Pasados unos instantes, Decker comenzó a tirar de su cuerpo cuidadosamente hacia arriba, deseando que su asidero resistiera. Tras salvar unos centímetros de pendiente, consiguió colocarse la camisa de nuevo en su sitio. Con la cabeza despejada pudo examinar su situación. Estaba agarrado a una raíz de árbol de aproximadamente tres centímetros de diámetro. A punto de llorar, se giró lentamente y miró hacia abajo. Horrorizado, comprobó que su imaginación no había exagerado el peligro. A sus pies la sima continuaba en su caída unos nueve metros y luego se estrechaba y desaparecía en otra dirección.
Cerró los ojos y pensó en el verano del año anterior cuando había oído hablar por primera vez de aquellos agujeros. Él y su primo Bobby habían estado paseando con las mulas de su tío por el prado que había al norte de la vaquería. Bobby le llevó hasta un lugar donde había un viejo carro de heno abandonado allí desde hacía tanto tiempo que ya crecían hierba y cardos de flor morada sobre él. Bobby levantó la pierna y se deslizó por el lomo sin montura de la mula hasta el suelo.
– Vamos -dijo atando las rústicas riendas a una argolla de hierro del carro. Su voz prometía aventuras y Decker le siguió sin pensárselo dos veces.
– Ahora ve con cuidado -le advirtió Bobby mientras avanzaba muy lentamente hacia el borde de un agujero que se abría en el suelo al otro lado del carro.
Decker le siguió y pronto estuvo junto al borde mirando hacia abajo.
– Jo, tío, esto sí que es hondo -dijo Decker-. ¿Qué es?
– Una sima -contestó Bobby.
– ¿Una qué?
– Una sima. Continúa hasta el infinito -dijo Bobby con autoridad.
– Ya, te lo estás inventando -respondió Decker-. Estoy viendo el fondo.
– Eso no es el fondo, sólo es donde cambia de dirección. -Bobby tiró levemente de la camisa de Decker y los dos se movieron hacia el otro lado del agujero.
– Mira ahí abajo -dijo Bobby señalando hacia lo que parecía ser el fondo del pozo.
Decker no hubiera podido decir hasta dónde descendía, pero comprobó que el pozo continuaba en la otra dirección. Se puso en cuclillas para ver mejor, pero no había luz suficiente para distinguir lo que había más allá.
– ¿De dónde ha salido? -pregunto Decker.
– ¿Cómo que de dónde ha salido? Crees que lo hemos cavado nosotros, ¿o qué? -Decker le lanzó una mirada furibunda. Bobby decidió que aquél no era el lugar más adecuado para empezar una pelea, así que continuó-: Aparecen de repente. Un día el suelo está plano y al día siguiente hay una sima.
Decker intentó mirar más de cerca y de repente se le ocurrió una idea.
– ¡Vamos a coger una cuerda y bajamos a explorar!
– ¡¿Estás loco?!
– ¡Vamos! Podemos coger una cuerda muy larga. O mejor, podemos buscar unas linternas y coger el rollo de cuerda trenzada del granero. Atamos la cuerda a una de las mulas y nos dejamos caer. Lo he visto hacer en la tele un montón de veces.
– ¡Tío, tú estás como una cabra! Mi padre me ha contado que tres tipos del condado de Moore que bajaron a una sima no volvieron a subir, ¡y dos meses más tarde encontraron sus cuerpos en el río Duck!
Decker miró a Bobby intentando discernir si se lo estaba inventando. Bobby continuó.
– Ya te lo he dicho, ¡estas cosas no tienen fondo!
Justo en ese momento divisaron al padre de Bobby, que se acercaba hacia ellos a grandes zancadas por la alta hierba. Estaba como loco.
– ¡Bobby! -llamó-. ¡Por todos los santos! ¿Se puede saber qué hacéis ahí? ¿Queréis caeros y mataros? ¡Apartaos de ese agujero ahora mismo u os doy una paliza que os mato a los dos!
Los niños corrieron tan rápido como pudieron hasta las mulas. Por el alboroto, Decker supo que Bobby no bromeaba acerca del peligro.
La lluvia era ahora más intensa y la tierra contra la que apoyaba su cara se había convertido en barro. Tenía las manos cerradas sobre la raíz, la ropa mojada, el vientre arañado y sangrando, y empezaba a hacer frío. Gritó pidiendo ayuda, pero cesó tan pronto empezó a quedarse ronco. La superficie estaba sólo unos metros más arriba, pero no había manera de escalar por la pendiente. Intentó convencerse de que aquello era una aventura, de que de una manera u otra conseguiría salir al final y que luego podría contarlo todo en la escuela. A lo mejor les daba a todos pena y su madre le dejaba saltarse las clases al día siguiente. Pensó en quitarse el cinturón y utilizarlo como cuerda para salir de allí. «¡Chico! ¡Ésa sí que sería una buena aventura que contar!», pensó. Pero no había nada adonde atarlo. Y de todas formas, no tenía intención de soltarse de una mano para intentar sacarse el cinturón.
Pasó una hora o más allí tumbado sobre la pendiente de barro, sin soltar la raíz. Casi había escampado, pero empezó a oscurecer con la caída de la noche. Fue entonces cuando oyó las voces de su madre y de Nathan, su hermano mayor. Le llamaban y se acercaban cada vez más. Gritó, pero no para pedir ayuda, sino para advertirles.
– ¡Atrás, mamá! ¡Hay una sima!
Pero por supuesto que ella no se quedó atrás, y al instante Decker vio su aterrorizado rostro asomarse sobre el borde del pozo. Se había acercado gateando hasta allí y contenía las lágrimas mientras lo miraba allí abajo, asido a la raíz, a unos tres metros de la superficie. Intentó pensar con claridad. Le miró los dedos, agarrados a la raíz. Parecían tan pequeños. Hacía tiempo que se habían quedado sin riego, y estaban blancos y arrugados por la lluvia. Se tumbó sobre el vientre y empezó a estirarse hacia él, deslizándose un poco más, un poco más, a sabiendas de que el terreno podía ceder en cualquier momento y enviarlos a ambos a una cenagosa tumba. En el último intento por ganar los escasos centímetros que necesitaban, contuvo la respiración, se aplastó contra el suelo y clavó las puntas de sus zapatos en el barro para evitar resbalar y caer al interior.
– Aguanta un poco, cariño. Te sacaré de ahí en un minuto -dijo en el tono de voz más resuelto y tranquilizador que pudo.
Decker observaba esperanzado mientras los dedos de ella le agarraron de la muñeca derecha. Tan entumecida estaba que no sintió su agarre. Una vez segura de que le tenía bien sujeto, empezó a tirar de él hacia arriba. Le izó unos centímetros al tiempo que Decker hacía cuánto podía con los pies para escalar por la embarrada pendiente.
– Ya puedes soltar la raíz, cariño -le dijo-, te tengo.
Pero Decker no podía soltarse.
Las manos que tan tenazmente lo habían salvado de las fauces de la muerte se negaban a abrirse. Las tenía entumecidas, pegadas una a la otra, los dedos cruzados, y no las podía mover. Su madre tiró de él con más fuerza.
– ¡No me puedo soltar! ¡Mamá, no puedo abrir las manos! -dijo mientras rompía a llorar por primera vez.
– No pasa nada, mamá te sujeta y no te va a soltar.
Tiró de él. Tiró con toda su fuerza y su amor. Y de repente, se detuvo.
Decker se sentó de un salto en la cama.
Estaba soñando.
Aquello sí que había ocurrido, exactamente igual, pero hacía muchos años.
Inexplicablemente, sentía todavía la mano de su madre asiéndole con fuerza del antebrazo derecho. Intentó moverlo, pero le dolía y le pesaba. Bajo la luz del amanecer que empezaba a clarear miró y descubrió lo que le ocurría.
– ¡Elizabeth, despierta, suéltame el brazo! -dijo-. Vamos, cariño. Has debido de tener algún sueño raro o algo. -Decker meditó brevemente en lo irónico que resultaba que fuera él quien le decía a ella que estaba sufriendo una pesadilla-: Vamos, Elizabeth, me haces daño. ¡Despierta! ¡Suéltame el brazo! -Decker cogió su mano y le soltó los dedos del brazo.