¿acaso osa gritar implorando su gracia?» [31]
Algunas horas después, Decker se despertó en un charco de sangre coagulada al que había quedado pegado por la oreja. Al intentar liberarse sintió como la costra empezaba a rasgarse. Sabía que no podía quedarse allí tumbado. Si no se movía, lo harían por él los secuestradores, y ellos no iban a andarse con delicadezas. Durante las tres horas que siguieron, Decker dejó que su saliva se deslizase por la mejilla y de ahí al suelo a fin de fluidificar la sangre seca. Cuidadosamente liberó su oreja, aunque no sin derramar algo de sangre fresca.
Ahora, después de tantos meses, los mayores problemas de Decker eran el aburrimiento y la depresión que le causaban tanta impotencia, desesperación e ira. Hacía mucho tiempo había leído algo sobre un prisionero de guerra norteamericano en Vietnam que había combatido el aburrimiento y mantenido la cordura jugando de memoria cada día una partida completa de golf, pero Decker no había tenido nunca tiempo para practicar deporte. Era como si durante los últimos veintitrés años no hubiese hecho otra cosa que escribir y leer.
Durante un tiempo intentó recordar todos los artículos que había escrito en su vida. Luego se le ocurrió releer novelas de memoria. Cuando no recordaba cómo seguía el argumento se lo inventaba.
Un buen día empezó, como Nguyen Chi Thien, a componer poemas. En silencio recitaba cada verso una y otra vez para asegurarse de que no lo olvidaría. En su mayoría eran poemas para Elizabeth.
Momentos perdidos que creí duraderos;
promesas rotas, irremediables;
sueños de días de un pasado malgastado;
días de sueños que no acaban jamás.
Noches y días, infinitos y desdibujados,
muros cenicientos y gris el color,
dolor y pérdida apenas sobrellevo,
mi cuerpo de sucios andrajos cubierto.
He malgastado tanto tiempo ajeno,
tantas palabras hermosas sin pronunciar, mi tesoro.
Y ahora camino sobre las olas de este lago infinito
de lágrimas no derramadas por lo que quedó sin hacer.
Muchos son los pensamientos que asaltan a un hombre aislado durante tanto tiempo y Decker creía que ya los había agotado. A menudo pensaba en su hogar, en Elizabeth y las dos niñas. Era tanto lo que se había perdido por anteponer siempre el trabajo a todo lo demás. Y ahora cabía la posibilidad de que, de nuevo por culpa del trabajo, no volviera a verlas nunca más. Tantas ocasiones y oportunidades perdidas.
Tumbado sobre la alfombrilla del cuarto, iluminado sólo por la luz que se filtraba a través de las grietas de la ventana tapiada, le pareció extraño y casi dolorosamente divertido que siempre hubiese llamado a su mujer Elizabeth y no Liz o Lizzy o Beth. No es que fuera demasiado seria para llamarla con un diminutivo. Es que le pareció que no habían pasado juntos tiempo suficiente para alcanzar esa familiaridad.
9
Dos años y tres meses después. En algún lugar del norte del líbano
– Señor Hawthorne.
– Señor Hawthorne.
– Despierte, señor Hawthorne, es hora de irse.
Decker abrió los ojos y miró a su alrededor. Al retorcerse para cambiar el peso de lado y poder incorporarse, las cuerdas que le araban manos y pies se le deslizaron como un par de guantes y de zapatos demasiado grandes.
– Es hora de irse, señor Hawthorne -oyó que decía de nuevo la voz de un joven.
Decker se frotó los ojos y se volvió hacia el lugar de donde procedía la voz. Allí, en el vano de la puerta ahora abierta de su cuarto estaba Christopher Goodman. Había cumplido ya los catorce y era mucho lo que había crecido desde la última vez que le vio.
– ¿Christopher? -preguntó Decker totalmente desconcertado ante tan inesperado giro de los acontecimientos.
– Sí, soy yo, señor Hawthorne -respondió Christopher.
– ¿Qué haces tú aquí? -preguntó Decker incrédulo y confuso.
– Es hora de irse, señor Hawthorne. He venido a buscarle -dijo Christopher sin intención aparente de ofrecerle más explicaciones.
Christopher salió del cuarto y le hizo una señal para que le siguiera. Decker levantó los cincuenta y dos kilos en los que se había quedado y siguió a Christopher fuera de la habitación en dirección a la puerta principal. A mitad de camino vaciló. Intentó recordar, se olvidaba de algo muy importante, algo que no podía dejar atrás.
– ¡Tom! -dijo de repente-. ¿Dónde está Tom? -se preguntó recordando al amigo que no había vuelto a ver desde que los trasladaran al Líbano.
Christopher vaciló y luego levantó el brazo lentamente y señaló hacia otra puerta. Decker la abrió con sigilo, atento a cualquier señal que le advirtiera de la presencia de los secuestradores. No había ni rastro de ellos. En el interior, Tom estaba tumbado sobre una alfombrilla idéntica a la que él había usado durante casi tres años para dormir, sentarse, comer… vivir, en definitiva. Tom yacía de cara a la pared. Decker entró y empezó a desatar las cuerdas que ataban los pies de su amigo.
– Tom, despierta. Nos vamos de aquí -le susurró.
Tom se incorporó y miró a su libertador. Durante un instante se quedaron los dos allí quietos, mirándose fijamente a los ojos. Por fin, Decker consiguió desviar la mirada y se puso a desatar las manos de Tom. No se había visto en un espejo durante todo este tiempo de cautiverio, y aunque sí podía ver su cuerpo descarnado, no se había vuelto a ver el rostro, allí donde más evidentes eran los efectos del cautiverio. Ahora el rostro de Tom le reveló el estado tan lamentable en el que estaban ambos y fue tanto el dolor y la compasión que sintió por su amigo que tuvo que apartar la vista para no llorar.
Una vez fuera del piso, Decker y Tom recorrieron el pasillo con cautela deseando no ser descubiertos. Christopher, en cambio, marchaba delante de ellos en lo que les pareció una actitud despreocupada y ajena a la gravedad de la situación. Bajaron tres tramos de escaleras, en cuyos escalones se apilaban basura y restos de escayola y de cristales rotos. Seguía sin haber ni rastro de los secuestradores. Al salir al exterior, la brillante luz del sol golpeó el rostro de Decker, que cerró los ojos ante su calidez y resplandor.
Cuando los volvió a abrir, seguía en su cuarto vacío. El sol de la mañana dibujaba en su rostro las grietas de la ventana tapiada por las que penetraba al interior. Había estado soñando.
Decker solía soñar con su familia. Al despertar, cerraba de nuevo los ojos para aferrarse un momento más a los vestigios de la ilusión. Era todo lo que tenía. Pero este sueño había sido una curiosa evasión.
Decker volteó el cuerpo y apoyó la espalda. Al retorcerse para cambiar el peso de lado y poder incorporarse, las cuerdas que le ataban manos y pies se le deslizaron como un par de guantes y de zapatos demasiado grandes.
Sacudió la cabeza; ¿seguía soñando? Sin perder un minuto en pensar más en ello, se puso de pie de un salto. La puerta no estaba cerrada con llave, así que abrió sigilosamente una rendija para echar un vistazo al piso. Todo era como en el sueño. Allí no había nadie más. Se acercó con cautela hasta la habitación donde en el sueño había encontrado a Tom. Decker había ignorado hasta entonces dónde estaba Tom; ni siquiera sabía si estaba vivo, pero miró en el interior y allí estaba su amigo.
Unos instantes después, Decker y Tom recorrían el pasillo y bajaban las mismas sucias escaleras. Cuando salieron del edificio, Decker protegió sus ojos con la mano anticipándose al sol. Nada de aquello tenía sentido, pero si era un sueño, esta vez no quería despertar.