Decker escuchaba en silencio, asintiendo cuando era necesario. Goodman le iba a contar su historia a su manera, y lo mejor que podía hacer era escucharle.
– Entonces tuve una idea. Decker, ¿sabes cómo actúa el virus del sida? -Decker pensó que lo sabía de sobra, pero antes de poder contestar, Goodman continuó-: El virus del sida está rodeado de diminutas espigas formadas por glicoproteínas. Estas espigas están insertadas en un envoltorio graso que conforma la membrana exterior del virus. En el interior de este envoltorio están las cadenas de ARN, cada una con una cantidad determinada de enzima transcriptasa inversa. Las espigas permiten a las células del virus unirse a las células sanas del sistema inmunológico, llamadas células T; las primeras interactúan con ciertas moléculas receptoras que existen en la superficie de las células T sanas. La infección se produce cuando el virus es absorbido al interior de la célula sana. Una vez dentro de la célula T, la enzima transcriptasa inversa transforma cada copia de ARN monocatenario del virus en una cadena complementaria de ADN. Las enzimas de la célula duplican la cadena de ADN, y ésta penetra en el núcleo de la célula. ¡Esa cadena se convierte entonces en parte permanente de la estructura genética hereditaria de la célula! -Goodman hizo una pausa esperando la reacción de Decker.
– Muy bien, ¿y qué? -Decker había entendido casi toda la explicación de Goodman pero no acababa de percibir su alcance.
– ¿No lo ves? ¡El virus del sida puede alterar la estructura genética de las células vivas y lo hace dentro del cuerpo humano!
De repente, Decker entendió a lo que apuntaba Goodman.
– Me está diciendo que podría retirar el material genético nocivo del núcleo del virus del sida…
– …y reemplazarlo con las cadenas de ADN de las células C que transmiten la inmunidad -dijo Goodman completando la frase de Decker-. Sí, tienes razón, excepto en que las células de los virus no tienen núcleo; sólo tienen centro -Goodman, el eterno profesor, no podía pasar por alto un error sin corregirlo, por poco que éste afectara al asunto central-. De esa forma no es necesario alterar cada una de las células del cuerpo. Podemos conseguir casi el mismo resultado nada más que con la alteración de las células T.
– Y eso significa… -le urgió Decker.
– ¡La inmunidad total! ¡Puede que incluso la inversión del proceso de envejecimiento! ¡Una esperanza de vida de dos, tres, cuatrocientos años, incluso puede que más! -la voz de Goodman revelaba toda la excitación que su reserva de científico le permitía exhibir.
– Entonces, ¿cuándo podrá pasar de la teoría a la práctica?
– Ya lo he hecho -contestó Goodman-. Empecé con ello hace dos años y medio. Durante los seis primeros meses concentré mis esfuerzos en un virus del resfriado. Sentía que era mucho lo que arriesgaba si empleaba el virus del sida, y he de reconocer que los problemas que experimenté con ese virus en mis investigaciones anteriores me desanimaron a volver a tener nada que ver con ello.
– Y el virus del resfriado ¿actúa igual que el virus del sida? -preguntó Decker.
– De forma parecida, sí, aunque el virus del sida es un retrovirus por albergar la enzima transcriptasa inversa que transforma la cadena de ARN en una de ADN. Existen otras diferencias más, pero éstas carecían de relevancia en la primera fase de la investigación. Todo lo que necesitaba era un portador; el medio de llevar la información genética deseada hasta las células T del sistema inmunológico. Llegué a crear una cepa de prueba del virus de segunda generación extremadamente resistente. Claro que, por entonces, seguía experimentando para conseguir aislar las cadenas específicas de ADN de las células C necesarias para ser trasplantadas al virus portador.
»Al avanzar en mis investigaciones, se hizo cada vez más evidente que el virus del sida era el que mejor podía servirme como portador, así que no sin algo de recelo varié el rumbo de la investigación en esa dirección. Fue entonces cuando empecé a hacer auténticos progresos. Piénsalo, Decker. Hace quince años, el sida iba a ser la nueva Peste Negra. ¡Y ahora, en algún momento de la próxima década, es posible que, combinado con las células C, se convierta virtualmente en fuente de inmortalidad!
Cuando Decker y Goodman concluyeron su charla, Elizabeth, la señora Goodman, Hope y Louisa ya habían regresado del paseo y se habían retirado al patio a tomar un té con hielo. Habían hablado lo suficiente para descubrir que congeniaban. Después de irse los Goodman, Elizabeth le contó a Decker lo mucho que había disfrutado charlando con Martha, cómo ella le había sugerido que acompañara a Decker cuando volviera a Los Ángeles.
– Bueno -dijo Decker satisfecho de que su mujer estuviera tan encantada-, me alegro de que hayas congeniado. Es una persona muy agradable. En cuanto a lo de acompañarme, nada me gustaría más. ¿Y de qué habéis hablado?
– Lo cierto es que más que nada sobre ti y lo maravilloso que es tenerte de vuelta. Pero vamos a ver… Hemos hablado del profesor Goodman. ¿Sabías que le han comunicado que en diciembre le entregarán el Premio Nobel de medicina por sus investigaciones en el campo del cáncer?
– ¡Venga ya! -dijo Decker-. ¡Pero si no me ha dicho nada!
– Por eso estaban en Washington. Le han invitado a pronunciar una conferencia en el congreso anual de la American Cancer Society.
– Ya veo que me tengo que poner al día en muchas cosas -dijo Decker-. ¿Y de qué más habéis hablado?
– Bueno, me ha estado contando cosas de su sobrino nieto, Christopher. Está muy orgullosa de él. Al parecer es un chico muy precoz. ¡Ah! Y me ha contado una cosa curiosa. Martha dice que hace dos semanas, ella y el profesor Goodman estuvieron hablando sobre ti. Él tenía que hacer pública una importante noticia -supongo que era eso lo que te ha venido a contar hoy-, pero no quería dársela a ningún otro periodista que no fueras tú, y eso que por entonces seguías secuestrado. Pero, y aquí viene la parte más curiosa, mientras discutían sobre el asunto, Christopher entró y, como quien no quiere la cosa, le dijo al profesor Goodman que esperara porque tú ibas a ser liberado muy pronto. Ella me ha contado que le preguntó al chico sobre esto después y que él le dijo que no sabía cómo lo había sabido; que sólo había sido un presentimiento.
10
Había empezado a llover suavemente y Decker se abría paso con dificultad a través de la alta hierba, intentando evitar en su carrera los cardos y las zarzas silvestres que le salían al paso. Su casa, refugio de la tormenta inminente, quedaba al otro lado de la loma. En su obstinación no cayó en la cuenta de la extraña sensación de estar en el cuerpo menudo de un niño que aún no había cumplido los ocho años.
Por un momento pareciera que los negros nubarrones se disolverían con la misma rapidez con que se habían agrupado. Pero así cayeron las primeras gotas, el estallido de un trueno en la lejanía anunció que aquél iba a ser un diluvio de proporciones bíblicas.
Mientras corría, Decker sintió cómo se le agarrotaba el cuerpo de miedo ante el inevitable giro de los acontecimientos que sabía le iba a sobrevenir. Era como si ya hubiese vivido aquello antes. Había algo en su camino, algo que temer. Pero no podía recordar el qué.
De repente la tierra desapareció bajo sus pies. Las manos batían la nada por encima de su cabeza en un intento desesperado, instintivo, por asirse al espeso y húmedo aire y frenar la caída. Entonces volvió a sentir el contacto con la tierra al golpear con el estómago y el pecho contra un muro de arena. Su cuerpo empezó a deslizarse por una abrupta pendiente que amenazaba con tragárselo. El impacto le había cortado la respiración y no había recuperado todavía el aliento cuando un repentino dolor agudo le recorrió de arriba abajo al rozar su cuerpo contra una serie de salientes irregulares que le rasgaron la camisa lanzándosela sobre la cabeza en su precipitada caída pendiente abajo. Sus manos, frenéticas, consiguieron aferrarse a una maraña de pequeñas raíces que se le escurrió de inmediato pero a la que sustituyó otra más sólida y firme. Se quedó agarrado, sobrecogido, inmóvil.