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Una hora después superaban los cien mil, y seguían sin decir palabra. Pronto dejó de llegar gente, y cierto ajetreo al pie de la colina atrajo la atención de la muchedumbre. Dos hombres se pusieron en pie y uno empezó a hablar. Su voz era grave, resonante y templada. Scott estaba demasiado lejos para verle con claridad, pero todos podían oírle. Scott reconoció la voz al instante. Era Saul Cohen.

Junto a Cohen, el otro hombre guardó silencio mientras contemplaba la muchedumbre y recordaba un verano crucial en el que él, su hermano y su padre habían pescado en esas mismas aguas dos mil años atrás.

25

VIEJO ENEMIGO, VIEJO AMIGO

Dieciséis meses después. En algún lugar del norte de Israel

La tierra frígida y sedienta se agrietaba bajo el peso del anciano en su firme y decidido caminar hacia el oeste. Ni el aspecto demacrado ni la piel reseca por el viento dejaban traslucir su verdadera edad, que eran treinta años más de lo que pudiera haberse pensado. Al coronar la cumbre de una pequeña colina, pudo ver, todavía a unos kilómetros de distancia, la silueta del templo Bahai, que, con su cúpula dorada, se elevaba sobre la ciudad escalonada de Haifa, meta final de su viaje. Después de catorce días en el desierto de Galilea anhelaba unos pocos días de comidas regulares, el contacto con otras personas y un baño más que necesario. La mochila que llevaba a la espalda, casi vacía, había estado repleta de frutos secos cuando partió. Las cantimploras, ya secas, habían añadido bastante peso a su carga inicial, dos semanas atrás.

Lo habitual era que, tras una breve estancia en el templo, emprendiera de nuevo la marcha y pasara otra semana o dos en el desierto, pero en esta ocasión había otros asuntos que requerían su atención. Hacía más de un año, desde la cremación de su amiga íntima y confidente Alice Bernley, que Robert Milner, ex subsecretario general de Naciones Unidas, llevaba la vida de un monje, pasando periodos de hasta tres semanas en los desiertos de Israel antes de regresar de nuevo a la civilización del templo Bahai. Su único acompañante en estos viajes era el maestro tibetano Djwlij Kajm, antiguo guía espiritual de Alice Bernley. Durante la ceremonia de incineración de Bernley, Djwlij Kajm se le había manifestado y hablado con la voz de su amiga. Hasta entonces, Milner sólo había tenido noticias del tibetano a través de Alice, que era su canal de comunicación con el mundo físico. Ahora Milner le conocía más íntimamente. El maestro Djwlij Kajm había pasado los últimos dieciséis meses enseñando y preparando a Milner para la tarea que debía desempeñar. En el último viaje, Milner había por fin completado su aprendizaje espiritual y recibido en su cuerpo un espíritu guía que se había unido al suyo, para formar uno solo.

La misión que en esta ocasión impulsaba a Robert Milner a abandonar el desierto le llevaría en un puñado de días hasta la ciudad de Jerusalén, donde aguardaría la llegada de Christopher Goodman y Decker Hawthorne.

Nueva York, Nueva York

– ¡Ya cometimos un error y lo sería aún más tolerar que la situación continúe como hasta ahora, no nos lo podemos permitir! -proclamó el embajador francés Albert Faure estrellando su puño contra la mesa. Cerca, el jefe de gabinete de Faure, Gerard Poupardin, examinaba en silencio la reacción de los otros miembros del Consejo de Seguridad. A su parecer, el discurso estaba saliendo a pedir de boca.

»Han pasado casi dieciséis meses desde que este consejo votó a favor de conceder atribuciones de urgencia al embajador de Italia con el fin de que pudiera dirigir personalmente las operaciones de la Organización Mundial de la Paz. Entonces, el embajador nos aseguró tener pruebas más que evidentes para corroborar las acusaciones de corrupción que vertió contra el general al mando de la OMP. No cabe duda de que la decisión tomada entonces por este consejo estuvo motivada en parte por la incursión del ejército indio en Pakistán y también por una preocupación compartida hacia la difícil situación de los refugiados paquistaníes. Aun así, hoy, dieciséis meses después, todavía no nos han sido presentadas pruebas concretas de complicidad ni de culpabilidad, ni siquiera de mala gestión por parte del general Brooks. Es cierto que la pérdida de material ha disminuido de forma más que considerable, pero todo apunta a que se ha debido única y exclusivamente al establecimiento de nuevas medidas de seguridad, que el propio general Brooks estaba en vías de hacer efectivas cuando el embajador Goodman se presentó ante este consejo exigiendo atribuciones de urgencia para suspender administrativamente al general Brooks y luego hacerse personalmente con el control de la OMP, a pesar de su escasa experiencia.

»¿Podía el embajador italiano haber escogido para realizar sus acusaciones peor hora que el momento mismo en que se había iniciado la incursión en Pakistán? ¿Acusaciones, cuyos únicos resultados fueron los de minar la estructura de mando, ridiculizar, y debilitar el esprit de corps de nuestras fuerzas, en un momento en el que el liderazgo y el consejo del general Brooks eran críticamente necesarios?

»Y así, lo que empezó como la incursión de unos millares de soldados se ha convertido en la que debe considerarse como una guerra en toda regla entre dos regiones pacíficas que amenaza las fronteras de una tercera, China. Y, resulta irónico, pero a pesar de haberse atenuado la sequía que precipitó esta guerra, la lucha continúa y con ella la hambruna, porque los recursos y la energía se destinan a la guerra y no a sembrar cosechas.

El alegato se prolongó otros veinticinco minutos. Faure no se dejó nada en el tintero. Pretendía imputar a Christopher cuanta responsabilidad sobre la guerra le fuera posible. Todas sus acusaciones radicaban en la incapacidad de Christopher de ofrecer pruebas concluyentes que demostraran que el general Brooks era el responsable de la pérdida de equipamiento y suministros sufrida por la OMP. En el transcurso de los cuatro días que Faure había conseguido regatear a Christopher, Brooks había hecho un excelente trabajo ocultando su rastro bajo pilas de documentos triturados. En cuanto a las acusaciones vertidas por Faure haciendo a Christopher responsable de las continuas hostilidades en la región, la historia demostraba que se trataba de una conclusión dudosa. Desde que Pakistán se había establecido en 1947 a partir de una región del norte de la India, cuatro guerras habían enfrentado a ambos países y otra docena o más habían estado a punto de estallar. Que una guerra, una vez iniciada, continuara y se expandiera era tan natural como la quema de un matorral seco, que una vez en llamas, se extiende hasta haber consumido cuanto tiene a su alrededor. Y si la amenaza se cernía sobre China, se lo tenía más que merecido, porque sus comerciantes de armas habían tardado bien poco en aceptar el dinero contante y sonante del gobierno paquistaní. Ni siquiera la imputación de que Christopher se hubiese hecho con el control absoluto de la OMP era del todo cierta. A pesar de haber supervisado regularmente las acciones de la OMP, Christopher había situado desde el principio al frente de las operaciones al teniente general Robert McCoid.

Con todo, Faure estaba logrando exponer su parecer de forma muy convincente. Había preparado su discurso concienzudamente. Las semanas anteriores, el general Brooks y sus incondicionales se habían dedicado a ejercer toda la presión posible sobre los miembros del Consejo de Seguridad y otros cargos relevantes de la ONU. Era evidente que Faure pretendía algo más que forzar una votación a favor de la restitución del general Brooks, también quería humillar a Christopher, de forma que tuviera que abandonar su cargo como representante temporal de Europa ante el Consejo de Seguridad. Un plan cuyo éxito residía fundamentalmente en que quienes habían elevado a Christopher hasta su posición actual carecían ya de voz; Alice Bernley había muerto y Robert Milner parecía haberse esfumado desde el funeral. Sin embargo, la destitución de Christopher era sólo una parte del gran plan de Faure.