Выбрать главу

A la mañana siguiente, Decker, al que siempre le costaba lo suyo adaptarse a los diferentes husos horarios, se levantó antes del amanecer. La diferencia horaria iba en su desventaja y lo lógico es que hubiese querido dormir hasta tarde, pero no le importó; estaba listo para levantarse y contra ello no había lógica que valiese. Se asomó a la ventana del hotel y mientras clareaba el cielo matinal, observó allá abajo las Calles largas y rectas de Turín formando ángulos rectos casi perfectos en las intersecciones. Junto a las aceras había casas y pequeños comercios alojados en edificios de una y dos plantas, ninguno de los cuales aparentaba tener menos de doscientos años de antigüedad. Más allá de los límites de la ciudad, al norte, al este y al oeste, los Alpes rasgaban la atmósfera y las nubes en su ascenso hacia el cielo. «A Elizabeth le encantaría esto», pensó.

Decker salió del hotel para hacer algunas visitas turísticas mañaneras. A pesar de la proximidad de las montañas, encontró pocas cuestas a lo largo del paseo. A algo menos de medio kilómetro del hotel llegó a Porta Palatina, la inmensa puerta por la que en el 215 a.C., después de tres días de asedio, Aníbal hizo entrada con sus soldados y elefantes en la ciudad romana de Augusta Taurinorum, la antigua Turín. Mientras paseaba, los maravillosos aromas de la mañana empezaron a emanar de las ventanas abiertas de las casas que flanqueaban su camino. A ellos les siguieron las voces de niños jugando. Y luego, la ciudad atemporal se vio repentinamente sumergida en el presente por el parloteo del televisor en la cocina de algún vecino. Era hora de regresar al hotel.

* * *

Al entrar en el vestíbulo, Decker oyó las voces de los del equipo. La reunión matinal con desayuno incluido ya había empezado y la conversación giraba en torno a un problema con el material que había traído desde Estados Unidos. Decker intentó recomponer el rompecabezas de lo que ocurría sin interrumpir. Al parecer, el material había sido enviado a nombre del padre Rinaldi a fin de evitar precisamente los problemas que ahora tenían con la aduana. Rinaldi era ciudadano italiano pero, por desgracia, el tiempo de permanencia en Estados Unidos había sido demasiado largo y muy breve el de estancia en Turín, por lo que no tenía derecho a introducir material en el país sin que éste fuera retenido durante sesenta días. Rinaldi y Tom D'Muhala ya habían viajado a la aduana de Milán para negociar y presionar a las autoridades cara a cara.

* * *

Concluido el desayuno, varios miembros del equipo decidieron recorrer a pie los ochocientos metros que separaban el hotel del palacio real de la Casa de Saboya. Allí se habían facilitado varias dependencias para que el equipo pudiera realizar su estudio de la Sábana. Cuando llegaron al palacio, se quedaron boquiabiertos ante las decenas de miles de personas que allí se concentraban, formando colas que se extendían a lo largo de casi dos kilómetros hacia el este y el oeste. Las filas convergían en la catedral de San Giovanni Battista, situada junto al palacio. En ella descansa en el interior de una urna de plata fina, alojada a su vez en otra urna más grande de cristal antibalas llena de gases inertes, la Sábana Santa. Dos o tres veces cada siglo se exhibe la Sábana al público, ocasión que atrae a peregrinos de todos los rincones del mundo. La multitud que allí había aquel día no era más que una pequeña fracción de los tres millones de personas que durante las tres últimas semanas habían viajado hasta aquí desde distintas partes del planeta para ver la que creían era la mortaja de Cristo.

El grupo fue escoltado a través de un patio hasta una zona de acceso restringido del palacio. En todas las esquinas había apostados guardas armados con pequeñas metralletas de fabricación europea. A su entrada, el grupo se detuvo asombrado ante la escala y grandeza de lo que les rodeaba. Había oro por todas partes, en los candelabros, los marcos de los cuadros, en los jarrones, incrustado en los relieves de las puertas y en otras obras de ebanistería. Incluso el papel de las paredes lucía un revestimiento de pan de oro. Y en todos los espacios había cuadros y estatuas de mármol.

Al fondo de un largo salón opulentamente decorado se abría la entrada a los apartamentos del príncipe, donde el equipo realizaría los experimentos. Las puertas, de tres metros de alto, daban paso a un salón de baile de quince por quince, la primera de las siete estancias que conformaban los apartamentos. La segunda sala, en la cual iba a colocarse la Sábana para su examen, era tan majestuosa como la primera. De los techos pintados al fresco con ángeles, cisnes y escenas bíblicas, colgaban arañas de cristal.

Llega un momento en la vida de todo edificio antiguo que permanece en funcionamiento en el que no se puede seguir ignorando el paso del tiempo y el progreso. Sea una cochera convertida en garaje o un aseo transformado en cabina de teléfono, existen ciertos elementos estéticos que acaban por sucumbir a las necesidades de la vida moderna. En los apartamentos del príncipe evidenciaban esta claudicación la existencia de un baño y de luz eléctrica. El primero, una curiosa combinación de dos aseos y cinco lavabos, haría las veces de sala de revelado fotográfico. La única toma eléctrica la proporcionaba un cable muy poco más grueso que el de un prolongador corriente y que conducía hasta un único enchufe situado a dos centímetros del rodapié. Los aparatos del equipo iban a necesitar mucha más potencia que aquello.

– Tendremos que tirar cables desde el sótano hasta aquí arriba -dijo Rudy Dichtl, la más entendida en electricidad-. Voy a ver si encuentro una ferretería.

Decker comentó a Dichtl que había visto una durante su paseo matinal y, aunque no estaba seguro de la dirección exacta, se ofreció a intentar dar con ella de nuevo.

– Genial -dijo Dichtl-. Si tienen lo que necesitamos, me vendrá bien un poco de ayuda para traerlo todo hasta aquí.

* * *

Los dos días que siguieron no se pudieron dedicar a otra cosa que a hacer turismo. A pesar de los desvelos del padre Rinaldi, la aduana de Milán se negó a liberar el equipo. Decker aprovechó el paréntesis para conocer a otros miembros del grupo. Su intención era mostrarse simpático y recopilar información para la serie de artículos que tenía planeado escribir. Todos hablaban con franqueza sobre la Sábana y sobre cómo habían acabado formando parte de la expedición. Decker confiaba en poder vender la historia a las agencias de noticias. Ésta era una exclusiva que impulsaría su carrera como ninguna otra.

Pero todo dependía de que la aduana les devolviera el equipo, y ya habían esperado suficiente. Si Milán no liberaba pronto el equipo, la expedición sí que iba a resultar inútil del todo. Cuando el miércoles por la mañana llegó el padre Rinaldi para informar sobre sus progresos, Decker le estaba esperando en el vestíbulo.

– ¿Ha habido suerte, padre? -le preguntó Decker.

– No -contestó el cura.

– Bueno -dijo Decker-, me parece que sé cómo salir del atolladero.

– Adelante, adelante -le animó Rinaldi.

– Bien, puede que no sea la forma que tienen ustedes de hacer las cosas pero, como sabe, Turín está ahora mismo repleto de periodistas cubriendo la exposición de la Sábana. Si celebrara una conferencia de prensa para anunciar que no podemos realizar la investigación porque un puñado de estúpidos burócratas se niega a entregarnos el equipo, estoy convencido de que pondría en un serio aprieto a nuestros amigos de la aduana.

En ese momento se unieron a ellos en el vestíbulo del hotel Eric Jumper y John Jackson.

– Hágase como se haga -continuó Decker-, me apuesto lo que quiera a que esa gente le entrega el equipo si les saca un poco los colores.

Después de discutirlo, Rinaldi, Jackson y Jumper reconocieron el mérito de la idea pero optaron por una vía menos agresiva. Rinaldi telefoneó al ministro de Comercio en Roma y le explicó con todo lujo de detalles cómo iba a resultarle imposible a los científicos americanos realizar la investigación si no se solucionaba el problema y se procedía a la inmediata devolución del equipo. No había duda de que la noticia iba a interesar mucho a la prensa internacional, que con toda probabilidad acusaría al ministro de Comercio como último responsable del fracaso del examen científico del Sudario de Turín. El ministro dejó a Rinaldi esperando al teléfono durante unos cinco minutos; era evidente que la amenaza había surtido su efecto. Cuando regresó, aceptaba que el equipo fuera transportado a Turín.