En su última visita a Goodman, Decker se había enterado de que los padres de Christopher habían muerto en un accidente de coche. Su pariente más cercano era su abuelo, el hermano de Goodman, pero su delicado estado de salud le había impedido hacerse cargo del niño. Ése había sido el motivo de que Christopher se fuera a vivir con Harry y Martha.
– Al principio pensé que éramos demasiado mayores para hacernos cargo de un niño, pero Martha insistió -continuó Goodman-. Nunca hemos tenido hijos propios, ya lo sabes. Christopher ha sido lo mejor que nos ha pasado jamás. Pero, yo tenía razón, somos demasiado viejos. Así que hemos rejuvenecido.
Decker sonrió.
– Pero, bueno, vayamos a lo nuestro -dijo Goodman-. Esta vez creo que tengo algo bueno de verdad. Espera, voy a coger mis anotaciones.
Goodman salió de la habitación un momento y regresó con tres cuadernos a punto de estallar. Dos horas después, Decker tenía claro que Goodman estaba en lo cierto. Había desarrollado una vacuna para tratar muchos de los virus causantes del cáncer, como el del sarcoma de Rous y el Epstein-Barr. Era necesario realizar más estudios para determinar si el proceso de desarrollo de la vacuna era universal, y tendrían que probarse en humanos, pero todas las pruebas realizadas hasta la fecha habían dado unos resultados notables, con una efectividad de hasta el noventa y tres por ciento en animales de laboratorio.
– Entonces, lo que ha hecho ha sido cultivar células C a gran escala para luego introducir el virus cancerígeno in vitro -dijo Decker-. En esas condiciones, el virus ataca las células C y éstas generan anticuerpos que contrarrestan y, finalmente, eliminan, el virus.
– En resumen sí, así es -concluyó Goodman-. Y si el proceso de desarrollo de la vacuna funciona, es probable que sirva contra cualquier otro virus, incluido el causante del sida o el de un resfriado común. Es verdad que éstos presentarán mayor resistencia debido a las numerosas mutaciones del virus del sida y a las variedades diferentes de virus del resfriado.
– ¡Es extraordinario! Creo que le puedo garantizar una noticia de trascendencia mundial. Me extrañaría que mi editor no exhibiese su foto en la portada de la edición de la semana que viene. En cuanto a las células C, ¿mantenemos la misma versión sobre su origen que hasta ahora?
– No hay razón para cambiarla, que yo sepa. Diré que he desarrollado las células C por ingeniería genética y que no puedo dar más explicaciones sin desvelar el proceso.
– Perfecto -respondió Decker-. Me gustaría dedicar un poco más de tiempo a examinar sus notas, pero le he prometido a Elizabeth que no llegaríamos tarde.
– Está todo previsto -interrumpió Goodman-. Ya tengo las copias preparadas. Tan sólo asegúrate de guardarlas bajo llave y no dejes de llamar si te surge alguna duda.
Goodman recogió sus papeles, y la conversación pronto derivó en una charla amena y distendida. Decker le contó a Goodman que, después de pasar unos días con la hermana de Elizabeth, tenía un viaje a Israel de seis semanas, con objeto de relevar al corresponsal del News World que en este momento cubría las últimas protestas palestinas.
– Por cierto, ¿recuerda al doctor Rosen? Participó en la expedición de Turín -preguntó Decker.
– ¿Joshua Rosen? -preguntó Goodman-. Por supuesto. Creo recordar haber leído algo sobre él en algún sitio hace un par de años.
– Sería en el artículo que publiqué en News World -apuntó Decker-. Le envié una copia.
– Sí, ahora lo recuerdo. Al parecer, abandonaba Estados Unidos y regresaba a Israel después de que su programa quedara excluido del presupuesto de Defensa.
– Así es. Pues bien, sigue allí. Al final le concedieron la nacionalidad. Me alojaré en su casa un par de días.
– Es verdad, lo había olvidado. Quería la nacionalidad israelí pero le rechazaban -dijo Goodman haciendo memoria.
En ese instante, Martha Goodman, Hope y Christopher entraron por la puerta principal de regreso de un largo paseo.
– ¿Se quedan a cenar? -preguntó la señora Goodman dirigiéndose a Decker.
– No podemos, lo siento de veras -contestó Decker.
– ¿Seguro? Estoy segura de que a Christopher le encantaría disfrutar un rato más de la compañía de Hope.
– Gracias, pero Elizabeth y Louisa nos esperan -explicó Decker.
Al rato se despidieron y Decker y Hope se pusieron en camino.
Según fueron dejando kilómetros atrás, el paisaje que atravesaba la autovía se fue haciendo más y más monótono, circunstancia que Hope aprovechó para contarle a su padre el rato que había pasado con Christopher y Martha Goodman.
– Lo hemos pasado fenomenal -dijo-. Es un chico fantástico, de verdad. Qué pena que vaya a cumplir trece en un par de años.
– ¿Y eso por qué? -preguntó Decker.
– Pues porque los chicos de trece son odiosos -contestó ella.
– ¿Odiosos? -dijo Decker-. Creía que ese adjetivo se lo reservabas a tu hermana pequeña.
Hope no contestó, pero el comentario de su padre le recordó algo.
– La señora Goodman dice que es muy duro para Christopher no tener hermanos ni hermanas con los que jugar, y además no hay nadie de su edad en el barrio. Dice que ella y el profesor Goodman también son hijos únicos y que yo tengo mucha suerte de tener una hermana pequeña. Le he dicho que no opinaba lo mismo y que, bueno, que si estáis de acuerdo tú y mamá, pues le he dicho que puede quedarse con Louisa para que le haga compañía a Christopher.
Decker puso los ojos en blanco.
– Muy graciosa.
– Sí, la señora Goodman también ha pensado que no te haría gracia.
Durante el resto del viaje, Decker no pudo evitar que sus pensamientos saltaran una y otra vez de su conversación con Goodman a su viaje a Israel. Tenía muchas ganas de visitar a los Rosen, y sobre todo tenía ganas de pasar un rato con su viejo amigo Tom Donafin, que había fichado por la revista News World algunas semanas antes. Lo que no le apetecía era separarse de Elizabeth, Hope y Louisa durante tanto tiempo, aunque iban a reunirse con él en Israel para Navidad.
Estaban ya a unos ciento noventa kilómetros de Los Ángeles. La temperatura era casi perfecta. El sol no tardaría en ponerse. De repente Decker levantó el pie del acelerador y dejó que el coche continuara por inercia hasta que se detuvo en el arcén.
– ¿Qué pasa, papá? -preguntó Hope.
Pero Decker no contestó. Permaneció un largo rato absorto, como en estado de choque.
– Pero ¿cómo se me ha podido pasar? -se preguntó en voz alta.
– ¿Qué? -preguntó Hope.
– Nos volvemos -dijo finalmente.
Hope intentó oponerse, aunque sin éxito. Decker olvidó que había prometido a Elizabeth no retrasarse. Dos horas después volvían a estar en el punto de partida, en casa de Goodman, con Hope, que todavía no se había acostumbrado al cambio horario, durmiendo en el asiento de atrás. Decker se acercó hasta la puerta principal y llamó.
Goodman y Christopher abrieron juntos la puerta. Durante un momento ninguno habló; Goodman miraba a Decker confuso, con Christopher a su lado, en pijama, el pelo todavía húmedo y recién peinado después del baño.
– ¿Has olvidado algo? -preguntó Goodman por fin.
Pero Decker ya se había colocado al nivel de Christopher y examinaba con detenimiento sus rasgos faciales.
– Hola, señor Hawthorne -dijo Christopher-. Qué alegría volver a verle. ¿Puede entrar Hope a jugar un poco más?
La intensidad de la mirada de Decker empezó a desaparecer lentamente y finalmente se alzó para mirar a Goodman, que le observaba fijamente desde arriba.
– ¿Se puede saber qué te pasa? -preguntó Goodman.
Decker volvió a incorporarse.
– Lo ha hecho, ¿verdad?
– ¿De qué estás hablando? -dijo Goodman mientras aparentaba estar tranquilo y bajo control.