– El secreto es hacerles ver que la otra opción es todavía peor -dijo ella-. El señor Larkin va muy despacio, pero la señora Larkin es horrible.
Se escuchó un fuerte alarido y Oliver apareció corriendo y se abalanzó sobre Eloise, algo que dejó a Phillip un poco triste. Quería que sus hijos acudieran a él.
– ¡Me ha clavado una aguja! -exclamó Oliver.
– ¿Te has movido? -preguntó Eloise, sin inmutarse.
– ¡No!
– ¿Ni un poquito?
– Bueno, pero sólo un poco.
– Está bien -dijo Eloise-. Pues la próxima vez no te muevas. Te aseguro que el señor Larkin hace muy bien su trabajo. Si no te mueves, no te pinchará. Es así de sencillo.
Oliver lo digirió y se giró hacia Phillip, implorándolo con la mirada. Era agradable que su hijo lo viera como un aliado, pero no tenía ninguna intención de contradecir a Eloise y desautorizarla. Y mucho menos cuando estaba totalmente de acuerdo con ella.
Sin embargo, entonces Oliver lo sorprendió. No suplicó que lo alejaran del señor Larkin, ni dijo nada ofensivo de Eloise, algo que Phillip estaba convencido que habría hecho semanas atrás; en realidad, lo habría hecho con cualquier adulto que contradijera sus deseos.
En lugar de eso, lo miró y le preguntó:
– ¿Puedes venir conmigo, papá, por favor?
Phillip abrió la boca para responder pero entonces, inexplicablemente, tuvo que detenerse. Se le empezaron a humedecer los ojos y se dio cuenta que estaba muy emocionado.
No era sólo por aquel momento, por el hecho de que su hijo reclamara su presencia para acompañarlo a través de un ritual masculino. Oliver ya le había pedido que lo acompañara en otras ocasiones.
Sin embargo, esta vez era la primera que Phillip fue capaz de decir “sí”, y estaba seguro de que haría y diría lo correcto.
Y, si no lo hacía, no importaba. Phillip no era como su padre; nunca sería… nunca podría ser como él. No podía permitirse ser un cobarde y dejar que otros criaran a sus hijos sólo porque él tuviera miedo de cometer un error.
Cometería errores. Era inevitable. Pero no serían garrafales y, con Eloise a su lado, sabía que podía hacer cualquier cosa.
Incluso cuidar de los gemelos.
Apoyó la mano en el hombro de Oliver.
– Me encantaría acompañarte, hijo. -Se aclaró la garganta porque, en la última palabra, se le había roto la voz. Luego se agachó y le susurró al oído-. Lo último que queremos son mujeres en la sección de hombres.
Oliver asintió, muy decidido.
Phillip se incorporó y se preparó para seguir a su hijo hacia donde estaba el señor Larkin, pero entonces escuchó cómo Eloise se aclaraba la garganta, detrás de él. Se giró y ella estaba señalando con la mano hacia el final de la tienda.
Amanda.
Parecía muy mayor con aquel vestido de color lavanda, dejando entrever la espléndida mujer que un día sería.
Por segunda vez en pocos minutos, a Phillip se le volvieron a humedecer los ojos.
Eso es lo que se había estado perdiendo. Entre miedos y dudas, se había perdido todo aquello.
Sus hijos habían crecido sin él.
Phillip dio unos golpecitos a su hijo en el hombro, diciéndole que iba enseguida y cruzó la tienda para ir hacia su hija. Sin decir nada, le cogió la mano y se la besó.
– Señorita Amanda Crane -dijo, con el corazón en la voz, en los ojos y en la sonrisa-, eres la niña más bonita que he visto en mi vida.
Amanda abrió los ojos y la boca, encantada.
– ¿Y qué me dices de la señorita… de mamá?
Phillip miró a su mujer, que también tenía los ojos humedecidos, se giró hacia Amanda, se agachó frente a ella y, en voz baja, le dijo:
– Hagamos un trato. Tú puedes creer que tu madre es la mujer más bonita del mundo, pero yo pienso que eres tú.
Y, aquella misma noche, después de acostar a sus hijos y darles un beso en la frente, cuando estaba a punto de cerrar la puerta, Amanda dijo:
– ¿Papá?
Phillip se giró.
– ¿Amanda?
– Hoy ha sido el mejor día de mi vida -susurró.
– Y de la mía -dijo Oliver.
Phillip asintió.
– De la mía, también -dijo, con suavidad-. De la mía, también.
Todo empezó con una nota.
Más tarde, mientras Eloise acababa de cenar y le retiraban el plato, vio que había una nota debajo, doblada dos veces.
Su marido se había excusado y le había dicho que iba a buscar un libro donde salía un poema del que habían estado hablando durante el postre así que, sin nadie que la viera, ni siquiera el lacayo, que estaba llevando los platos a la cocina, Eloise desdobló la nota.
Las palabras nunca se me han dado demasiado bien.
Era la inconfundible letra de Phillip y luego, en una esquina, decía:
Ve a tu despacho.
Intrigada, Eloise se levantó y salió del comedor. Un minuto después, entró en su despacho.
Y allí, encima de la mesa, había otra nota.
Pero todo empezó con una nota, ¿verdad?
Siguió las instrucciones, que la llevaron al salón. Tuvo que hacer un gran esfuerzo por caminar porque lo que de verdad le apetecía era correr.
Encima de un cojín rojo, que estaba justo en el medio del sofá, vio otra nota, doblada dos veces.
Así que si empezó con palabras, debería continuar con ellas.
Esta vez las instrucciones la condujeron hasta el vestíbulo.
Sin embargo, no tengo palabras para darte las gracias por todo lo que has hecho por mí, de manera que utilizaré las únicas que sé y de la única manera que conozco.
En una esquina, le pedía que subiera a su habitación.
Eloise subió las escaleras, lentamente con el corazón acelerado. Era la última nota, lo sabía. Phillip la estaría esperando, la cogería de la mano y la guiaría hacia su futuro juntos.
De hecho, todo había empezado con una nota. Algo tan inocente, tan inocuo que, al final, se había convertido en eso, en un amor tan grande y poderoso que apenas podía controlarlo.
Llegó al rellano y, muy despacio, se acercó a su habitación. Estaba entreabierta y, con una mano temblorosa, la abrió y…
Y gritó.
Porque la cama estaba cubierta de flores. Cientos y cientos de flores, algunas incluso de la colección especial del invernadero de Phillip. Y allí, escrito con pétalos rojos sobre un fondo de pétalos blancos y rosas:
TE QUIERO.
– Las palabras no son suficiente -dijo Phillip, que hasta ahora había estado escondido en la penumbra, detrás de ella.
Eloise se giró, con los ojos llenos de lágrimas.
– ¿Cuándo has hecho todo esto?
Él sonrió.
– Me permitirás que me lo guarde como un secreto.
– Yo… Yo…
Phillip la tomó de la mano y la atrajo hacia sí.
– ¿Sin palabras? -susurró-. ¿Tú? Todo esto se me debe dar mejor de lo que pensaba.
– Te quiero -dijo ella, con la voz ahogada-. Te quiero mucho.
Phillip la abrazó y, cuando Eloise apoyó la mejilla en su pecho, él apoyó la barbilla en su cabeza.
– Esta noche -dijo-, los niños me han dicho que había sido el mejor día de su vida. Y me he dado cuenta de que tenían razón.
Eloise asintió, muy emocionada.
– Sin embargo -continuó Phillip-, después he visto que no es verdad.
Ella lo miró, extrañada.
– No podría escoger un día -confesó-. Contigo, Eloise, escogería cualquiera. Cualquiera.
Le tocó la barbilla y se acercó a ella.
– Cualquier semana -susurró-. Cualquier mes. Cualquier hora.
La besó, con ternura aunque con todo el amor de su ser.
– Cualquier momento -dijo-, siempre que esté contigo.
Epílogo
“Hay tantas cosas que espero enseñarte, pequeña. Y espero hacerlo predicando con el ejemplo, pero también siento la necesidad de ponerlo por escrito. Es una manía mía, una que espero que descubras y te parezca graciosa cuando leas esta carta.