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Y pensar en las pocas probabilidades que había de que Phillip estuviera en casa de Benedict esa noche. Habían sido una serie de sucesos muy particulares. Si Eloise no hubiera subido a ver a los gemelos, si no hubiera ido a decirle a Phillip que aquella niñera no le gustaba, si no se hubieran peleado…

Visto así, el pequeño Charles Bridgerton era, posiblemente, el chico más afortunado de Inglaterra.

– Gracias -dijo Eloise, que no había sabido que iba a hablar hasta que las palabras le salieron por la boca.

– ¿Por? -susurró Phillip somnoliento, sin abrir los ojos.

– Por Charles -dijo ella.

Phillip abrió los ojos y se giró hacia ella.

– Jamás sabremos si ha sido por la corteza de sauce.

– Yo sí que lo sé -dijo ella, con firmeza.

Él sonrió.

– Siempre lo sabes todo.

Y Eloise pensó: ¿es esto lo que había soñado toda su vida? ¿No la pasión ni los gemidos de placer cuando estaba con él en la cama, sino esto?

¿Esta sensación de seguridad, de compañía, de estar sentada al lado de alguien en un carruaje y que todas las partes de tu ser te digan que es donde debes estar?

Lo cogió de la mano.

– Fue horrible -dijo, sorprendida por tener lágrimas en los ojos-. Creo que nunca en mi vida he pasado tanto miedo. No me imagino lo que ha debido ser para Benedict y Sophie.

– Ni yo -dijo Phillip, con suavidad.

– Si hubiera sido uno de nuestros hijos… -dijo, y entonces se dio cuenta que, por primera vez, había dicho “nuestros hijos”.

Phillip se quedó callado un buen rato. Cuando habló, estaba mirando por la ventana.

– Durante toda la noche, cada vez que miraba a Charles -dijo, con una voz muy ronca-, daba gracias a Dios que no fueran Oliver o Amanda. -Se giró hacia Eloise, con la culpabilidad reflejada en el rostro-. Pero ningún niño debería pasar por eso.

Eloise le apretó la mano.

– No creo que ese sentimiento sea malo. No eres un santo. Sólo eres un padre. Y creo que uno muy bueno.

La miró, extrañado, y meneó la cabeza.

– No -dijo-. No lo soy. Pero espero serlo.

Ella ladeó la cabeza.

– ¿Phillip?

– Tenías razón -dijo él, apretando los labios-. Sobre la niñera. Quería que todo saliera bien, así que no le presté atención, pero tenías razón. Les pegaba.

– ¿Qué?

– Con un libro -continuó él, con una voz muy cansada, como si se hubiera quedado sin emociones-. Entré en la habitación de los niños y estaba golpeando a Amanda con un libro. Con Oliver ya había acabado.

– Oh, no -dijo Eloise, mientras lágrimas de pena y de rabia, le resbalaban por las mejillas-. No me imaginé. No me gustaba, de acuerdo, y les había pegado en los nudillos pero… a mí también me pegaron en los nudillos. Nos lo han hecho a todos. -Se hundió en el asiento, como si llevara un enorme peso de culpa en los hombros-. Debería haberme dado cuenta. Debería haberlo visto.

Phillip se rió.

– Apenas llevas quince días viviendo en casa. Yo llevo meses conviviendo con esa mujer. Si yo no lo vi, ¿por qué ibas a hacerlo tú?

Eloise no tenía nada que decir, al menos nada que evitara que su marido se sintiera todavía más culpable.

– Supongo que la has despedido -dijo, al final.

Phillip asintió.

– Les dije a los niños que nos ayudarías a encontrar una sustituta.

– Por supuesto -añadió ella, enseguida.

– Y yo… -Hizo una pausa, se aclaró la garganta y miró por la ventana antes de continuar-: Yo…

– Dilo, Phillip -le dijo ella, con dulzura.

Sin girarse, dijo:

– Voy a ser mejor padre. Los he ignorado durante demasiado tiempo. Tenía tanto miedo de convertirme en mi padre, de ser como él, que no…

– Phillip -susurró Eloise, cogiéndole la mano-. No eres como tu padre. Nunca podrías ser como él.

– No -dijo él, con la voz apagada-, pero pensé que sí. Una vez incluso cogí una fusta. Fui a los establos y la cogí. -Hundió la cabeza en las manos-. Estaba tan furioso. Tanto.

– Pero no la usaste -le susurró ella, sabiendo que esas palabras eran verdad. Tenían que serlo.

Él meneó la cabeza.

– Pero quería hacerlo.

– Pero no lo hiciste -repitió ella, con la voz tan firme como pudo.

– Estaba tan furioso -repitió él, y Eloise lo vio tan perdido en su propio mundo que no sabía si la había escuchado. Sin embargo, entonces se giró hacia ella y la miró a los ojos-. ¿Sabes qué es tener miedo de tu propia rabia?

Eloise negó con la cabeza.

– No soy un hombre pequeño, Eloise -dijo-. Podría hacerle mucho daño a alguien.

– Yo también -dijo ella y, ante la sarcástica mirada de él, añadió-. Está bien, quizás a ti no, pero a un niño sí.

– Serías incapaz -gruñó él y se dio la vuelta.

– Tú también -dijo ella.

Él se quedó en silencio.

Y, de repente, Eloise lo entendió todo.

– Phillip -dijo, con suavidad-, has dicho que estabas furioso pero… ¿con quién?

Él la miró, perplejo.

– Pegaron el pelo de la institutriz a la almohada, Eloise.

– Ya lo sé -dijo ella, agitando la mano en el aire-. Y seguro que, si hubiera estado presente, yo también habría querido darles una buena paliza. Pero no te he preguntado eso. -Esperó a que le diera una respuesta. Cuando él no dijo nada, ella añadió-: ¿Estabas furioso con ellos por lo de la cola o estabas furioso contigo mismo porque eras incapaz de controlarlos?

Phillip no dijo nada, pero ambos sabían la respuesta.

Eloise alargó el brazo y le acarició la mano.

– No te pareces a tu padre en nada, Phillip -dijo-. En nada.

– Ahora lo sé -dijo Phillip, suavemente-. No tienes ni idea de las ganas que tenía de partir por la mitad a esa maldita niñera Edwards.

– Me lo imagino -dijo Eloise, riéndose mientras se apoyaba en el respaldo.

Phillip sonrió. No sabía por qué pero había algo gracioso en el tono de su mujer, algo que era incluso agradable. De alguna forma, habían conseguido encontrar el lado divertido a una situación que no lo era. Y era maravilloso.

– Es lo que se merecía -dijo Eloise, encogiéndose de hombros. Se giró hacia Phillip-. Pero no le has hecho nada, ¿verdad?

Él negó con la cabeza.

– No. Y si he podido controlarme con ella, con mis hijos también podré hacerlo.

– Claro que sí -dijo Eloise, como si estuvieran hablando de algo obvio. Le dio unos golpecitos en la mano y luego se giró hacia la ventana, muy tranquila.

Phillip se dio cuenta que Eloise tenía mucha fe en él. Tenía fe en su bondad interior y en la calidad de su alma, cuando él había vivido atormentado por las dudas tantos años.

Y entonces supo que tenía que ser sincero y, antes de saber lo que iba a hacer, dijo:

– Creí que me habías dejado.

– ¿Anoche? -preguntó ella, mirándolo muy sorprendida-. ¿Cómo pudiste pensar algo así?

Él se encogió de hombros, en un gesto de desprecio hacia sí mismo.

– Pues no sé. Quizá porque te fuiste a casa de tu hermano y no volviste.

Eloise ignoró el toque de sarcasmo.

– Bueno, ya has visto lo que me entretuvo y, además, nunca te abandonaría. Deberías saberlo.

Phillip arqueó una ceja.

– ¿Ah, sí?

– Claro que sí -dijo ella, que lo miraba como si estuviera enfadada con él-. Hice un juramento en la iglesia y te aseguro que no me lo tomo a la ligera. Además, asumí el compromiso de ser una madre para Oliver y Amanda y jamás lo rompería.

Phillip la miró, muy serio, y luego dijo:

– No, no, claro. No lo harías. Fui un estúpido al no pensar en eso.

Ella se sentó con la espalda recta y se cruzó de brazos.

– Deberías haberlo hecho. Me conoces y sabes que nunca lo haría. -Y entonces, cuando él no dijo nada, añadió-: Esos pobres niños. Ya han perdido a su madre biológica. Desde luego que no me voy a marchar y obligarlos a pasar por lo mismo otra vez. -Se giró hacia él con una expresión muy irritada-. No puedo creerme que pensaras que había hecho algo así.