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Sin embargo, aunque todo pudiera parecer muy ordinario…

Todo había cambiado.

No fue algo fulminante como un rayo, ni como un portazo, ni como una nota muy aguda en la ópera, pensó Eloise con una sonrisa. Fue un cambio lento y progresivo, de aquellos que empiezan cuando uno los percibe y terminan antes de que te des cuenta que han empezado.

Comenzó unos días después de la conversación con Phillip en la galería de los retratos. Una mañana, cuando se despertó, vio a Phillip completamente vestido y sentado a los pies de la cama, mirándola y sonriendo.

– ¿Qué haces ahí? -le preguntó Eloise, atrapando la sábana debajo de los brazos e incorporándose.

– Te miro.

Ella abrió la boca, sorprendida, y no pudo evitar sonreír.

– No puedo ser tan interesante.

– Todo lo contrario. No se me ocurre otra cosa que pueda captar mi atención durante tanto tiempo.

Ella se sonrojó, diciendo entre dientes algo así como que era un tonto pero, en realidad, sus palabras hicieron que Eloise quisiera cogerlo y volver a meterlo en la cama. Tenía el presentimiento de que él no se resistiría, nunca lo hacía, pero se contuvo porque, bueno, se había vestido y seguro que debía haberlo hecho por algún motivo en especial.

– Te he traído una magdalena -le dijo, acercándole un plato.

Eloise le dio las gracias y cogió el plato. Mientras masticaba, y pensaba que ojalá también le hubiera traído algo para beber, Phillip dijo:

– He pensado que hoy podríamos salir.

– ¿Los dos?

– Bueno -dijo él-, quizá podríamos ir los cuatro.

Eloise se quedó de piedra, con los dientes clavados en la magdalena, y entonces lo miró. Era la primera vez que sugería algo así. La primera vez, al menos que ella supiera que, en vez de alejarse de sus hijos y dejar que otra persona se hiciera cargo de ellos, Phillip se había acercado a ellos.

– Me parece muy buena idea -dijo ella, con dulzura.

– Muy bien -dijo él, y se levantó-. Dejaré que te arregles y le diré a la pobre doncella a la que engañaste para que hiciera de niñera temporal que nos llevaremos a los niños todo el día.

– Seguro que estará encantada -dijo Eloise.

Mary no quería hacer de niñera, ni siquiera de forma temporal. Nadie del servicio quería; conocían demasiado bien a los gemelos. Y la pobre Mary, que tenía un pelo largo precioso, recordaba perfectamente cuando, al no poder arrancar el pelo de la institutriz que los niños habían pegado a la almohada, habían tenido que quemar las sábanas.

Sin embargo, era la única solución y Eloise les había hecho prometer a los niños que la tratarían con el respeto debido a una reina y, hasta ahora, habían cumplido su palabra. Eloise incluso cruzaba los dedos para que Mary reflexionara y aceptara el puesto de forma permanente. Además, el sueldo era mejor que el de una doncella.

Eloise miró hacia la puerta y parpadeó al ver que Phillip estaba allí de pie, inmóvil.

– ¿Qué pasa? -le preguntó.

Él parpadeó y la miró con el ceño fruncido.

– No sé muy bien qué hacer.

– Creo que el pomo gira hacia ambos lados -dijo ella, burlándose.

Él la miró a los ojos y dijo:

– No hay ninguna feria ni nada especial en el pueblo. ¿Qué podríamos hacer con los niños?

– Cualquier cosa -dijo Eloise, sonriéndole con todo el amor de su corazón-. O nada en especial. De hecho, no importa. Lo único que quieren es estar contigo, Phillip. Sólo eso.

Dos horas después, Phillip y Oliver estaban de pie frente a la sastrería Larkin en Tetbury, esperando impacientes a que Eloise y Amanda acabaran de comprar.

– ¿Teníamos que ir de compras? -se quejó Oliver, como si le hubieran pedido que se pusiera trenzas y un vestido.

Phillip se encogió de hombros.

– Es lo que tu madre quería hacer.

– La próxima vez, elegiremos nosotros -dijo Oliver-. Si hubiera sabido que tener una madre significaba esto…

Phillip tuvo que hacer un gran esfuerzo para no reírse.

– Los hombres debemos hacer sacrificios por las mujeres que queremos -dijo, muy serio, dándole unos golpecitos en el hombro a su hijo-. Así son las cosas.

Oliver soltó un largo suspiro, como si ya llevara muchos días haciendo sacrificios.

Phillip miró por la ventana. Parecía que Eloise y Amanda no tenían ninguna intención de salir.

– Sin embargo, en cuanto a lo de ir de compras y a quién decide qué haremos en la próxima salida -dijo-, estoy totalmente de acuerdo contigo.

Justo en ese momento, Eloise asomó la cabeza por la puerta de la tienda.

– ¿Oliver? -preguntó-. ¿Quieres entrar un segundo?

– No -respondió el niño, negando con la cabeza.

Eloise apretó los labios.

– Deja que te lo diga de otra manera -dijo-. Oliver, me gustaría mucho que entraras un segundo.

Oliver miró a su padre con ojos suplicantes.

– Me temo que tienes que hacer lo que te pide -dijo Phillip.

– ¡Tantos sacrificios! -dijo, entre dientes, meneando la cabeza mientras subía las escaleras.

Phillip tosió para disimular una carcajada.

– ¿Tú también vienes? -le preguntó Oliver.

“Demonios, no”, estuvo a punto de responder, aunque se contuvo a tiempo y dijo:

– Tengo que quedarme aquí fuera vigilando el carruaje.

Oliver entrecerró los ojos.

– ¿Por qué tienes que vigilarlo?

– Eh… la presión de las ruedas -farfulló Phillip-. Y todos los paquetes que llevamos.

No pudo escuchar lo que Eloise dijo entre dientes, aunque por el tono no debió ser demasiado agradable.

– Venga, Oliver -dijo, empujando a su hijo por la espalda-. Tu madre te necesita.

– Y a ti también -dijo Eloise, sonriendo, y Phillip estaba seguro que sólo lo había dicho para torturarlo-. Necesitas camisas nuevas.

Phillip hizo una mueca.

– ¿Y no puede venir el sastre a casa?

– ¿No quieres elegir la tela?

Negó con la cabeza y, totalmente convencido, dijo:

– Confío a ciegas en tu criterio.

– Creo que tiene que vigilar el carruaje -dijo Oliver, que todavía estaba en el umbral de la puerta.

– Sí, pues si no entra ahora mismo también tendrá que vigilar su espalda porque…

– Está bien -dijo Phillip-. Entraré, pero sólo un segundo. -De repente, se vio en la parte femenina de la tienda, un lugar lleno de volantes, y se estremeció-. Si tengo que soportarlo mucho más, me moriré de claustrofobia.

– ¿Un hombre grande y fuerte como tú? -dijo Eloise, en un tono inocente-. Tonterías. -Y entonces lo miró y, con un movimiento, le dijo que se acercara.

– ¿Sí? -preguntó él, curioso por saber qué estaba pasando.

– Amanda -susurró Eloise, señalando hacia la puerta que había al fondo de la tienda-. Cuando salga, quiero que sonrías y aplaudas.

Phillip miró a su alrededor. Ni siquiera en China se habría sentido tan fuera de lugar.

– No se me da demasiado bien.

– Pues aprende -le ordenó ella, y después se giró hacia Oliver-. Ahora es tu turno, señorito Crane. La señora Larkin…

El gruñido de Oliver fue propio de un hombre moribundo.

– Quiero ir con el señor Larkin -protestó-. Como papá.

– ¿Quieres ir con el sastre? -preguntó Eloise.

Oliver asintió con determinación.

– ¿De verdad?

El niño volvió a asentir, aunque con menos determinación esta vez.

– ¿A pesar de que, no hace ni una hora, has jurado que no entrarías en ninguna tienda a menos que hubiera pistolas o soldaditos en el escaparate? -continuó Eloise, hablando en un tono propio de una actriz de teatro de Drury Lane.

Oliver abrió la boca, pero asintió. Ligeramente.

– Eres muy buena -le dijo Phillip al oído mientras observaba cómo Oliver cruzaba la puerta que llevaba hacia el otro lado de la tienda, donde estaba el señor Larkin.