Decker encontró su plaza y tomó asiento. Allí estaba para recibirle el profesor Harry Goodman, un hombre pequeño de atuendo desgarbado, con el pelo canoso, las gafas de cerca caídas a media nariz y unas pobladas cejas que invadían ceño y frente como las llamas de un fuego de campaña.
– Ya pensaba que me habías dado plantón -dijo el profesor Goodman.
– No me perdería esto por nada del mundo -contestó Decker-. Sólo quería hacer una entrada triunfal.
El profesor Goodman era el vínculo de Decker con el resto del equipo. Goodman había sido profesor de bioquímica en la Universidad de Tennessee (UT) cuando Decker realizaba el curso preuniversitario de medicina. En su segundo año de carrera, Decker había trabajado con Goodman como ayudante de laboratorio. Habían conversado mucho y aunque Goodman no era de los que intiman con nadie, Decker lo consideraba un amigo. Pero algo más tarde, aquel mismo año, Goodman se mostró muy deprimido por un asunto sobre el que se negaba a hablar. Decker pudo descubrir a través de rumores que a Goodman le iban a rescindir el contrato. Esto se podía deber a aquella política suya del «Hazlo primero y pregunta después» que le había costado más de un disgusto con el rector. El curso siguiente, Goodman aceptó un puesto en la Universidad de Los Ángeles, California (UCLA), y Decker no lo había vuelto a ver desde entonces.
Decker, que por razones diferentes dejó la medicina para pasar al periodismo, no había dejado por ello de leer con avidez algunas de las mejores publicaciones científicas. Fue así como se cruzó con el artículo de la revista Science [2] sobre un grupo de científicos norteamericanos que iba a examinar la Sábana Santa, reliquia religiosa que muchos identifican con el Sudario de Jesucristo. Decker había oído hablar de la Sábana, pero siempre había desechado el asunto como otro fraude religioso más destinado a vaciar los bolsillos de creyentes ingenuos. Pero aquélla era una de las revistas de divulgación científica más leídas y los científicos estadounidenses que iban a dedicar su tiempo a estudiar aquello gozaban de toda credibilidad.
Al principio le pareció increíble, risible incluso, pero entre los científicos involucrados, Decker topó con el nombre del doctor Harry Goodman. Aquello no tenía ningún sentido. Decker sabía muy bien que Goodman era un ateo declarado. Bueno, no exactamente ateo. A Goodman le gustaba hablar sobre lo incierto de todas las cosas. En el despacho de la universidad tenía dos carteles clavados a la pared. El primero estaba escrito a mano y decía así: «Primera ley del éxito de Goodman: la distancia más corta entre dos puntos es la que se salta las normas» (filosofía que, obviamente, no encajó del todo con el rector). El segundo cartel era una impresión psicodélica, muy del estilo de finales de los años sesenta, en el que se podía leer: «Pienso, luego existo. Eso pienso». Esta mezcla de incertidumbre acerca de su propia existencia y su ausencia de fe en Dios habían llevado a Goodman a definirse como «ateo de pensamiento pero agnóstico en la práctica». Así las cosas, ¿qué hacía un hombre como Goodman uniéndose a una ridícula expedición para estudiar el Sudario de Turín?
Decker archivó la información en algún lugar de su memoria y es posible que no la hubiese rescatado de allí nunca más si no llega a ser por la llamada telefónica de un viejo amigo, Tom Donafin. Tom era reportero del Courier de Waltham, en Massachussets, y llamaba para hacerle una consulta sobre una noticia en la que estaba trabajando, la corrupción en la banca; asunto sobre el que había mucho material en Knoxville por aquel entonces. Una vez zanjado aquel tema, Tom preguntó a Decker si había visto el artículo de Science.
– Sí -contestó Decker-. ¿Por qué?
– Por nada, pensaba que te interesaría saber en qué anda metido el viejo Cejas Pobladas -comentó Tom con una carcajada.
– ¿Estás seguro de que se trata de la misma persona? No lo vi en ninguna de las fotografías.
– Al principio me pareció imposible, pero hice unas cuantas averiguaciones y, sí, efectivamente, se trata de él.
– ¿Sabes qué? -dijo Decker pensando en voz alta-. Puede que aquí haya una buena historia. La religión vende.
– Si te refieres a cubrir la expedición, creo que tienes razón, pero las medidas de seguridad son excepcionales. Intenté indagar un poco en los detalles de la expedición y fue como chocar contra un muro. Han limitado la cobertura de la expedición a un único reportero, un tipo de National Geographic. [3]
– Eso me suena a reto -dijo Decker.
– Bueno, no digo que no pueda hacerse, pero no va a ser fácil.
Decker empezó a cavilar sobre cómo hacer para conseguir la historia, si acaso le llegaba a interesar. Podía tomar la vía directa e intentar razonar con quien fuera el que mandara en la expedición. Después de todo, ¿por qué iban a contar sólo con un periodista? Por otro lado, ¿qué argumento iba a esgrimir para convencerles de que incluyeran en la expedición a un tipo de un pequeño y desconocido semanario de Knoxville, Tennessee? Estaba claro que su mejor baza pasaba por hablar con Goodman.
Durante las tres semanas siguientes, Decker hizo varios intentos por ponerse en contacto con su viejo profesor, pero fue inútil. Goodman estaba de viaje académico en algún lugar de Japón y ni siquiera su mujer, Martha, sabía con exactitud dónde se encontraba. Sin más armas que la suerte y la determinación, Decker consiguió billete para volar a Norwich, en Connecticut, y reservó habitación en el hotel donde el equipo de la Sábana debía reunirse el fin de semana del Día del Trabajo. [4] Llegó con un día de antelación para examinar el terreno.
A la mañana siguiente, Decker se enteró de que en el hotel había un comedor privado reservado para unas cincuenta personas. Tras interrogar a un camarero, pudo confirmar rápidamente que era allí donde iba a reunirse el equipo de la Sábana. Pocos minutos después empezaban a entrar en él los primeros miembros del equipo. Aquellas cejas eran inconfundibles.
– Profesor Goodman -dijo Decker aproximándose con la mano tendida.
Goodman le miró desconcertado.
– Hawthorne -socorrió Decker. Era evidente que Goodman intentaba situar la cara, así que añadió-: De la Universidad de Tennessee.
Bajo las pobladas cejas, pudo distinguir un destello de reconocimiento en los ojos verde pálido del profesor.
– ¡Pues, claro, Hawthorne! Pero… ¡qué diablos! ¿Cómo te va? ¿Qué haces en Connecticut?
Antes de que Decker pudiera contestar, entró en la sala otra persona que se dirigió a ellos con una exclamación.
– ¡Harry Goodman! ¿Dónde te metiste anoche? Te llamé a la habitación con la idea de que cenáramos juntos.
En lugar de contestar, Goodman procedió a hacer las presentaciones pertinentes.
[2] B. J. Culliton: «Mystery of the Shroud of Turin Challenges 20th Century Science»,