Una vez libre, sacudió el brazo para que volviera a circular la sangre y se tumbó para seguir durmiendo. Pero algo no iba bien. Elizabeth tenía el sueño ligero y se despertaba con nada.
– ¡Elizabeth! -la llamó abruptamente, pero no obtuvo respuesta. Se volvió en la cama y la agitó infructuosamente. No despertaba. La sacudió de nuevo, pero ella seguía sin reaccionar. Un horrible pensamiento le cruzó la mente y la agarró de la muñeca.
No tenía pulso.
Comprobó si tenía pulso en la arteria carótida. Tampoco. Buscó escuchar los latidos de su corazón, pero tampoco pudo oír nada. Su propia presión sanguínea aumentó al empezar a latir su corazón con terror. Apretó la mandíbula y empezó a sentir punzadas en la cabeza mientras intentaba comprender qué es lo que había ocurrido.
«RCP -pensó de repente-. Su cuerpo sigue caliente. Tiene que haber pasado ahora mismo. Tengo que intentar una RCP.» Retiró las sábanas que cubrían el cuerpo exánime. Hacía años que había seguido un cursillo de Reanimación Cardiopulmonar; rezó por acordarse de todos los pasos.
«Veamos -pensó-, pon una mano sobre la otra en medio del pecho. ¡Un momento! ¿Era justo encima de donde se juntan las costillas o justo debajo? ¡Justo encima!» Empezó a presionar, pero el cuerpo se hundía con el colchón. Tenía que colocarla sobre una superficie sólida. La cogió de los brazos y la llevó hasta el suelo.
Lo intentó de nuevo.
– ¡Oh, Dios! -gritó-. He olvidado comprobar la boca.
Decker abrió la boca de su mujer y miró en el interior por si hubiera algo obstruyendo la vía aérea. Estaba demasiado oscuro para ver nada.
Se encaramó a la cama para dar la luz, pero perdió aún más tiempo hasta que sus ojos se acostumbraron a la repentina luminosidad. Volvió a mirar, pero no podía ver nada. Le introdujo los dedos en la boca. Allí no había nada.
– ¡Dios mío, ayúdame! -dijo con lágrimas de desesperación en los ojos. «Eso era lo primero que tenía que haber hecho.» Había perdido unos segundos preciosos.
Rápidamente sopló dos veces para llenar sus pulmones y recuperó la posición sobre ella, presionando las palmas contra el centro de su caja torácica.
– Uno, dos, tres, cuatro, cinco -murmuró antes de volver a soplar aire en sus pulmones-. Uno, dos, tres, cuatro, cinco -repitió el proceso. Y otra vez. Y otra vez-. No te mueras. Elizabeth, por favor, no te mueras -sollozó. Otra vez, y otra vez. Cinco minutos-. Por favor, cariño. ¡Por favor, despierta! Dios, por favor, haz que despierte -pero no ocurría nada.
«Llama a una ambulancia. Sólo un par de veces más.»
– Uno, dos, tres, cuatro, cinco.
Decker agarró el teléfono de la mesilla de noche. Le temblaban las manos y apenas acertó a marcar el 911 mientras tiraba del cable del teléfono hasta donde yacía Elizabeth. Sujetó el teléfono entre el hombro y la oreja y continuó con la reanimación. Comunicaba. Colgó y volvió a marcar. Comunicaba. «¿Cómo es posible que comunique?»
– ¡Dios, ayúdame! -repitió en alto. Marcó el cero para comunicar con la operadora. También comunicaba. Lo volvió a intentar, pero seguía comunicando.
Decker dejó caer el teléfono. Continuó con la RCP durante otros treinta minutos, deteniéndose cada cinco para volver a marcar. Por fin dio señal de llamada. Se puso el auricular al oído, sujetándolo con el hombro al tiempo que continuaba con la RCP y escuchaba el tono sonar una y otra vez. Pasaron los minutos y no dejaba de sonar. ¿Habría marcado mal el número? ¿Ahora que por fin sonaba iba a colgar? ¡No, no! ¿Cómo iba a haber marcado mal el 911? Si hubiese marcado mal no daría señal. A no ser, a no ser que hubiese marcado accidentalmente el 411, el número de información. Era poco probable, pero en su estado de pánico, todo era posible.
Colgó y volvió a marcar. Comunicaba.
No le llevó nada de tiempo volver a marcar, pero al reanudar la reanimación se percató de algo que se le había escapado antes. Había pasado casi una hora y el cuerpo de Elizabeth se estaba enfriando. Estaba muerta. No había nada que él pudiera hacer. Estaba muerta.
Decker se sentó en el suelo junto a ella y lloró. La idea de perderla ahora, ahora que había aprendido lo que significaba amarla de verdad, era más de lo que su corazón podía soportar. Le dolían los músculos de practicarle la reanimación. En el exterior el sol comenzaba a despuntar como cada mañana. A Elizabeth siempre le había gustado el amanecer. La radio despertador se puso en marcha y cogió al locutor en medio de una frase, pero Decker no escuchaba. Oía el ruido, nada más. Las lágrimas surcaban su rostro, pero él no se enjugó los ojos. Si todo lo que tenía para ofrecer a Elizabeth eran sus lágrimas, era mejor dejarlas estar.
Hope y Louisa no tardarían en despertar. ¿Cómo iba a decirles lo que había ocurrido? Aunque sólo fuera por ellas, sabía que tenía que ser fuerte. Sin dejar de llorar, recogió el cuerpo de Elizabeth y volvió a tumbarla sobre la cama. Estiró las sábanas y remetió la colcha suavemente a su alrededor. Sólo entonces comenzaron las palabras del locutor de radio a abrirse paso a través del cerco de dolor que le rodeaba.
«Nos siguen llegando noticias de todos los rincones del mundo -la voz del locutor se quebró angustiada-. Miles de personas, cientos de miles o puede que más, han muerto en el que sin lugar a dudas se perfila como el peor desastre en la historia de la humanidad. Las muertes parecen haberse producido de forma casi simultánea en todo el mundo. Por el momento se desconoce la causa.»
¡Qué! ¿Qué estaba diciendo?
Los pensamientos retumbaban como truenos en la mente de Decker. ¿Miles de muertos? ¿Era eso lo que había matado a Elizabeth? ¿Cómo era posible? ¿Radiación? ¿Gas venenoso? ¿Un atentado terrorista? Pero ¿por qué matar a unos y no a otros?
Como si escuchara los pensamientos de Decker, el locutor prosiguió: «Las muertes no siguen un patrón aparente: negros, blancos, indios, japoneses, chinos; hombres, mujeres, niños…».
– ¿Niños? -dijo Decker en voz alta-. ¡Oh, no!
Decker salió corriendo del dormitorio. Un momento después ascendió por el hueco de la escalera un grito de angustia que atravesó las paredes e hizo temblar las diminutas partículas de polvo que flotaban en los rayos del sol matinal. Aquel desgarrado alarido no era de este mundo. Pero nadie lo oyó. Estaban todos muertos. Decker estaba solo.
Al borde de la locura, Decker subió a tropezones los escalones hasta el salón y se sentó en una silla. Arriba en el dormitorio, sonaba todavía la voz del locutor.
«En todas partes se ha instalado el terror, en todas partes hay dolor. Jamás se había enfrentado la Tierra a una pérdida tan devastadora. Ninguna guerra, ninguna plaga, ningún episodio de la historia puede compararse con la magnitud de este desastre. Y nadie puede asegurar que las muertes hayan cesado. Lo que quiera que sea que se ha cobrado la vida de tantos, ¿cómo puede golpear con tanta rapidez y con la misma celeridad desaparecer?
»En nuestro estudio han muerto tres de mis compañeros locutores, uno de ellos mientras hablaba conmigo hace algo más de una hora. Sin previo aviso. Para el resto de mi vida quedará grabada en mi memoria la escena de mi amigo deteniéndose a media frase y desplomándose en el suelo. Y mientras rememoro el momento en el que la muerte nos azotaba aquí y en el resto del mundo, no dejo de preguntarme: ¿se habrá acabado ya? ¿Nos golpeará de nuevo? ¿Será esta frase, esta palabra, éste mi último aliento? ¿Lo que a tantos les ha ocurrido les ocurrirá a otros, a mí, tal vez?
»¿Es esto el fin del mundo? No es ilógico hacerse esta pregunta.
»¿Es esto un acto de terror y barbarismo nunca vistos? ¿Un insidioso colofón a la infinita maldad del hombre contra el hombre?