Aquella noche uno de los hombres les trajo comida y agua. Por la mañana volvieron a alimentarlos y se les permitió asearse un poco, uno cada vez. Ahora que parecía haber menos probabilidades de que los mataran sin más, Decker recordó a Elizabeth, Hope y Louisa. El temor a la tortura y la muerte, y el dolor físico que ya había soportado se le antojaban lejanos y sin importancia comparados con la dolorosa empatía que sentía hacia la angustia que sabía estaría pasando su familia.
Por la noche entraron dos de los guardas, quienes les vendaron los ojos y los amordazaron después de embutirles pedazos de tela en la boca. Decker supuso que iban a trasladarles a otro lugar. Permanecieron tumbados así durante unos veinte minutos, tosiendo de vez en cuando a causa de los trapos, y luego les desataron los pies y fueron conducidos al exterior.
Una vez afuera, los secuestradores hicieron algo que extrañó mucho a Decker. Dos de los hombres le cogieron y le tumbaron boca arriba sobre algo que creyó podía ser una carretilla de mecánico, de las que se usan para trabajar en los bajos de los coches. Entonces le ataron los pies de nuevo. Sólo se le podía ocurrir que le estuviesen preparando para alguna especie de macabra tortura que requería introducirle debajo de un coche o un camión. Pero si así era, ¿por qué vendarle los ojos? Si el sadismo era su principal objetivo, era más lógico que quisieran que viera lo que le esperaba. Desde luego, no le habrían llenado la boca de retales. Querrían escuchar sus gritos.
Decker sintió como recorría rodando unos dos metros y medio; luego la carretilla se detuvo y de un empujón rodó hasta quedar boca abajo en el suelo. Le pareció que estaba debajo de algo muy grande. Cuatro pares de manos le asieron a continuación del cuerpo para levantarle aproximadamente medio metro hasta que su espalda chocó contra lo que quiera que había sobre él y le ataron firmemente en esta posición. Lo siguiente que pudo escuchar fue el chirrido de una puerta de metal al cerrarse.
Estaba en lo que creyó era una especie de ataúd, aunque podía sentir el aire circular a su alrededor, así que no pensó que se fuera a asfixiar. Mientras permaneció esperando así, atado y boca abajo, pudo oír de nuevo el ruido de las ruedas de la carretilla, seguido del resoplar de los hombres al manejar un peso y finalmente el de otra puerta de metal al cerrarse. Decker supuso que los secuestradores habían hecho lo mismo con Tom. El sonido de las voces de los palestinos era ahora un murmullo casi indistinguible, pero ninguno hablaba en inglés, así que tampoco le importó demasiado no poder entender lo que decían.
A los cinco minutos oyó un portazo seguido de la explosión del motor al arrancar el vehículo. Entonces lo entendió todo. Él y Tom estaban atados a los bajos de un camión. Los habían introducido en cajas metálicas que se encajaban bajo el camión y en las que se transportaban armas, y en ocasiones personas, ilegalmente a uno y otro lado de los controles y puestos fronterizos.
Tel Aviv, Israel
Elizabeth Hawthorne y sus dos hijas atravesaron el vestíbulo del aeropuerto internacional David Ben Gurion de Tel Aviv. Hacía sólo unos días, Elizabeth estaba sentada en su oficina pensando en lo aburrido que era el trabajo y en lo mucho que echaba de menos a Decker. En plena crisis había decidido tomarse unos días más de vacaciones, sacar a las niñas del colegio y volar a Israel una semana antes de lo previsto. Las sorpresas siempre habían sido el fuerte de Decker, pero Elizabeth decidió que esta vez sería él el sorprendido.
De ninguna manera podía imaginar la noticia que le esperaba.
Ella y las niñas se dirigían con el equipaje hacia la salida cuando les abordó una pareja de unos sesenta años y aspecto sombrío.
– ¿La señora Hawthorne? -preguntó el hombre.
– Sí, soy yo -contestó ella algo sorprendida.
– Mi nombre es Joshua Rosen. Ésta es mi mujer, Ilana. Somos amigos de su marido.
– Sí, lo sé -respondió Elizabeth-. Decker me ha hablado de ustedes. ¿Les envía él? ¿Cómo ha sabido que le iba a dar una sorpresa? -preguntó sin advertir la gravedad de la situación.
– ¿Podemos hablar un momento en privado? -preguntó Joshua.
Elizabeth supo entonces que algo no iba bien. Quería saber qué ocurría y no quería esperar.
– ¿Le ha ocurrido algo a Decker? -le preguntó ansiosa.
Joshua Rosen prefería no hablar delante de Hope y Louisa, pero Elizabeth insistió.
– Señora Hawthorne -empezó-, según el recepcionista del Ramada Renaissance, Decker y Tom Donafin salieron hace cinco días del hotel donde se alojaban en Jerusalén. La noche pasada me llamó Bill Dean, del News World, para preguntarme si sabía dónde estaban. Me dijo que su editor lleva tres días intentando localizarlos. Al parecer intentó llamarla a la oficina, pero le dijeron que estaba usted de vacaciones. Tampoco pudo localizarla en casa.
Aquella explicación estaba impacientando a Elizabeth, que quería llegar al fondo del asunto.
– Se lo ruego, señor Rosen, si le ha ocurrido algo a mi marido, ¡dígamelo!
Joshua entendía su angustia pero detestaba tener que decírselo así, a secas, sin ninguna explicación.
– Me temo que han secuestrado a Decker y Tom en el Líbano.
Elizabeth no podía creer lo que escuchaba.
– ¿Cómo? Es imposible. No puede ser -dijo sacudiendo la cabeza-. Ni siquiera tenían que ir al Líbano. ¡Están en Israel! ¡Tiene que haber algún error! -exclamó protegiéndose con aquel tono imperativo del desfallecimiento que ya sentía en el corazón, como si al hacerlo pudiera cambiar lo que era incapaz de afrontar.
Joshua e Ilana la miraban con tristeza.
– Lo siento -dijo él-. Hezbollah, un grupo de militantes seguidores del ayatolá Oma Obeji, ha anunciado esta mañana que retenía secuestrados a Decker y a Tom. Han enviado a un periódico libanés una nota donde se atribuyen el secuestro y en la que incluyen fotografías de Decker y Tom.
Hope y Louisa ya habían roto a llorar. Elizabeth buscó algún sitio donde poder sentarse y, al no encontrar ninguno, aceptó apoyarse en Ilana Rosen, que la abrazó mientras estallaba en sollozos.
En algún lugar del norte del Líbano
Al detenerse el camión, Decker intentó respirar hondo y relajar los músculos después de un agotador y agitado trayecto de varias horas sobre carreteras repletas de socavones. Con ayuda de la lengua y los dientes había conseguido sacarse parte de la mordaza y así poder respirar con más facilidad. Sólo rezaba por que Tom también lo hubiese conseguido. Le dolía la cabeza por el constante golpeteo contra el interior de aquel ataúd de acero y por el dolor que le subía desde los músculos de la espalda y del cuello. Deseó desesperadamente que aquel fuera el final de viaje, aunque le aterrorizaba pensar en lo que les esperaba.
El conductor hizo sonar la bocina del camión y bajó de la cabina para esperar a sus compatriotas. Era obvio que no le preocupaba que alguien pudiera verle a él o a su cargamento humano. La posibilidad de que se debiera a que no había nadie en los alrededores o a que a nadie de los que por allí había le importaba entretuvo brevemente la curiosidad de Decker, aunque pronto lo olvidó. Un instante después escuchó cómo se acercaban al camino otros hombres. Volvió a sonar el herrumbroso chirrido de la puerta, esta vez al abrirse, y sintió como unas manos aflojaban las correas que le mantenían sujeto. El hombre encargado de desatarle las correas de los pies iba más lento que los otros y éstos no lo sujetaron al quedar liberado de sus ataduras, así que cayó de cabeza contra el asfalto, los pies atados todavía a los bajos del camión. Decker, convaleciente todavía del golpe que recibiera en la parte de atrás de la cabeza días atrás, emitió un grito apagado que le hizo aspirar el trapo hasta la garganta.