– ¿Seiscientos años? -preguntó Decker, sorprendido de que el profesor Goodman no hubiese dicho dos mil.
– Bueno, si la datación del carbono 14 es correcta, así es. Por otro lado, creo que es más que improbable que nadie fuese crucificado en los siglos xiii o xiv. No tengo ninguna prueba con la que rebatir los resultados del carbono 14, pero me atrevo a pensar que, con toda probabilidad, la Sábana sí que data del siglo primero y fue, de hecho, el sudario de Cristo. La evidencia histórica sobre la existencia de Jesús es bastante concluyente. Nunca lo he puesto en duda, como tampoco he puesto en duda la evidencia histórica sobre Alejandro Magno o Julio César. De hecho, todo encaja perfectamente en mi hipótesis.
– Profesor, ¿por qué no están vivas las células de la sangre? -preguntó Decker.
– Una pregunta interesante. Supongo que porque la sangre procede del cuerpo que murió. Sin embargo, las células de la piel proceden del cuerpo una vez regenerado.
Goodman apoyó una mano en el hombro de Decker para, con suavidad, dirigirle hacia la puerta.
– No sé tú, pero yo estoy muerto de hambre y mi asistenta nos espera hace media hora con el almuerzo. Mi mujer se ha ido a Kansas City a ver a su madre.
La casa de Goodman era de estilo Tudor inglés, con entramado marrón y piedra, situada en una tranquila calle sin salida a unos veinte minutos del campus. Les abrió la puerta la asistenta, una joven de origen hispano.
– María, le presento a mi invitado, el señor Hawthorne -Goodman hablaba despacio, articulando cada palabra-. Almorzaremos ahora.
Decker echó un vistazo a la casa. Prácticamente todas las paredes estaban cubiertas de estanterías repletas de libros. Junto a algunas librerías se amontonaban también ordenadas pilas de libros. Decker no conocía a Martha, la mujer de Goodman, pero seguro que era muy tolerante con la profesión de su marido.
– Profesor, tenemos que hablar -dijo Decker cuando se sentaban a la mesa del comedor.
– Sí, lo sé -contestó Goodman.
Decker miró a la asistenta y de nuevo a Goodman.
– Ah, no te preocupes por ella -dijo Goodman-. Apenas habla nuestro idioma. Sólo lleva en el país unos seis meses.
– Esto no puede quedar entre nosotros -empezó Decker.
– No es mi intención mantenerlo en secreto para siempre, pero si hacemos pública la noticia ahora, no acabaremos nunca con los periodistas. Por no mencionar a los miles de fanáticos religiosos majaderos. ¿Te acuerdas de la multitud que hacía cola en Turín para ver la Sábana? ¿Qué crees que ocurriría si se filtrara la noticia de la existencia de células vivas del cuerpo de Cristo en un laboratorio de Los Ángeles? A la mañana siguiente tendríamos aquí a todos los enfermos y moribundos de Norteamérica esperando poder tocar las células y curarse. Yo he tocado las células y no me ha pasado nada. Es posible que hasta tú las hayas tocado cuando manipulabas la Sábana en Turín y por lo que veo, no ha evitado que cada vez tengas más entradas -bromeó Goodman con característica impasibilidad-. Si damos la noticia ahora sólo conseguiremos herir la sensibilidad de mucha gente. Sin embargo, si esperamos hasta que haya terminado mi investigación, es posible que podamos ofrecer una esperanza real de curación.
– ¿Qué quiere decir exactamente con eso de una esperanza real de curación?
– Pero ¿no te das cuenta? Has visto las células, ¿de qué crees que hemos estado hablando todo este rato?
– Pues me parece que ya no estoy seguro.
– Esas células tienen cientos o puede que incluso miles de años de antigüedad. Han sobrevivido a temperaturas extremas. Por lo que sabemos, son inmortales. Pero en muchos aspectos son humanas. Con el tiempo es posible que descubramos qué es lo que las hace inmortales. Tal vez descubramos lo suficiente para crear nuevas vacunas, fabricar medicamentos infalibles, alargar la vida; ¡puede que hasta alcanzar la inmortalidad!
Decker alzó las cejas estupefacto.
– No se me había pasado por la cabeza nada semejante -dijo.
– Lo cierto es que ya estoy investigando las células a fondo. Empecé por inducir la mitosis celular en el laboratorio. Las células son tremendamente resistentes y se multiplican rápidamente. He conseguido un cultivo importante. No obstante, hay otro campo de investigación que también merece atención -Goodman hizo una pausa para elegir las palabras-. Decker, ¿qué sabes sobre la clonación?
En un instante Decker supo a qué apuntaba Goodman. Él no era una persona religiosa, pero la idea le horrorizó.
– ¡Un momento! No estará pensando… ¡Está hablando de clonar a Jesucristo!
María, sobresaltada por el nivel sonoro del arrebato, dejó caer un plato en la cocina.
Goodman no había contado con la oposición de Decker.
– Espera un momento -contestó controlando los decibelios-. Para empezar, no podemos estar seguros al cien por cien de que estas células sean de Jesucristo.
– ¡Pues tienen todas las papeletas! -le espetó Decker incrédulo.
– De acuerdo, aunque lo fueran -Goodman continuó-, sigo creyendo que mi hipótesis sobre su origen es más razonable que cualquiera de esas nociones religiosas bobaliconas que puedas tener.
Fue entonces cuando Decker pudo encajar todas las piezas.
– ¡Es de eso de lo que hablaba antes! ¡Así es como piensa probar la hipótesis de que Jesús pertenecía a una raza alienígena avanzada! ¡Le va a intentar clonar!
– Mira, Decker, no hace falta hablar a voces. De todas formas, estás sacando conclusiones precipitadas. Todo lo que quería decir es que tal vez algún día puedas probar de esa forma mi hipótesis sobre el origen del hombre.
La aclaración de Goodman no resultó nada convincente.
– Verá, profesor -dijo Decker-, una cosa es investigar en el laboratorio o cultivar células en una placa de Petri, y otra muy diferente, ir por ahí queriendo clonar a la gente; ¡sobre todo si el individuo en cuestión podría ser nada menos que el hijo de Dios!
– Decker, piensa un poco. Si la imagen de la Sábana perteneciera al hijo de Dios, entonces, ¿por qué iba a dejar un creador omnisciente y omnipotente que las células se pegaran a la Sábana?
– Quién sabe. A lo mejor a modo de señal o algo así.
– ¿Y por qué iba a permitir que un hombre como yo, que ni siquiera cree en él, encontrara las células? Si fuera alguna señal, ¿acaso no habría escogido Dios a alguien que por lo menos creyera en él?
Decker no tenía respuesta a aquello.
– Es más -continuó Goodman-, aun examinando la cuestión desde un punto de vista religioso, cabe preguntarse ¿cómo iba a clonar al hijo de Dios un simple mortal? ¿Tendría el clon el «alma» de Jesús? -Goodman se esforzó por ocultar el sarcasmo de su voz-. ¿De verdad crees que Dios se iba a dejar manipular tan fácilmente por los hombres?
Decker escuchaba. Aunque le hacía sentirse incómodo, lo que decía Goodman tenía sentido.
– Decker, esperaba de ti una actitud más abierta en este tema. ¿Qué hay de tu curiosidad científica? En el fondo sabes que conseguir clonar al hombre de la Sábana constituiría la mejor prueba para demostrar que no era el hijo de Dios. Si, repito, si fuera posible clonar a ese hombre, es posible que nunca llegásemos a conocer su origen porque él no tendría la memoria del original. Lo que sabríamos a ciencia cierta es que el de la Sábana no era hijo de Dios, porque si lo fuera, y creo que en esto estarás de acuerdo conmigo, seguro que Dios no iba a permitir que clonaran a su hijo.
Decker no tenía argumentos contra la lógica de Goodman. Era poco probable que un Dios omnisciente y omnipotente se dejara por ahí tirado un puñado de células de su hijo. Aparte, era obvio que Goodman había dado por concluida la discusión.
Durante la conversación apenas habían probado bocado. Goodman se centró ahora en su plato, y Decker pensó que no le vendría mal hacer lo mismo. Después de comer, la charla emprendió derroteros más afables, pero era evidente que Goodman estaba de mal humor y en todo momento evitó hablar sobre la Sábana, salvo para comunicar a Decker que le llamaría cuando diese el siguiente paso en su investigación de las células.