Los dos hombres se alejaron de portal en portal, de edificio en edificio, ocultándose de la vista allí donde era posible. Avanzaron por la calle sin ver a nadie; era como una ciudad fantasma. Decidieron alejarse de sus secuestradores lo máximo posible y luego esperar a que cayera la noche para continuar. Sólo estaban seguros de que tenían que dirigirse hacia el sur, esperaban que allí estuviera Israel. Desconocían qué distancia les separaba de la frontera, pero bastó una mirada cómplice y callada para jurarse que era mejor morir antes que caer presos de nuevo.
Cuando estuvieron a una distancia segura, Decker contó a Tom el extraño sueño que había tenido, aunque no le habló del peculiar origen de Christopher. Luego se arrepintió y obligó a Tom a prometer que no se lo contaría a nadie.
Durante las tres noches siguientes, Decker y Tom se abrieron camino hacia el sur. Siempre que les era posible, abandonaban las carreteras y se alejaban de las zonas pobladas. Aquella noche habían partido temprano, aproximadamente una hora antes de la puesta de sol. Decker sabía que se les agotaba el tiempo. No pasaría mucho tiempo antes de que la debilidad les impidiera continuar el viaje. Su dieta se limitaba a lo que conseguían cazar, en su mayor parte insectos. El primer día de huida habían encontrado un pequeño perro salvaje, al parecer muerto por otro animal, pero lo habían tenido que abandonar a regañadientes pensando que llevaba demasiado tiempo muerto para servirles de alimento. Ahora se arrepentían de la decisión.
Justo antes de que cayera la noche, Tom y Decker llegaron a una carretera muy transitada, situación por lo que decidieron ocultarse entre los matorrales de una pradera hasta avanzada la noche, momento en que esperaban disminuyera el tráfico y poder cruzar sin ser vistos. Caída la noche, el tráfico apenas había aflojado, aunque ocasionalmente el paso entre uno y otro vehículo se espaciaba varios minutos. La carretera era recta y llana, de manera que podían ver varios kilómetros de trazado en ambas direcciones. Pasaron varios camiones y luego pareció abrirse un hueco. Los vehículos más próximos se acercaban por el este, a unos cuatro kilómetros.
Decker y Tom se pusieron en marcha rápidamente. Al alcanzar el pequeño talud sobre el que descansaba la carretera, les pareció que cruzar iba a ser coser y cantar. Luego, inesperadamente, a media subida, Decker sintió un tirón en la pierna. Miró hacia abajo y vio que se le había enganchado el pantalón en una alambrada. Al tirar para liberarse, los pinchos se le clavaron en la pierna, cayó y metió la otra pierna en la alambrada.
Tom ya había salido a la carretera cuando oyó que Decker le llamaba. Acudió de inmediato a ayudarle, pero los segundos pasaban y no había más remedio que reconsiderar la situación. La siguiente tanda de vehículos estaba ya muy cerca. Parecía que la única elección que les quedaba era tumbarse contra el suelo lo más quietos posibles y esperar que la ligera pendiente de la carretera les ocultara de los faros de los vehículos que pasaban.
Tom se tumbó boca abajo junto a Decker y contuvieron la respiración. Tenían a los vehículos casi encima, pero iban mucho más lentos de lo que Decker había pensado. Al pasar el primer camión, Tom hizo un brusco movimiento y antes de que Decker pudiera detenerle, había invadido la carretera corriendo agitando los brazos. «Se acabó», pensó Decker.
El siguiente camión se detuvo a escasos metros de Tom. De la parte de atrás bajaron varios hombres de uniforme, los rifles calados, que rodearon y apuntaron a Tom. Otro grupo rodeó a Decker, que seguía tirado en el suelo. Decker se puso lentamente boca arriba y miró a los hombres. Llevaban un casco de color azul claro con un emblema de hojas de olivo abrazando un globo terráqueo. Era el mismo emblema que lucían las banderitas de las antenas y que aparecía pintado en las puertas de cada uno de los vehículos; el emblema que Tom había visto en el primer camión. Decker lo reconoció de inmediato. Aquellos eran hombres de la FPNUL, la Fuerza Provisional de Naciones Unidas en el Líbano.
Aquella noche, Tom y Decker pudieron darse una ducha, vestir ropa limpia y dormir en camas de verdad. Sus estómagos no podían aceptar mucha comida, pero antes de quedarse dormidos en las dependencias de la base de la ONU, se tomaron cada uno dos rebanadas de pan y media taza de caldo de carne.
A la mañana siguiente les invitaron a desayunar con el comandante sueco del destacamento.
– He leído el informe del convoy que les recogió anoche -dijo el comandante mientras atravesaban la base a pie en dirección al comedor de campaña-. Ese convoy que detuvieron transportaba a un invitado muy especial. De ahí que mis hombres reaccionaran como lo hicieron, pensaron que ustedes podrían pertenecer a Hezbollah. A ese grupo de tarados le encantaría ponerle las manos encima a alguien como el embajador Hansen.
Durante el desayuno les fue presentado el invitado especial del comandante, el embajador británico ante la ONU, Jon Hansen. Éste se mostró muy interesado en el relato de su captura y huida, que ellos contaron con gusto, aunque ninguno de los dos mencionó el sueño con Christopher. Concluido el desayuno, se les trasladó al edificio de comunicaciones de la base. La base de la ONU disponía de una línea telefónica directa vía satélite con Estados Unidos que se utilizaba principalmente para comunicar con la sede central de Naciones Unidas en Nueva York. Tom no tenía familiares próximos, así que insistió en que Decker fuera el primero en llamar.
Apenas pasaban unos minutos de la una de la madrugada en Washington cuando sonó el teléfono. Decker lo escuchó sonar dos veces más. Medio sumida en un profundo sueño, Elizabeth Hawthorne descolgó el teléfono.
– ¿Diga? -musitó todavía con los ojos cerrados.
Decker escuchó el dulce sonido de su voz adormilada.
– Hola, cariño. Soy yo -dijo al tiempo que le empezaban a correr lágrimas por las mejillas.
Elizabeth se sentó de un salto en la cama.
– ¡Decker! ¿Eres tú?
El amor que percibió en su voz volvió a llenarle los ojos de lágrimas y apenas podía respirar cuando contestó.
– Sí, soy yo.
– ¿Dónde estás? -preguntó precipitadamente-. ¿Estás bien?
– Estoy en el Líbano, en la base de Naciones Unidas. Tom está conmigo. Estamos bien. Hemos conseguido escapar.
– ¡Gracias a Dios! -dijo ella-. ¡Gracias a Dios!
– Nos van a llevar a un hospital de Israel para hacernos un chequeo y tenernos en observación. ¿Por qué no cogéis un avión y os venís a Israel ya mismo?
– ¡Sí! ¡Claro! -dijo Elizabeth enjugándose las lágrimas.
– ¿Cómo están Hope y Louisa? -preguntó.
– Están bien, están bien. No se lo van a creer cuando les diga que has llamado. Dirán que estaba soñando. ¿No estoy soñando, verdad?
– No -contestó Decker con voz tranquilizadora-. No estás soñando.
– ¿Quieres hablar con ellas? -preguntó. Su voz denotaba excitación y nerviosismo. Su cabeza iba a cien por hora. Quería preguntarlo todo, decirlo todo, hacerlo todo a la vez.
– No, ahora no. Tenemos que irnos dentro de poco y no voy a tener tiempo de hablar mucho con ellas, además Tom quiere llamar a un primo o a un tío suyo, no estoy seguro.
– ¿Cómo está Tom?
– Está bien. Estamos bien. Sólo dile a Hope y a Louisa que las quiero y que tengo muchas ganas de verlas. ¿Lo harás?
– ¡Pues claro! -dijo ella. Entonces se le ocurrió que no sabía a qué parte de Israel los llevaban-. ¿Dónde estarás? ¿En qué hospital?
– Lo siento, Elizabeth. No conozco los detalles, pero no quería esperar a llamarte.
– No pasa nada. Está bien -dijo antes de pararse a pensar un momento-. Las niñas y yo cogeremos el próximo vuelo que salga para Israel. Cuando estés en el hospital, llama a Joshua e Ilana y diles dónde estás. Cuando llegue les llamaré para que me den el recado.