– Pues sí que está bien esto -dijo Decker secamente mientras inspeccionaba el estado de la habitación-, ¿qué pasa, no hay servicio de habitaciones o qué?
– Ya te puedes ir acostumbrando -contestó el reportero jefe Hank Asher.
– ¿Por qué? ¿Qué pasa?
– En Israel, casi todo el personal del sector servicios es palestino -contestó Bill Dean, el otro reportero de News World-, así que, cuando empezaron las protestas hace cuatro meses, se negaron a seguir trabajando y éste es el resultado.
– Lo han estado haciendo a cada nuevo episodio de esta interminable batalla -continuó Asher antes de darle otra calada al cigarrillo.
En ese momento sonó el teléfono. Asher contestó la llamada.
– ¿Cuándo? -preguntó un momento después-. ¿Estás seguro?
Escuchó la respuesta, colgó y agarró la bolsa con la cámara, mientras los otros tres hombres se precipitaban instintivamente hacia la puerta.
– Bueno, chicos, espero que hayáis desayunado bien esta mañana -dijo Asher-. Ésta va a ser de las buenas.
Los cuatro hombres se embutieron en un pequeño automóvil y partieron a toda velocidad.
– ¿Adónde vamos? -preguntó Decker.
– Petah Tiqwa -contestó Asher-. Hay importantes disturbios en marcha. Si mi fuente está en lo cierto, puede haber varios miles de palestinos implicados. Las fuerzas de seguridad israelíes han estado empleando pelotas de goma hasta ahora, pero con toda esa gente tirando piedras y cócteles molotov, puede ocurrir cualquier cosa.
– Pero ¿qué es lo que ocurre? -preguntó Tom-. ¿Por qué tanta gente?
– No lo sé -contestó Asher-. Hasta ahora, los disturbios han sido dispersos y se habían limitado a unas pocas docenas de palestinos cada vez. Lo de hoy es muy raro.
Cerca del lugar de los disturbios, las fuerzas de seguridad israelíes habían cortado la calle. Asher acercó el coche hasta el puesto de vigilancia y mostró al soldado su acreditación de prensa. Al rato aparcaron el coche a unos cien metros del lugar donde se desarrollaban los disturbios y Asher y Dean colocaron grandes carteles con la palabra PRENSA en el parabrisas y las ventanillas laterales y trasera.
– Suelen respetar a los vehículos de la prensa -explicó Dean, al ver cómo les observaban Tom y Decker.
Al acercarse al núcleo del conflicto comprobaron enseguida de cuánta gente se trataba. La fuente de Asher había acertado en los números. Las fuerzas de seguridad israelíes habían dividido a la muchedumbre de palestinos en media docena de grupos más pequeños, a cuyos gritos y consignas se superponía el ruido de cristales al romperse y el estallido de los lanzapelotas de goma de la policía israelí. Decker y Tom se separaron de Dean y Asher para cubrir así una zona más amplia. Se acercaron tanto como pudieron a uno de los grupos y decidieron intentar rodearlo por detrás, lo que suponía desviarse cinco manzanas y acercarse desde el lado de la contienda.
A dos manzanas del enfrentamiento, Decker sintió como el pulso se le aceleraba repentinamente cuando el sonido de los disparos de pelotas de goma fue sustituido por otro más familiar y mortal, el estallido de munición real que ya había escuchado durante su servicio en el ejército. Al principio sólo se oyeron disparos aislados, pero pronto se hicieron más repetidos. Decker creyó que escuchaba el eco de los disparos en la distancia. Pero enseguida supo que se equivocaba. Desde las calles adyacentes se hacían cientos de disparos en todas direcciones. Su primera reacción fue la de ponerse a cubierto, pero la curiosidad periodística que en otras ocasiones le llevó a hacer cosas de las que no se sentía orgulloso le impulsó a acercarse al conflicto. Tom preparó la cámara para inmortalizar la escena que les esperaba.
De repente cesaron los disparos y las calles se llenaron de llantos y gritos de dolor. Algo más adelante, más de cincuenta palestinos yacían heridos o muertos. Por encima de los gemidos, se escuchó por dos veces la orden de sustituir la munición real por pelotas de goma. Soldados israelíes corrían de portal en portal sacando a punta de fusil a los palestinos que se acurrucaban pegados a las fachadas. Mostrando algo de clemencia, ignoraron a los que se afanaban por ayudar a los heridos.
Cerca de Decker había un chico de unos once o doce años que, arrodillado en el suelo, sujetaba entre sus brazos el cuerpo de un hombre muerto. Mientras Decker observaba la escena, se acercó al chico un soldado israelí. Se tambaleaba y sangraba profusamente de una pedrada sobre el ojo derecho. Rabioso y dolorido, el chico, ignorando todo riesgo, alargó el brazo en busca de algo que poder arrojar y lo encontró; un ladrillo, partido por la mitad, con las esquinas romas de tantas veces como había sido arrojado ya.
El soldado parecía aturdido y no se apercibió de la presencia del chico hasta que no estaba a escasos metros de él. Con los ojos inundados de lágrimas, el chico lanzó el ladrillo sin apuntar y golpeó en la espinilla derecha al soldado, que lanzó un grito de dolor y se llevó instintivamente la mano a la pierna, pero al ver al chico echar a correr, se soltó y levantó el arma. Con la visión nublada de sangre, el soldado apuntó hacia su objetivo. Mientras tanto, el chico casi había alcanzado la esquina del edificio desde la que Decker observaba la escena. Decker se estiró hacia el chico y lo atrajo hacia sí, apartándolo de la fatal trayectoria justo en el momento en que la bala pasaba silbando. Por el sonido del disparo, Decker y el soldado supieron que la munición había sido real. En su aturdimiento, el soldado había olvidado ejecutar la orden de volver a cargar su arma con munición de goma.
Decker abrazó con fuerza al chico, que forcejeó un momento y luego dejó de luchar. El soldado no persiguió al chico. Pronto los disturbios cesaron. Sólo quedaba contar las bajas y limpiar para volver a empezar.
Decker y Tom preguntaron al chico, que entendía algo de inglés, dónde vivía y éste contestó que era de Jenin, un pueblo situado a varios kilómetros de Petah Tiqwa. Se había tratado, al parecer, de un disturbio organizado al que se había convocado a palestinos de todos los rincones de Israel. Decker dijo al chico que se encargarían de llevarle a casa.
De vuelta al coche, atravesaron el mismo camino donde se habían producido los disturbios; Tom, haciendo fotografías de los destrozos y Decker, con el muchacho a la espalda. Cuando llegaron al coche ya les esperaban Dean y Asher.
– ¿Qué traéis ahí? -preguntó Asher.
– Un testigo -contestó Decker-. Vive en Jenin. Lo reclutaron para acudir hoy al disturbio. Es así como han conseguido reunir a tanta gente. Han reclutado extras de fuera. Si llevamos al chico a casa, es posible que consigamos alguna pista que nos lleve hasta los cabecillas.
Era una apuesta arriesgada, pero Decker no quería tener que depender de la generosidad de Asher para que les ayudara a llevar al chico a su casa.
Si ya habían ido antes apretados en el coche, ahora aquello parecía el metro de Washington en hora punta. El chico hizo todo lo que pudo para indicarles el camino y después de cuarenta minutos dando vueltas, se detuvieron por fin ante una fachada de planchas de hormigón. Decker y Tom acercaron al chico hasta la puerta y lo entregaron a su madre. El chico la abrazó por la cintura y empezó a hablarle. Al ver las lágrimas de ella, Decker adivinó que el hombre que había yacido en los brazos del chico era probablemente su hermano mayor. Apenas podía hablar por el llanto, pero intuyeron, aunque su inglés resultara muy pobre, que sabía que habían ayudado a su hijo.
– Si queremos que salga algo de todo esto en la edición del lunes, tenemos que regresar a la oficina ahora mismo -les gritó Bill Dean desde el coche-. Ya seguiréis con esto más adelante.