– ¿Qué sucede? -susurró.
Acababa de recuperar a sus hijos. No estaba preparado para perder a su mujer.
El mayordomo encaró las escaleras con los ojos tristes.
– Acompáñeme -dijo Graves, en voz baja.
Phillip lo siguió y a cada paso que daba, mayor era el miedo que sentía.
Obviamente, Eloise había acudido a misa casi cada domingo de su vida. Era lo que se esperaba de ella y era lo que hacía la gente buena y honesta pero, en realidad, nunca había sido una persona especialmente religiosa. Durante los sermones, solía dejar volar la imaginación, cantaba los himnos porque le gustaba la música y no porque sintiera una elevación espiritual y, además, la iglesia era el único lugar en el que una pésima cantante como ella podía cantar en voz alta.
Sin embargo, esa noche, mientras contemplaba a su pequeño sobrino, rezó.
Charles no había empeorado, pero tampoco había mejorado y el doctor, que había venido y se había marchado por segunda vez ese día, había pronunciado las temerosas palabras: “en manos de Dios”.
Eloise odiaba esa frase, odiaba que los médicos recurrieran a ella cuando se enfrentaban a una enfermedad que los superaba, pero, si el doctor tenía razón y la vida de Charles estaba en manos de Dios, entonces es a él a quien Eloise rezaría.
Eso sí, sólo cuando no le estaba aplicando compresas frías en la frente o le estaba haciendo beber caldo caliente. Y, aunque había tantas cosas por hacer, se pasaba las horas en vela, nada más.
Así que se sentó, con las manos juntas en el regazo, y suplicó:
– Por favor, por favor.
Y entonces, como si alguien hubiera respondido a la plegaria equivocada, escuchó un ruido en la puerta y, por imposible que pareciera, era Phillip, aunque había mandado el mensajero apenas hacía una hora. Estaba empapado por la lluvia, con el pelo pegado en la frente, pero Eloise estaba más contenta que nunca de verlo y, antes de saber lo que estaba haciendo, cruzó la habitación y se lanzó a sus brazos.
– Oh, Phillip -sollozó, dándose permiso para llorar, finalmente. Todo el día se había estado haciendo la fuerte, obligándose a ser la roca que su hermano y su cuñada necesitaban. Pero ahora Phillip estaba allí y, cuando la abrazó, tan sólido y fuerte, Eloise dejó que, por una vez, el fuerte fuera otro.
– Pensé que eras tú -susurró Phillip.
– ¿Qué? -preguntó ella, confundida.
– El mayordomo… no me lo ha explicado hasta que hemos llegado a la puerta. Pensé que te había… -Meneó la cabeza-. No importa.
Eloise no dijo nada, pero lo miró con una pequeña y tímida sonrisa en el rostro.
– ¿Cómo está? -preguntó Phillip.
Ella negó con la cabeza.
– No muy bien.
Phillip miró a Benedict y a Sophie, que se habían levantado para saludarlo. Tampoco parecían demasiado bien.
– ¿Cuánto tiempo lleva así? -preguntó.
– Dos días -respondió Benedict.
– Dos días y medio -lo corrigió Sophie-. Desde el sábado por la mañana.
– Tienes que secarte -dijo Eloise, al separarse de él-. Y yo también. -Se miró el vestido, que había quedado empapado por el abrazo-. O acabarás peor que Charles.
– Estoy bien -dijo Phillip, acerándose a la cama del niño. Le puso la mano en la frente, negó con la cabeza y miró a sus padres-. No tengo sensibilidad -dijo-. Tengo las manos demasiado frías por la lluvia.
– Tiene fiebre -confirmó Benedict, cabizbajo.
– ¿Qué le habéis hecho? -preguntó Phillip.
– ¿Sabes algo de medicina? -preguntó Sophie, con los ojos llenos de esperanzas renovadas.
– El doctor le ha sacado sangre -dijo Benedict-. Pero parece que no ha hecho efecto.
– Le hemos estado dando caldo -dijo Sophie-. Enfriándolo cuando se calienta demasiado.
– Y calentándolo cuando se enfría -añadió Eloise, desesperada.
– Parece que todo es en vano -susurró Sophie. Y entonces, delante de todos, se vino abajo. Se abalanzó sobre el lateral de la cama y empezó a llorar.
– Sophie -dijo Benedict, arrodillándose junto a ella y abrazándola. Cuando vieron que él también estaba llorando, Phillip y Eloise apartaron la mirada.
– Té de corteza de sauce -le dijo Phillip a Eloise-. ¿Ha tomado eso?
– No creo. ¿Por qué?
– Es algo que aprendí en Cambridge. Se solía dar para paliar el dolor antes que el laudanum se popularizara tanto. Uno de mis profesores decía que ayudaba a bajar la fiebre.
– ¿Se lo diste a Marina? -preguntó Eloise.
Phillip la miró sorprendido, pero luego recordó que Eloise todavía creía que Marina había muerto por una gripe pulmonar que, en parte, debía ser verdad.
– Lo intenté -dijo él-, pero no podía hacerle tragar nada. Además, estaba mucho más enferma que Charles. -Tragó saliva, recordando-. En muchos aspectos.
Eloise se lo quedó mirando un buen rato y luego, de repente, se giró hacia Benedict y Sophie, que ya se habían calmado un poco, aunque seguían arrodillados en el suelo, viviendo un momento de intimidad.
Sin embargo, Eloise, como era habitual en ella, no tuvo ningún miramiento con los momentos privados en una situación como ésa, así que agarró a su hermano por el brazo y lo giró.
– ¿Tenéis té de corteza de sauce? -le preguntó.
Benedict la miró, parpadeando, y dijo:
– No lo sé.
– Puede que la señora Crabtree sí -dijo Sophie, refiriéndose a la esposa del matrimonio mayor que se había encargado de Mi Casa hasta que Benedict se casó, cuando sólo era su refugio veraniego-. Siempre tiene cosas así. Pero ella y el señor Crabtree han ido a visitar a su hija y no volverán hasta dentro de unos días.
– ¿Podéis entrar en su casa? -les preguntó Phillip-. Si lo tiene, lo reconoceré. No es una hoja de té. Sólo es la corteza, que se hierve. Puede que ayude a bajarle la fiebre.
– ¿Corteza de sauce? -preguntó Sophie, incrédula-. ¿Quieres curar a mi hijo con la corteza de un árbol?
– Seguro que no puede hacerle daño -dijo Benedict, muy serio, caminando hacia la puerta-. Ven conmigo, Crane. Tenemos una llave de su casa. Yo mismo te acompañaré. -Sin embargo, cuando llegó a la puerta se giró hacia Phillip-. ¿Sabes lo que haces?
Phillip le dijo lo único que sabía.
– No lo sé. Espero que sí.
Benedict lo miró a los ojos y Phillip supo que su cuñado estaba deliberando consigo mismo. Una cosa era dejar que se casara con su hermana y otra cosa muy distinta era dejar que le metiera extraños brebajes a su hijo por la boca.
Pero Phillip lo comprendió perfectamente. Él también era padre.
– Está bien -dijo Benedict-. Vamos.
Y, mientras salía de la casa, sólo rezaba para que la confianza que Benedict Bridgerton había depositado en él se viera recompensada.
Al final, nunca se supo si fue el té de corteza de sauce, las plegarias de Eloise o la suerte pero, al día siguiente, Charles ya no tenía fiebre y, aunque todavía estaba un poco débil, estaba claro que se encontraba mejor. Hacia mediodía, quedó claro que la presencia de Phillip y de Eloise ya no era necesaria, así que subieron al carruaje y se fueron a casa, impacientes por meterse en la resistente cama y, por una vez, irse a dormir directamente.
Se pasaron los primeros diez minutos en silencio. Por increíble que parezca, Eloise estaba demasiado cansada para hablar. Sin embargo, a pesar del agotamiento, también estaba demasiado agitada por el estrés y la preocupación que habían pasado durante la noche. Así que se conformó con observar el paisaje por la ventana. En cuanto a Charles le había bajado la fiebre, había dejado de llover, como si una señal divina le dijera que lo habían salvado sus plegarias, pero mientras miraba de reojo a su marido, que estaba sentado a su lado con los ojos cerrados, aunque ella sabía que no estaba dormido, pensó que lo que había salvado era la corteza de sauce.
No sabía por qué estaba tan segura, y era consciente de que jamás podría demostrarlo, pero su sobrino estaba vivo por una taza de té.