– ¿Joshua e Ilana? -preguntó Decker sorprendido ante la aparente familiaridad-. ¿Te refieres a los Rosen?
– Pues claro, Decker. Me han ayudado y apoyado mucho mientras no estabas. Son maravillosos. Apunta su número de teléfono.
Decker lo anotó.
– Ahora tengo que dejarte -dijo, y a continuación hizo una pausa para asegurarse de que ella le oía bien-: Te quiero -dijo suavemente pero con toda claridad.
– ¡Te quiero! -contestó ella.
El comandante sueco dispuso que dos camiones y una patrulla de hombres armados escoltaran a Decker y Tom los ciento veinte kilómetros que les separaban de la frontera con Israel. Desde allí serían las fuerzas de seguridad israelíes las encargadas de trasladarlos a un hospital en Tel Aviv. Pero el embajador Hansen tenía otros planes. Hansen era un buen político e intuyó una oportunidad perfecta para hacerse buena publicidad. Después de todo, había sido su convoy el que los había rescatado.
A su llegada a Israel, los recibió un grupo formado por periodistas de cuatro agencias internacionales de noticias que habían sido convocados por el ayudante del embajador Hansen desde el Líbano. Había más periodistas en el hospital de Tel-Hashomer en Tel Aviv. Hansen contestó personalmente a las preguntas de la prensa «para desahogar un poco a los chicos», había dicho. Permitió que la prensa tomara unas cuantas fotografías de Tom y Decker, en las que curiosamente consiguió salir en una posición destacada. A Tom y a Decker no les importó demasiado. Habían hablado y bromeado con él durante el viaje desde el Líbano hasta Tel Aviv. Les caía bien Hansen, era «un tipo simpático». Además era político, y hacerse publicidad era parte de su trabajo. No podían más que estar felices por ser libres de nuevo.
Una vez hubieron ingresado en el hospital, Decker telefoneó a los Rosen. Se sentía más recuperado, así que decidió bromear un poco.
– Joshua -dijo como si nada extraordinario hubiese ocurrido-, soy Decker. ¿Qué ha sido de tu vida últimamente? No se te ha visto el pelo.
– Eso no te va a servir de nada, Decker Hawthorne -contestó Rosen-. Ya me he enterado de todo. Elizabeth nos llamó para darnos la buena noticia tan pronto consiguió los billetes de avión. Además, llevas en la tele toda la tarde.
Decker rió con ganas.
– ¿Cuándo llega?
– Espera un segundo. ¡Ilana! -dijo Rosen llamando a su mujer-. Tengo a Decker al teléfono, ¿a qué hora dijo Elizabeth que llegaba su avión?
Hubo una pausa. Ilana aprovechó la mala memoria que tenía su marido para estas cosas y le arrebató el teléfono.
– Hola, Decker -dijo-. ¡Bienvenido a casa!
– Gracias, Ilana. Es agradable volver a casa -contestó refiriéndose a estar en cualquier lugar lejos del Líbano.
– Te he visto en la tele -dijo ella-. Estás en los huesos.
– Sí, bueno, no me gustaba el menú.
– Pues ya sabes, yo preparo uno de los mejores caldos de pollo del mundo.
– Venga, dile a qué hora llega Elizabeth -oyó Decker que decía Joshua de fondo.
– Ah, sí. El avión llega mañana a las once y treinta y seis. No te preocupes por nada. Joshua y yo las recogeremos a ella y a las niñas en el aeropuerto y las llevaremos al hospital. Y si quieres -dijo haciendo un aparte-, te llevo un poco de mi caldo de pollo. Me han dicho que la comida del hospital es horrorosa.
Decker agradeció tanta amabilidad.
– Claro que sí, Ilana. Seguro que está buenísima.
A continuación llamó a la oficina del News World en Washington, donde eran las nueve de la mañana, y pidió que le pasaran con su editor, Tom Wattenburg. Estaba preparado para decir «qué pasa, Tom, aquí Decker. ¿Alguna llamada para mí?», cuando la operadora le comunicó que Tom Wattenburg se había jubilado y que le había sustituido Hank Asher.
– Hank -dijo Decker cuando Asher se puso al teléfono-, no me digas que te han promocionado antes que a mí.
– Bueno, si aparecieras por la oficina de vez en cuando -contestó Asher con una risita-. Y, por cierto, tengo que echarte la bronca. Me levanto esta mañana y ¿con qué me encuentro? Pues con tu feo careto en el Today Show. ¿Así que llamáis a la NBC y ni se os ocurre avisar a vuestra propia revista? Y otra cosa, cuando te fuiste te llevaste la llave del hotel y tuve que pagar la copia de mi bolsillo: me debes cuatro pavos.
– Oye, que nosotros no llamamos a la NBC -alegó Decker en su defensa-. Ahora en serio, ¿el Today Show?
– Sí. Me parece que salís en todas partes -contestó Asher intentando sonar molesto-. Bueno, por lo menos mencionaron que trabajáis para News World.
Lo cierto era que aquello era una magnífica publicidad para News World; la revista iba a batir todos los récords de ventas con la edición que Asher tenía proyectado dedicar al artículo en primera persona que Tom y Decker iban a escribir sobre su secuestro.
Tel Aviv, Israel
A la mañana siguiente, mientras se afeitaba y se cepillaba los dientes ante el espejo, Decker examinó su rostro. Se estaba acostumbrando a aquel aspecto esquelético, pero ahora pensaba en Elizabeth. ¿Cómo reaccionaría? Lo importante era que estaba a salvo; en unos meses habría recuperado su estado físico. Lo mejor era concentrarse en lo bueno. Lo que ya nunca volvería a ser lo mismo era lo que sentía por ella. La amarga verdad era que su aislamiento le había llevado a amarla como nunca lo habría hecho si nada hubiera ocurrido.
Era posible que debido a su vuelo Elizabeth no lo hubiese visto en la televisión, así que cuando entrara por la puerta del hospital dentro de unas pocas horas, le estaría viendo por primera vez. Al terminar de cepillarse los dientes, Decker se fijó en una caja de algodones estériles que le inspiraron una de aquellas locas ocurrencias que solía tener. Se rellenó los carrillos con algunas bolas de algodón y observó el efecto en el espejo. Parecía que tenía paperas, y a punto estuvo de tragarse una bola de algodón de la risa que le entró. Era una suerte que aquellas ideas sólo se le ocurrieran cuando estaba solo.
No obstante, había algo de lo que estaba seguro: no quería que cuando llegara Elizabeth le viera con el pijama del hospital. Intentó engatusar a una enfermera para que le hiciera unas compras, pero fue inútil. Entonces se acordó de Hansen. Les debía un favor por tanta publicidad, así que telefoneó a la embajada británica. Esta vez tuvo más suerte que con la enfermera. Hansen le envió dos asistentes y un sastre de la zona, que se encargó de tomarles las medidas a él y a Tom. Después de encargarse de realizar unas compras rápidas en Polgat's en Ramat Alenby, una elegante tienda de ropa de caballero, los asistentes regresaron al hospital con los trajes, el sastre y una máquina de coser, y el sastre se los arregló allí mismo.
Cuando llegó Elizabeth, Decker y Tom estaban sentados en el vestíbulo del hospital tomando un té y leyendo la edición inglesa del Jerusalem Post. Parecían salidos de un exclusivo club inglés, y su actuación no desmereció en absoluto su aspecto de caballeros. La broma funcionó hasta que las miradas de Elizabeth y Decker se encontraron. Entonces todo fueron abrazos, besos y lágrimas. A pesar del traje, Elizabeth se percató nada más abrazarlo de la gravedad del estado de Decker. Los huesos de la espalda se le notaban a través de la chaqueta. Instintivamente se dio cuenta de lo que Decker intentaba hacer e hizo un esfuerzo por parecer despreocupada.
Ilana Rosen dejó el termo de caldo y abrazó a Tom. Hope y Louisa abrazaron a la vez a su padre. De alguna forma se fueron fundiendo todos los abrazos hasta convertirse en un gigantesco abrazo. Incluso se unió a ellos Scott Rosen, que había venido acompañando a sus padres.