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Decker decidió hacer lo mismo. El casco antiguo no era tan grande y tal vez se topara con Christopher por el camino.

* * *

Mientras recorría las estrechas calles y los aún más angostos callejones de la ciudad, Decker recordó los días que había pasado allí con Tom Donafin. Entonces fue Tom quien se había dedicado a hacer turismo; él se había limitado a echar un vistazo a los folletos y postales que Tom traía de regreso al hotel. Decker se había estado reservando para cuando Elizabeth y las niñas llegaran para pasar la Navidad. Pero aquello nunca ocurrió. Decker suspiró. Aun después de tantos años, no había ni un día que no pensara en ellas y todavía las echaba muchísimo de menos.

A las cinco de la tarde, cuando el sol ya había empezado a ocultarse, Decker dio con un pequeño restaurante en un callejón y cenó allí. Luego regresó al hotel. Christopher todavía no había vuelto, así que dejó abierta la puerta que separaba sus habitaciones y se puso a ver una película hasta que se quedó dormido. Cuando despertó todavía era de noche y calculó que había dormido un par de horas. Se acercó a la habitación de Christopher y comprobó que estaba como antes; la nota seguía adherida al espejo. Decker volvió a su habitación para apagar el televisor y comprobó en el despertador de la mesilla de noche que ya eran casi las seis; Christopher había pasado fuera toda la noche. Decker corrió de vuelta a la habitación de Christopher como si aquello fuera a marcar alguna diferencia. No lo hizo.

Decker llamó al móvil de Christopher y comprobó que éste no se lo había llevado tan pronto lo oyó sonar en el interior de la maleta de Christopher. Llamó a recepción, pero el encargado del turno de noche no le había visto. Llamó al restaurante del hotel, pero estaba cerrado. Llamó al bar del hotel, pero también estaba cerrado. Entonces, de mala gana, llamó a Jackie Hansen a Nueva York. La cogió a punto de acostarse; ella tampoco había tenido noticias de él. Por último, llamó a la embajada italiana en Tel Aviv. Decker se identificó ante la persona de guardia, quien dada su insistencia mandó despertar al embajador. El embajador, molesto por que le hubiesen despertado, le dijo que no sabía nada de Christopher, que ni siquiera tenía noticia de que estuviera en el país. Aprovechó entonces la oportunidad para señalarle a Decker que el protocolo exigía notificar a la embajada siempre que un embajador visitaba el país. El embajador le recomendó a continuación que llamaran a la policía, pero Decker prefería esperar un poco más por si Christopher se presentaba antes. El embajador no quiso llevarle la contraria.

Decker bajó al vestíbulo a esperar e informó al recepcionista de dónde se encontraba por si recibía alguna llamada. El tiempo pasaba muy lentamente, pero Decker sintió que debía aguardar por lo menos hasta las ocho antes de telefonear a la policía. Cada pocos minutos comprobaba la hora en su reloj, y tan pronto marcó las ocho cruzó el vestíbulo para hacer la llamada. Se había metido la mano en el bolsillo para buscar algo de dinero suelto, cuando notó una presencia junto a él. Decker levantó la mirada. Allí, a menos de medio metro, se encontró con un rostro familiar al que hacía más de un año que no veía. Estaba bastante más delgado que la última vez, pero Decker le reconoció al instante.

– ¿Subsecretario Milner? -dijo Decker sorprendido de encontrárselo allí.

– Hola, Decker -contestó Milner.

– Pero ¿qué hace aquí? -preguntó Decker mientras colgaba el auricular-. ¿Ha visto a Christopher?

– Christopher está a salvo -dijo Milner evitando responder directamente a la pregunta.

– ¡Gracias a Dios! ¿Dónde está? Pensaba que a lo mejor le había secuestrado el… -Decker se detuvo en seco.

Pero Milner se encargó de terminar la frase.

– ¿El KDP?

Decker no contestó, pero le sorprendió que Milner adivinara lo que estaba pensando.

– No -continuó Milner-. No digo que no les encantaría hacerlo, pero no, Christopher está a salvo.

– Bueno, entonces, ¿dónde está?

Milner extendió el brazo y apoyó su mano sobre el hombro de Decker.

– Mira -dijo.

Decker sintió una energía que brotaba de la mano de Milner y de repente pudo ver la imagen de Christopher en su mente. La escena era tan clara como la del vestíbulo que le rodeaba en ese momento. Christopher estaba sentado sobre una enorme piedra junto a la entrada de una cueva. Estaba solo y en una zona montañosa, que bien podía encontrarse en el desierto.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó Decker.

– Está bien, aunque ya empieza a sentir hambre -Milner retiró la mano del hombro de Decker y la visión se desvaneció al instante.

– Si sabe dónde está, lléveme hasta él.

– Eso no es posible -repuso Milner-. Debemos dejarle a solas. Ha llegado el momento de que se prepare.

– De que se prepare ¿para qué? -interrogó Decker.

– Señor Hawthorne, el mundo está a punto de entrar en una era diferente a todas las experimentadas hasta ahora. Una era tan oscura y desoladora que la devastación de la Federación Rusa y lo que hemos venido a llamar el Desastre no son nada en comparación. Lamentablemente, no hay nada que podamos hacer para evitarlo. Pero si nuestra especie ha de sobrevivir y cumplir su destino, lo hará solamente bajo el liderazgo de Christopher. Sin ese liderazgo, el mundo, tal y como lo conocemos, desaparecerá. Lo he sabido desde los años inmediatamente anteriores a la primera vez que le vi, y ahora tú lo sabes también. Lo que Christopher endure ahora le preparará para ese momento.

Decker estaba demasiado estupefacto para responder de inmediato. En el fondo siempre se había preguntado si el nacimiento de Christopher no tenía un propósito más trascendental que el de mero producto del experimento de Harry Goodman. Pasados unos instantes consiguió formular una pregunta.

– ¿Y qué hay del KDP?

– No le harán daño, aunque aprovecharían cualquier oportunidad para hacerlo.

– ¿Quiénes son? -preguntó Decker-. ¿Forman ellos parte de todo esto?

– Sí, así es. Como sabes, Alice Bernley dirigía el Lucius Trust cerca de la ONU. Esa ubicación no era fortuita. El Trust ha funcionado durante años como una especie de centro de distribución de información para miles de lo que llamamos grupos Nueva Era de todo el mundo. -Decker hizo ademán de hablar, pero Milner se anticipó a lo que iba a decir y continuó-: Lo de la Nueva Era es más que una moda pasajera. Es el resultado del desarrollo, de la maduración de la especie humana antes de la última y más gloriosa etapa de su evolución. La humanidad se encuentra a punto de dar un salto evolutivo que la emplazará por encima de su situación actual, tanto como lo está ahora sobre las hormigas del suelo del bosque.

»El KDP tenía que haber sido la punta de lanza -continuó Milner-. Por desgracia, en el momento mismo de su concepción fue desviado de su curso por los dos hombres que ahora lo lideran.

– ¿Y uno de ellos es el apóstol Juan? -preguntó Decker.

– Sí -asintió Milner, aparentemente nada sorprendido de que Decker estuviera al tanto-. ¿Has oído hablar de esa extraña habilidad que tiene el KDP de conocer el pasado de las personas?

– Sí.

– Pues no es más que una débil demostración de lo que está por llegar. Pronto esa capacidad no será más que una luciérnaga en el rutilante sol. Poderes como ése deberían ser empleados para indagar en los corazones de los demás, hallar los reductos más necesitados de compasión y así poder ofrecerles consuelo. En su lugar, bajo el liderazgo de Juan y otro hombre llamado Saul Cohen, emplean ese don para escarbar en lo que todos preferiríamos olvidar, y con sus garras abrir salvajemente las viejas heridas y dejar a la intemperie las debilidades humanas. Y más aún, esto es la menor maldad de la que es capaz su monstruosa crueldad. Sus poderes para hacer el mal superan con creces la imaginación de una mente sana. La sequía que Israel ha sufrido los últimos dieciséis meses es obra de ellos. Y harán cosas mucho peores antes de que todo haya pasado.