujer desapareció.

Por un momento, Phillip se quedó quieto, intentando calmarse, relajar la respiración y esperar que la sangre le bajara de la cabeza. Estaba de espaldas a los niños y le daba mucho miedo darse la vuelta. Se estaba muriendo por dentro, y la rabia por haber contratado a esa mujer, a ese monstruo, para que cuidara a sus hijos, lo estaba destrozando. Y, encima, había estado demasiado ocupado evitándolos para darse cuenta de que estaban sufriendo.

Sufriendo lo mismo que él de niño.

Muy despacio, se giró, aterrado por lo que podía ver en sus ojos.

Sin embargo, cuando levantó la vista del suelo y los miró a los ojos, los niños reaccionaron y se abalanzaron sobre él con tanta fuerza que casi lo tiraron al suelo.

– ¡Papi! -exclamó Amanda, usando aquella palabra que no había usado en años. Hacía mucho tiempo que era, sencillamente, “padre” y se había olvidado de lo bien que sonaba el apelativo cariñoso.

Y Oliver también lo estaba abrazando, rodeándolo con sus pequeños brazos por la cintura, y escondiendo la cara para que su padre no viera que estaba llorando.

Pero Phillip se dio cuenta. Las lágrimas le estaban empapando la camisa y notaba cada movimiento de su cabeza en el estómago.

Los rodeó con los brazos, de manera protectora.

– Shhh -dijo-. Ya está. Estoy aquí. -Unas palabras que jamás había dicho, palabras que jamás imaginó que diría; jamás se había imaginado que su presencia sería la que calmaría la situación-. Lo siento -dijo-. Lo siento mucho.

Le habían dicho que no les gustaba la niñera Edwards y él no les había hecho caso.

– No es culpa tuya, papá -dijo Amanda.

Sí que lo era, pero ahora no serviría de nada empezar a darle vueltas. No ahora que tenían la oportunidad de empezar de cero.

– Encontraremos una nueva niñera -les dijo.

– ¿Una como la señorita Millsby? -preguntó Oliver, que ya había dejado de llorar.

Phillip asintió.

– Una como ella.

Oliver lo miró con mucha franqueza.

– ¿Puede la señorita Brid… mamá ayudar a escogerla?

– Claro que sí -respondió Phillip, acariciándole el pelo-. Supongo que querrá dar su opinión. Es una mujer con muchas opiniones.

Los niños se rieron.

Phillip sonrió.

– Ya veo que la conocéis muy bien.

– Le gusta hablar -dijo Oliver, titubeante.

– Pero ¡es muy inteligente! -añadió Amanda.

– Sí que lo es -dijo Phillip, en voz baja.

– Me gusta -dijo Oliver.

– A mí también -añadió su hermana.

– Me alegro de escuchar eso -les dijo Phillip-, porque creo que ha venido para quedarse.

“Y yo también”, pensó. Se había pasado años evitando a sus hijos, temiendo cometer un error, aterrado de perder los nervios. Creía que, al mantenerlos lejos de él, estaba haciendo lo mejor para ellos, pero no era así. Se había equivocado.

– Os quiero -les dijo, de repente, muy emocionado-. Lo sabéis, ¿verdad?

Los niños asintieron, con los ojos brillantes.

– Siempre os querré -susurró y se agachó hasta quedar a su misma altura. Saboreó la agradable sensación de abrazarlos-. Siempre os querré.

Capítulo 17

“… no importa, Daphne, creo que no deberías haberte marchado.”

Eloise Bridgerton a su hermana,

la duquesa de Hastings, durante la breve separación

de Daphne de su marido, a las pocas semanas

de estar casados.

El camino hasta casa de Benedict estuvo lleno de surcos y baches y, cuando Eloise bajó del carruaje frente a la casa de su hermano, había pasado de estar enfadada a estar de un humor de perros. Y, para empeorarlo todo un poco más, cuando el mayordomo le abrió la puerta, la miró como si fuera una loca.

– ¿Graves? -preguntó Eloise cuando resultó obvio que el pobre hombre no podía hablar.

– ¿La están esperando? -preguntó él, aturdido.

– Bueno, no -dijo Eloise, mirando hacia la casa porque, en realidad, allí es donde quería estar.

Había empezado a lloviznar y Eloise no iba protegida para la lluvia.

– Pero no creo que les… -empezó a decir.

Graves se apartó, recordando su deber y dejándola pasar.

– Es el señorito Charles -dijo, refiriéndose al hijo mayor de Benedict y Sophie, que apenas tenía cinco años y medio-. Está muy enfermo. Está…

Eloise notó que tenía un nudo en la garganta.

– ¿Qué le pasa? -preguntó, sin molestarse en disimular su preocupación-. ¿Se va a…? -Por Dios, ¿cómo se preguntaba si un niño se iba a morir?

– Avisaré a la señora Bridgerton -dijo Graves, tragando saliva. Se dio la vuelta y subió las escaleras a toda prisa.

– ¡Espere! -exclamó Eloise, que quería hacerle más preguntas, pero ya había desaparecido.