Se dejó caer en una silla, muy asustada y, por si no fuera poco, muy enfadada consigo misma por haberse atrevido a quejarse de su vida. Sus problemas con Phillip que, de hecho, no eran tales, sólo una pequeña rabieta, no eran nada comparados con esto.
– ¡Eloise!
El que bajó las escaleras fue Benedict, no Sophie. Estaba demacrado, con los ojos hundidos y la piel pálida. A Eloise no le hizo falta preguntarle cuánto tiempo llevaba sin dormir; seguro que a su hermano no le haría gracia y, además, la respuesta estaba reflejada en su cara: llevaba días despierto.
– ¿Qué haces aquí? -le preguntó.
– Venía de visita -dijo ella-. A saludaros. No tenía ni idea. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo está Charles? Le vi la semana pasada y estaba bien. Estaba… ¿Qué ha pasado?
Benedict tardó unos segundos en reunir fuerzas para hablar.
– Tiene mucha fiebre. No sé por qué. El sábado se despertó muy bien pero, a la hora de comer, estaba… -Se apoyó en la pared y cerró los ojos, encerrándose en su agonía-. Estaba hirviendo -susurró-. Y no sé qué hacer.
– ¿Qué ha dicho el médico? -preguntó Eloise.
– Nada -respondió Benedict, derrotado-. Al menos, nada bueno.
– ¿Puedo verle?
Benedict asintió, sin abrir los ojos.
– Tienes que descansar -dijo Eloise.
– No puedo -dijo él.
– Tienes que hacerlo. En estas condiciones, no le haces bien a nadie, y me temo que Sophie debe estar igual.
– La obligué a acostarse hace una hora -dijo-. Parecía un cadáver.
– Bueno, tú no tienes mejor aspecto -le dijo Eloise, utilizando a propósito un tono decidido y seguro.
A veces, era lo que la gente necesitaba en un momento así, que les dijeran qué hacer. La compasión sólo conseguiría que su hermano se echara a llorar y ninguno de los dos quería que aquello pasara.
– Tienes que acostarte -le mandó Eloise-. Ahora. Yo me encargaré de Charles. Aunque sólo duermas una hora, pero te sentirás mucho mejor.
Benedict no le respondió; se había quedado dormido allí de pie.
Eloise se puso al frente de la situación. Le dijo a Graves que metiera a Benedict en la cama y ella fue a la habitación del niño e intentó no echarse a llorar cuando lo vio.
Parecía tan pequeño y frágil en aquella cama tan grande; Benedict y Sophie lo habían llevado a su habitación, que era más grande, para tener más espacio para atenderlo. Estaba ardiendo pero, cuando abrió los ojos, Eloise vio que los tenía cristalinos y era incapaz de fijar la mirada en algo concreto. Además, cuando no estaba totalmente inmóvil, deliraba diciendo cosas incoherentes sobre caballos, árboles y mazapanes.
Eloise se preguntó qué diría ella, en estado delirante, si alguna vez se ponía tan enferma.
Le secó la frente, lo giró y ayudó a las sirvientas a cambiarle las sábanas, y ni siquiera se dio cuenta que el sol se había escondido por el horizonte. Sólo daba gracias al cielo porque Charles parecía no empeorar con sus cuidados. Según los sirvientes, Benedict y Sophie habían estado a su lado dos días enteros y Eloise no quería ir a despertarlos con malas noticias.
Se sentó en una silla junto a la cama, le leyó su libro favorito y le explicó historias de cuando su padre era pequeño. Y, aunque dudaba que pudiera escucharla, aquello le hacía sentirse mejor porque no podía quedarse allí sentada sin hacer nada.
Sin embargo, no fue hasta las ocho de la tarde, cuando Sophie se despertó y le preguntó por Phillip, que se le ocurrió que debería enviarle una nota porque, a lo mejor, estaba preocupado.
Así que escribió algo breve, sólo para decirle que estaba velando a su sobrino. Phillip lo entendería.
A las ocho de la tarde, Phillip estaba convencido de que Eloise había muerto en un accidente o lo había abandonado.
Y ninguna de las opciones le parecía demasiado agradable.
No creía que lo hubiera abandonado; parecía bastante feliz con su matrimonio, a pesar de la pelea que habían tenido por la mañana. Además, no se había llevado nada, aunque aquello no significaba nada porque casi todas sus cosas todavía tenían que llegar de Londres. Si se había marchado, no dejaba gran cosa en Romney Hall.
Sólo un marido y dos hijos.
Por Dios, y a los niños les había dicho: “Creo que ha venido para quedarse”.
No, pensó con ferocidad, Eloise no lo dejaría. Nunca haría algo así. No era una mujer cobarde y jamás huiría de su matrimonio. Si había algo que no le gustaba, se lo diría, a la cara y sin rodeos.
Y eso, pensó mientras se ponía el abrigo y salía corriendo hacia la puerta, significaba que tenía que estar muerta en alguna cuneta del camino a Wiltshire. Había estado lloviendo toda la tarde y los caminos entre su casa y la de Benedict no estaban en demasiado buenas condiciones.
Demonios, casi sería mejor que lo hubiera abandonado.
Sin embargo, camino de Mi Casa, el estúpido nombre de la propiedad de Benedict Bridgerton, empapado y de muy mal humor, cada vez estaba más convencido de que Eloise lo había abandonado.
Porque no estaba en ninguna cuneta, ni había ningún rastro de algún accidente de carruaje, ni la había encontrado en ninguna de las dos posadas que había en el camino.
Y sólo había un camino para ir desde Romney Hall hasta Mi Casa; era imposible que estuviera en cualquier otra posada de cualquier otro camino y que todo aquello acabara por saldarse en un terrible malentendido.
– Tranquilo -se dijo, mientras subía las escaleras de casa de Benedict-. Tranquilo.
Porque nunca había estado tan cerca de perder los nervios.
A lo mejor había una explicación lógica. A lo mejor no había querido volver mientras llovía. No llovía tanto, pero era algo continuo, y supuso que no le apetecía viajar en esas condiciones.
Levantó el picaporte y golpeó la puerta. Con fuerza.
A lo mejor se había roto una rueda del carruaje.
Volvió a golpear la puerta.
No, eso no lo explicaría. Benedict podría haberla enviado a casa en el suyo.
A lo mejor…
A lo mejor…
Intentó, sin éxito, buscar alguna otra explicación para que Eloise estuviera allí con su hermano y no en casa con su marido. Y no se le ocurría ninguna.
La maldición que salió por sus labios era algo que hacía muchos años que no decía.
Volvió a coger el picaporte, dispuesto a arrancarlo y lanzarlo por la ventana, pero justo entonces se abrió la puerta y Phillip se encontró delante de Graves, el mayordomo a quien había conocido hacía apenas dos semanas, cuando había venido a hacer ver que cortejaba a Eloise.
– ¿Y mi mujer? -preguntó Phillip, casi gruñendo.
– ¡Sir Phillip! -dijo el mayordomo, sorprendido.
Phillip no se movió, a pesar de que la lluvia le resbalaba por la cara. La maldita casa no tenía pórtico. ¿Dónde se había visto que una casa inglesa no tuviera pórtico?
– Mi mujer -le espetó, otra vez.
– Está aquí -le dijo Graves-. Pase.
Phillip dio un paso adelante.
– Quiero a mi mujer -dijo-. Ahora.
– Permita que le quite el abrigo -dijo Graves.
– Me da igual el abrigo -dijo Phillip, de malos modos-. Quiero a mi mujer.
Graves se quedó helado, con las manos todavía estiradas para quitarle el abrigo.
– ¿Ha recibido la nota de la señora Crane?
– No, no he recibido ninguna nota.
– Ya me parecía que había venido muy rápido -murmuró Graves-. Se debe haber cruzado con el mensajero por el camino. Será mejor que entre.
– Ya estoy dentro -dijo Phillip, muy serio.
Graves espiró, en realidad fue más bien un intenso suspiro, algo muy extraño en un mayordomo que se suponía que no debía hacer gala de ningún sentimiento.
– Creo que tendrá que quedarse un buen rato -dijo Graves, con suavidad-. Quítese el abrigo. Séquese. Querrá estar cómodo.
De repente, la rabia de Phillip se transformó en preocupación. ¿Es que le había pasado algo a Eloise? Por Dios, si le había pasado…