– ¡Cálzate, rápido!
Tom agarró cámara, abrigo y zapatos y corrió hacia la puerta.
– ¿Qué pasa? -preguntó.
– ¡La llamada! -dijo Decker en un intento por abreviar-. ¡Van a volar el Muro de las Lamentaciones!
– ¡Claro! -exclamó Tom mientras se dirigían a toda prisa hacia el ascensor-. «Llorarán» pero «no tendrán donde derramar sus lágrimas».
Tom llamó al teniente Freij desde su teléfono móvil mientras Decker se ponía al volante y recorría la escasa distancia que separaba el hotel de la puerta de Jaffa, bajaba por la calle de David y entraba en la ciudad antigua. Estaban a sólo un kilómetro y medio del Muro de las Lamentaciones, pero el asfalto estaba muy deteriorado y Tom pensó que a la velocidad a la que iban, el coche se caería a trozos antes de llegar. Era tarde y la calle, de dirección única, estaba prácticamente desierta, por lo que Decker no tuvo ninguna dificultad para torcer bruscamente a la derecha por la calle del Patriarca armenio, dejar a la derecha la puerta de Sión y luego continuar por la calle Batei Makhase. Casi habían llegado.
Decker estacionó el coche en el aparcamiento del Muro de las Lamentaciones y cerró la puerta de un portazo antes de que él y Tom se precipitaran a todo correr hacia el muro. Todo estaba en silencio y desierto en la fría y oscura noche. Incluso los turistas se habían ido a la cama. Decker y Tom se detuvieron y miraron a su alrededor en busca de alguna señal de actividad, sin resultado. Lo único que se oía era el viento y el murmullo nocturno apenas audible de la ciudad nueva que se extendía al otro lado de las murallas. Se miraron.
Decker fue el primero en hablar.
– Lo sabes, ¿verdad? -dijo-. De un momento a otro va a aparecer el teniente Freij con sirenas y luces a todo meter y nosotros aquí como dos pasmarotes.
Suspiraron a la vez.
– No podemos llamar y decir que no venga, ¿verdad? -bromeó Tom angustiado.
– No serviría de nada -contestó Decker-, tiene que estar al caer.
Fue entonces cuando se dieron cuenta. Dejaron de hablar al instante y miraron a su alrededor.
– Aquí hay algo que no me cuadra -dijo Decker con perspicacia mientras examinaba la escena con detenimiento.
– No hay policía -contestó Tom secamente.
No había ni rastro de las omnipresentes fuerzas de seguridad israelíes.
Al instante les sobresaltó un chico que salía de la entrada al túnel que Joshua Rosen les había señalado unos días antes. A los pocos segundos salieron detrás de él unos ocho hombres, para los que al parecer había estado montando guardia. En su carrera, el chico pasó lo suficientemente cerca para que Decker y Tom pudieran verle la cara Era el chico palestino de Jenin.
Decker y Tom corrieron hacia la entrada del túnel y allí se toparon con los cuerpos de cuatro miembros de las fuerzas de seguridad israelíes que yacían en charcos de sangre, degollados. Decker se agachó buscando en vano algún signo de vida. Tom apartó la mirada del sangriento espectáculo. Al hacerlo le llegó el inconfundible olor a mecha ardiendo.
– ¡Decker! ¡Corre! -gritó mientras cogía a Decker del brazo.
Los dos hombres abandonaron precipitadamente el túnel y corrieron tan rápido como les fue posible. A unos sesenta metros aflojaron el paso y se detuvieron convencidos de que se encontraban a una distancia segura. En la lejanía pudieron escuchar el ulular de las sirenas del teniente Freij. Al girarse hacia los coches de policía, el suelo tembló y el estallido de una gigantesca explosión tronó en sus cabezas. Al instante, cayeron al suelo mientras polvo y piedras volaban a su alrededor. Casi de inmediato, siguieron una segunda y una tercera detonaciones que llenaron el aire con una nube pesada y opaca de suciedad, humo y piedra pulverizada, que oscureció las luces de la ciudad. Por un instante se hizo el silencio, luego el suelo volvió a temblar una y otra vez mientras cientos de enormes rocas caían del muro con pesado estruendo, demoliendo el pavimento de la plaza y despedazando las piedras que acababan de caer.
Decker estaba tendido sobre el suelo. Intentó protegerse con su camisa, pero una polvareda densa y asfixiante se infiltraba por su boca y su nariz. Se ahogaba y no dejaba de toser. Ignoraba qué le había ocurrido a Tom, aunque tampoco le importó demasiado en ese instante. Sólo sabía que necesitaba respirar. Creyó morir y sólo su respiración entrecortada y el dolor en los pulmones le convencieron de que seguía vivo. No podía oír más que un pitido en los oídos.
Entonces aparecieron en la oscuridad las luces de la policía. Pasaron unos minutos hasta que, casi inconsciente, sintió que le cogían y le sacaban a rastras. La nube no tardó en descender y pudo ver el rostro del teniente Freij observándole desde arriba.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó Freij.
– Decker intentó contestar pero empezó a toser y a escupir una mucosidad llena de polvo. Por el rabillo del ojo vio a Tom, que yacía en el suelo cerca de él. Sin parar de toser, Decker se arrastró hasta su amigo y consiguió pronunciar su nombre.
Al igual que él, Tom estaba cubierto de pies a cabeza por una espesa capa de polvo gris. Su respiración era entrecortada y forzada. Al oír a Decker, abrió los ojos y esbozó una sonrisa.
– ¿Qué? -preguntó Decker tratando de entender el inesperado buen humor de Tom.
– Tengo la foto -consiguió decir Tom levantando la cámara cual trofeo antes de sufrir un ataque de tos.
Mientras recorría de un vistazo la zona donde antes se levantaba el Muro de las Lamentaciones, pensó un instante en lo que le alegraba seguir vivo. Y aunque detestaba la destrucción de tan soberbio monumento histórico, no pudo evitar imaginar la fotografía de Tom en la portada de la edición del lunes del News World junto con su artículo de cabecera.
Una vez despejados los pulmones, Decker y Tom explicaron al teniente Freij lo sucedido y señalaron hacia el lugar aproximado dónde buscar los cuerpos de los guardas enterrados por los cascotes. Sin embargo, no le dijeron nada del chico. Hablarían con él por la mañana y así conseguirían tal vez una segunda exclusiva.
Cuando abandonaron el lugar, cientos de israelíes y de turistas de la zona se agolpaban junto al perímetro establecido por la policía para observar sobrecogidos y horrorizados lo que había sido el último vestigio del antiguo Templo.
Quien llamó por teléfono no se equivocaba, fue mucho lo que se lloró aquella noche. Los palestinos habían colocado explosivos más que suficientes para conseguir su objetivo. Por todas partes había restos de piedra pulverizada. La tierra del monte del Templo que se elevaba detrás del muro se había derrumbado sobre los escombros. Del muro no quedaba piedra sobre piedra.
8
Jerusalén, Israel
A la mañana siguiente, Decker y Tom se levantaron temprano y viajaron en coche hasta Jenin para hablar con el chico palestino. De camino se les ocurrió que ni siquiera tenían un plan.
– Muy bien, llegamos allí, y luego ¿qué? -preguntó Tom.
– Pues hablamos con él y le pedimos que le diga a la gente con la que estaba anoche que hay unos periodistas americanos que quieren hablar con ellos. No somos enemigos. Les gustan los medios de comunicación. Es la única forma que tienen de hacerse publicidad. Además, si no quisieran cobertura no habrían llamado por teléfono para avisarnos de lo que iba a ocurrir. El mayor problema va a ser el teniente Freij, que querrá que revelemos nuestras fuentes tan pronto se publique la noticia.
Cuando llegaron a casa del chico, Tom decidió dejar la cámara en el coche para asegurarse de que nadie se ponía nervioso. Recorrieron el corto camino de acceso a la casa y Decker llamó a la puerta.
– ¿Crees que habrá alguien? -preguntó Tom pasados unos instantes. Pero aún no había terminado su pregunta cuando la puerta se abrió y la madre del chico les invitó a entrar con un gesto-. Fantástico -dijo Tom-. A lo mejor tenía que haber cogido la cámara después de todo.