Mientras se debatía en busca de aire le sacaron a rastras de debajo del camión. Una vez liberado de la cuerda que llevaba atada a los pies, uno de los hombres le ladró una orden y Decker dedujo que quería que se pusiera de pie. La cabeza le daba vueltas de dolor y la sangre empapaba la venda de los ojos y le goteaba por el rostro y el cuello; tenía ganas de vomitar. No había músculo que no le doliera o estuviera agarrotado, pero se esforzó y consiguió levantarse.
Uno de los hombres le dio la vuelta y lo empujó para que empezara a andar. Avanzó a trompicones mientras el secuestrador le gritaba órdenes que no podía entender. Al llegar al portal de un edificio, Decker dio un paso hacia el interior y una vez allí sintió que estaba en el hueco de una escalera. Iba a ser complicado subir con los ojos vendados; y podía resultar mortal si las escaleras bajaban.
A pesar del dolor hizo un esfuerzo por mantener los sentidos bien alerta y tanteó lentamente con el pie en busca de un escalón que subiera o de una caída. El secuestrador, impacientado por su lentitud, le hizo avanzar de un empujón. Decker se abalanzó hacia delante esperando lo peor, pero su pie golpeó en la contrahuella de un escalón. Recuperado el equilibrio, levantó el pie y empezó a ascender las escaleras.
Tres tramos más arriba fue conducido por un pasillo y a través de dos puertas hasta una pequeña estancia. Allí, el secuestrador le colocó de espaldas a la pared y de un empujón lo sentó en el suelo. A continuación le quitó la mordaza y le entregó un vaso de agua. Entonces el hombre abandonó la estancia y cerró la puerta con llave. Decker bebió el agua y se recostó de lado.
Pensó que era buena señal que los otros se hubiesen quedado esperando en el camión. Tal vez estuvieran sacando a Tom y fueran a trasladarle a la misma habitación de un momento a otro. Permaneció allí tumbado esperando a escuchar el ruido de la puerta y a que trajeran a Tom, pero no ocurrió nada. No sabía cuánto tiempo había transcurrido, pero cuando despertó un rato después, descubrió que ya no llevaba los ojos vendados y que habían vuelto a atarle los pies.
Seis meses y medio después
Según sus cálculos era veinticuatro de junio, el día de su aniversario de boda. Veintitrés años. Intentó recordar si en alguna ocasión le habían contado qué se regalaba tradicionalmente para el vigésimo tercer aniversario. Nadie lo había hecho. Intentó imaginar qué haría Elizabeth ese día. A duras penas sobrellevaba la separación, pero el aislamiento y la incertidumbre de si aquello acabaría alguna vez eran más de lo que él podía soportar. La sensación de absoluta impotencia hizo que le embargara un sentimiento de autocompasión y de odio a sus secuestradores a la vez. Sólo quería poder decirle a Elizabeth que la amaba y que estaba vivo. La necesidad de acercarse y consolarla era lo más doloroso de todo. Sabía que tal vez no regresaría a casa jamás. Que no volvería a ver a su mujer o a sus hijas. En su cólera y frustración tiró de las cuerdas que le ataban manos y pies. Aunque ni en plena forma hubiese podido arrancarse aquellas ataduras, intentarlo en su estado debilitado en parte por la inanición fue doblemente inútil y sólo agravó su desesperación.
Decker había repasado una y otra vez lo ocurrido el día que Tom y él fueron secuestrados y todo lo que siguió. No sabía por qué, pero su instinto le decía que estaba en el Líbano. Buscó alguna pista que pudiera probar su corazonada. Si sólo los secuestradores le trajeran por una vez la comida envuelta en papel de periódico o si pudiera divisar o escuchar el grito de una gaviota del Mediterráneo… Pero lo único a lo que se podía aferrar era al uso ocasional que de la palabra Al-Lubnan [30] hacían los secuestradores. Rehusaba dar por muerto a Tom Donafin, pero no había visto a su amigo desde la noche que les habían vendado los ojos y amordazado en Israel. Lo cierto era que, en realidad, no había visto a nadie más desde entonces. Los hombres que le retenían entraban en el cuarto con máscaras y casi nunca le hablaban.
No había visto nada de lo que había al otro lado de la puerta de su cuarto, pero se percató de que se encontraba en un viejo edificio de pisos. Las ataduras de los pies formaban una especie de esposas, con unos treinta centímetros de cuerda entre los tobillos, lo que le permitía dar pequeños pasos. Para que no pudiera desatarse, logro que le hubiera merecido un duro castigo, las cuerdas que le ataban las muñecas estaban tan apretadas que apenas podía moverlas. Sin embargo, podía sostener el cuenco de comida y ocuparse de sus necesidades fisiológicas. Llevar una higiene personal era casi imposible, y sólo le proporcionaban un cubo con agua para lavarse de vez en cuando.
Al principio, cuando llevaba unos cuatro meses de cautiverio, uno de los secuestradores le había entregado una copia del Corán en inglés. Su primer deseo fue hacerlo trizas, pero sabía que con ello sólo conseguiría la muerte. Sabía que, para los musulmanes, el Corán es más que un libro con la palabra de Alá; el libro es en sí un objeto sagrado. Dañar ese objeto es mucho peor que un insulto a Alá, se interpreta como un ataque directo al dios, que sólo puede provocar su ira y la ira de sus seguidores. Además, sin nada más qué hacer o leer, le proporcionó a Decker cierto entretenimiento. Había escuchado a quienes afirman que el islam es una religión pacífica; que quienes asesinan y secuestran y cometen atentados en nombre de Alá no representan al «verdadero islam»; pero costaba creerlo sentado en el suelo, atado de pies y manos.
Se consolaba pensando que las cosas podían haber sido mucho peores. Los secuestradores no le habían vuelto a torturar desde muy al principio de su cautiverio. Las quemaduras de cigarrillo ya se le habían curado. Sólo de las más graves le habían quedado cicatrices.
Al principio parecía que les divertía amenazarle con navajas y cuchillas. Aunque la diversión no siempre se reducía a meras amenazas. En una ocasión, uno de los hombres había llevado su sadismo a cotas extraordinarias. Mientras le ataba para que no pudiera moverse, le contó cómo le iba a cortar las orejas como trofeo. Si se movía lo más mínimo, le había dicho el hombre a Decker chapurreando en inglés, le rajaría el pescuezo. Empezando por el punto más alto de la oreja izquierda, el hombre le hizo un corte profundo y sangriento, retiró la cuchilla y estalló en una risa descontrolada al ver el dolor en los ojos de Decker, que apretaba los dientes para no moverse. El hombre todavía reía bajo la máscara cuando salió del cuarto y cerró la puerta. Decker había pasado la noche atado en aquella posición. Con esfuerzo había conseguido cambiar el peso de lado, rodar hasta quedar tumbado sobre el estómago y girar la cabeza para apoyarla en el suelo y que el peso recayera sobre su oreja seccionada. La presión era atroz pero necesaria para detener la hemorragia.
A pesar del miedo y del dolor que sufrió en aquella ocasión, Decker descubrió lo increíblemente fácil que le había resultado no gritar. La sorpresa y curiosidad que le provocó esta reacción le proporcionó una distracción extraordinariamente eficaz contra el dolor. Mientras yacía en el suelo recordó un breve poema de Nguyen Chi Thien que había leído años atrás, en el que el poeta explicaba su silencio cuando había estado sometido a tortura. Nguyen, prisionero del régimen comunista vietnamita durante veintiséis años, había escrito un libro de poesía autobiográfico titulado Flores del Infierno. Decker recordaba uno en especial.
Permanezco en silencio mientras me torturan,
y aun me enloquece el dolor bajo el hierro candente.
Contad a los niños cuentos de heroica fortaleza.
Yo sigo en silencio y pienso:
«Quien en los bosques encuentra bestias salvajes,