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Y era verdad.

Cuando Eloise se proponía algo, ni siquiera la fuerza de toda la familia Bridgerton podía detenerla. Y los Bridgerton suponían una fuerza asombrosa, todos juntos. Posiblemente, había sido una suerte que sus objetivos y los de su familia nunca hubieran chocado, al menos, no en nada importante.

Sabía que nunca aceptarían que se marchara a casa de un desconocido. Seguramente, Anthony habría querido que sir Phillip viajara a Londres y conociera a la familia en pleno, y a Eloise no se le ocurría peor escenario para espantar a un posible pretendiente. Los hombres que la habían cortejado alguna vez, al menos estaban familiarizados con el ritmo de vida londinense y sabían dónde se metían; pero el pobre sir Phillip que, como él mismo había admitido en sus cartas, no había pisado Londres desde sus días de estudiante y nunca había participado en la temporada social, se sentiría atrapado.

Así que la única opción que le quedaba era viajar a Gloucestershire y, después de darle muchas vueltas durante varios días, decidió que lo mejor sería hacerlo en secreto. Si su familia se enteraba de sus planes, podrían prohibírselo. Eloise era una dura contrincante y, seguramente, acabaría saliéndose con la suya, pero sólo después de una larga batalla. Además, si al final la dejaban ir, aunque fuera después de una prolongada discusión, insistiría en que la acompañaran dos miembros de la familia, como mínimo.

Eloise se estremeció. Seguramente serían su madre y Hyacinth.

Dios Santo, con esas dos alrededor era imposible enamorarse o establecer una relación amigable pero duradera, algo que Eloise estaba deseando hacer.

Decidió que huiría durante la fiesta de su hermana Daphne. Sería uno de los grandes acontecimientos de la temporada; acudirían cientos de invitados y habría la cantidad de ruido y confusión necesaria para que su ausencia pasara desapercibida durante unas seis horas, o quizá más. Su madre siempre insistía en que, cuando la fiesta era en casa de alguien de la familia, tenían que llegar puntuales, o con un poco de antelación, así que seguramente llegarían a casa de Daphne antes de las ocho. Si se escapaba temprano y el baile se alargaba hasta altas horas de la madrugada, no se darían cuenta de que se había ido hasta casi el amanecer y, para entonces, ella ya podría estar a medio camino de Gloucestershire.

Y, si no a medio camino, sí lo suficientemente lejos de Londres para que les costara seguirle el rastro.

Al final, todo resultó mucho más fácil de lo que había imaginado. Toda la familia estaba entretenida por un anuncio que Colin dijo que tenía que hacer, así que sólo tuvo que excusarse para ir al tocador, salir por la puerta de atrás, caminar la corta distancia que la separaba de su casa, porque había dejado las maletas escondidas en el jardín, y desde allí sólo tuvo que caminar hasta la esquina, donde había pedido que la esperara un carruaje.

¡Madre mía!, si hubiera sabido que salir al mundo sola sería tan fácil, lo habría hecho hacía años.

Y ahora estaba camino de Gloucestershire y suponía, o esperaba, no sabía muy bien cómo definir esa sensación, camino de su destino, con un par de mudas y un montón de cartas que un hombre que no conocía le había escrito.

Un hombre que esperaba poder amar.

¡Era tan emocionante!

No, era aterrador.

Reflexionó un poco y llegó a la conclusión de que, posiblemente, era lo más estúpido que había hecho en su vida, y tenía que admitir que había hecho unas cuantas estupideces.

Aunque también podía ser su única oportunidad para ser feliz.

Sonrió. Estaba empezando a dejar volar la imaginación, y aquello era muy mala señal. Tenía que enfocar aquella aventura con el sentido práctico y pragmático con el que siempre tomaba las decisiones. Todavía estaba a tiempo de dar marcha atrás. Porque, en realidad, ¿qué sabía de ese hombre? Durante un año, le había dicho bastantes cosas…

Tenía treinta años, dos más que ella.

Había estudiado botánica en Cambridge.

Había estado casado con Marina ocho años, lo que significaba que se había casado con veintidós años.

Tenía el pelo oscuro.

Tenía todos los dientes.

Era barón.

Vivía en Romney Hall, una casa de piedra construida en el siglo XVIII y que estaba cerca de Tetbury, en Gloucestershire.

Le gustaba leer tratados científicos y poesía, aunque no le gustaban las novelas y mucho menos las obras de filosofía.

Le gustaba la lluvia.

Su color preferido era el verde.

Nunca había salido de Inglaterra.

No le gustaba el pescado.

Eloise soltó una risita nerviosa. ¿No le gustaba el pescado? ¿Eso era todo lo que sabía de él?

– Una base sólida para el matrimonio, sin duda -se dijo, en voz baja, intentando pasar por alto el pánico reflejado en su voz.

¿Y qué sabía él de ella? ¿Qué le habría llevado a proponerle matrimonio a una perfecta desconocida?

Intentó recordar qué había revelado en sus numerosas cartas.

Tenía veintiocho años.

Tenía el pelo oscuro, bueno castaño, y todos los dientes.

Tenía los ojos grises.

Venía de una encantadora familia numerosa.

Su hermano era vizconde.

Su padre había muerto cuando ella era una niña, incomprensiblemente a causa de una sencilla picadura de abeja.

Tenía tendencia a hablar demasiado. (Dios Santo, ¿de verdad lo había incluido en alguna carta?)

Le gustaba la poesía y las novelas, aunque detestaba los tratados científicos y los libros de filosofía.

Había estado en Escocia, pero nada más.

Su color preferido era el violeta.

No le gustaba la carne de ovino y odiaba la morcilla.

Soltó otra risita nerviosa. Visto así, y dejando de lado el sarcasmo, parecía todo un partido.

Miró por la ventana, como si eso pudiera indicarle a qué altura del viaje entre Londres y Tetbury estaban.

Siempre veía las mismas colinas de cumbres redondeadas y cubiertas de hierba y, en realidad, podría estar en Gales y ni se enteraría.

Con el ceño fruncido, miró el papel que tenía en el regazo y dobló la carta de sir Phillip. La colocó junto a las demás, en el paquete atado con cinta violeta que llevaba en la maleta, y luego empezó a juguetear con los dedos encima de los muslos. Estaba nerviosa.

Tenía motivos para estarlo.

Se había marchado de casa y había abandonado todo lo que conocía.

Iba hacia la otra punta del país y nadie lo sabía.

Nadie.

Ni siquiera sir Phillip.

Con las prisas por marcharse de Londres, se había olvidado de decírselo. Bueno, no es que se olvidara, es que… simplemente, lo había dejado para más tarde hasta que fue demasiado tarde.

Si se lo decía, tenía que cumplir su palabra. Y así, en cambio, todavía podía echarse atrás en cualquier momento. Intentaba convencerse de que lo había hecho porque le gustaba tener varias opciones, pero, en realidad, era porque estaba aterrada y tenía miedo de no tener el valor suficiente.

Además, la propuesta de conocerse había surgido de él. Se alegraría de verla.

¿No?

Phillip se levantó de la cama y abrió las cortinas de su habitación, descubriendo otro día soleado y perfecto.

Genial.

Fue hasta el vestidor para buscar algo que ponerse, pues ya hacía mucho tiempo que había despedido a los sirvientes que se encargaban de hacerlo. No sabría explicar por qué pero, desde la muerte de Marina, no había querido que nadie entrara en la habitación a abrirle las cortinas y decidir qué ropa debía ponerse.

Incluso había despedido a Miles Carter que, después de la muerte de Marina, había hecho lo imposible por convertirse en su amigo. Pero, en cierto modo, el joven secretario sólo conseguía que se sintiera peor y, por lo tanto, lo había echado, junto con el sueldo de seis meses y una excelente carta de recomendación.