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El camión con el equipo llegó por fin al palacio la tarde del viernes, cinco días más tarde de lo previsto. No había carretillas elevadoras, así que hubo que recurrir a la fuerza bruta del grupo para descargar del camión las casi ocho toneladas de equipo distribuidas en ochenta grandes cajas y subirlas los dos largos tramos de escalera hasta los apartamentos del príncipe. Recuperado el aliento, se pusieron manos a la obra abriendo cajones y desembalando el equipo. La exhibición al público de la Sábana pronto llegaría a su fin y ésta pasaría a la sala de examen a última hora del domingo. Los siete días de preparativos se habían visto reducidos a dos, por lo que el equipo tuvo que trabajar sin descanso durante las siguientes cincuenta y seis horas.

Mientras que para algunas pruebas se iba a necesitar mucha luz, otras debían practicarse en absoluta oscuridad. Lo primero era sencillo, pero para lo segundo tendrían que sellar las ventanas de tres por dos metros con gruesas láminas de plástico. Para las puertas había que fabricar tramas como laberintos de plástico negro que impidiesen que la luz se colara por las ranuras. La mesa de examen se montó en la sala de la Sábana y las estancias anejas se emplearon para probar y calibrar el material científico. El aseo, la única habitación con agua, fue transformado en sala oscura para el revelado de rayos X y otras fotografías. El material dañado en el traslado hubo que repararlo allí mismo con piezas de repuesto traídas desde EE UU o se sustituyó por material conseguido en la zona y adaptado a las necesidades de los experimentos. En los días que siguieron, el grupo tuvo que arreglárselas como pudo en más de una ocasión.

Por fin, hacia la medianoche del domingo, alguien en la sala dijo: «Ahí viene».

Monseñor Cottino, el representante del cardenal arzobispo de Turín, entró en la sala de examen con un séquito de doce hombres que portaban una plancha de madera contrachapada de dos centímetros de grosor, un metro de ancho y cinco de largo. Sobre el contrachapado, una pieza de preciosa seda roja cubría y protegía la Sábana. Acompañaban a aquellos hombres siete monjas clarisas, la más mayor de las cuales comenzó a retirar muy lentamente la seda mientras ellos se colocaban la plancha a la altura de la cintura. La mesa de examen, que se podía girar noventa grados a la derecha o a la izquierda, descansaba paralela al suelo a la espera del traspaso de la Sábana.

En la sala se hizo un profundo silencio cuando se procedió a retirar con sumo cuidado la seda y empezó a aparecer debajo un lienzo de lino amarillento tejido en espiga. Decker esperaba el momento en que se retirara esta segunda tela protectora, pero poco a poco se dio cuenta de que aquello no era un lienzo protector. Era la Sábana. Forzó la vista y observó con detenimiento la tela, sin apenas distinguir en ella nada parecido a la imagen de un hombre crucificado. Uno de los rasgos más curiosos de la Sábana es que cuando se observa de cerca, la imagen parece fundirse con el fondo. Lo mismo ocurre si el observador se aparta unos metros. La distancia óptima para contemplar la imagen es de unos dos metros, y Decker estaba mucho más cerca. También había esperado que la imagen se pareciera a las fotografías de la Sábana. Pero la mayoría de estas fotografías son negativos que, al ser la propia Sábana una especie de negativo fotográfico, proporcionan una imagen mucho más clara que la que se advierte a simple vista.

Decker se sintió desfallecer. La decepción y el peso de muchas horas sin dormir se le vinieron encima como un jarro de agua fría. Semejante desilusión también le cogió por sorpresa. Aun cuando estaba convencido de que la Sábana era un fraude, descubrió que desde el punto de vista emocional había esperado sentir algo especial; cierta proximidad a Dios, reverencia, puede que incluso un poco de aquella extraña emoción religiosa que le invadía a menudo al contemplar una vidriera. Pero en vez de todo aquello, acababa de confundir la Sábana con un trapo protector.

Se apartó de la Sábana. Para su sorpresa, la imagen se tornó mucho más clara. Por un momento se meció hacia delante y hacia detrás, observando aquel extraño fenómeno que hacía aparecer y desaparecer ante sus ojos la imagen de la Sábana. Aquello disparó su curiosidad. Era extraño que el pintor de la imagen hubiese querido que costara tanto verla. Es más, le resultaba una hazaña casi imposible si no era con un pincel de dos metros que le permitiera ver lo que estaba pintando.

Si había algo por lo que Decker era capaz de sacar fuerzas de flaqueza, era por curiosidad. La falta de sueño pasó a un segundo plano y le invadió una necesidad urgente de comprender aquel rompecabezas. Observó cómo monseñor Cottino caminaba alrededor de la Sábana y se detenía casi a cada paso para retirar las chinchetas que aseguraban la Sábana al contrachapado. Chinchetas oxidadas y viejas que habían dejado una huella herrumbrosa en el lienzo. Tantos cálculos y esfuerzos destinados a que ni la más mínima partícula pudiera contaminar la Sábana, y ahora parecía que los siglos, tal vez milenios, que les habían precedido habían sido mucho menos considerados.

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Durante las ciento veinte horas que se les concedieron, el grupo norteamericano trabajó simultáneamente en tres grupos, dos a los extremos de la Sábana y otro en el centro. El chasquido de los obturadores de las cámaras componía una música de fondo constante al inmortalizarse cada una de las intervenciones con la toma de fotografías y grabaciones de audio. A pesar de las horas de sueño perdidas, muy pocos durmieron más de dos o tres horas diarias durante los cinco días siguientes. Los que no estaban participando en un proyecto en particular permanecían cerca para echar una mano o simplemente para observar.

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Cuando llevaban treinta y seis horas de trabajo y el equipo compuesto por el matrimonio Gilbert estaba practicando sobre la Sábana una espectroscopia de reflexión -método por el que la luz reflejada revela la estructura química-, ocurrió algo insólito. Roger y Mary habían empezado por los pies y avanzaban cuerpo arriba obteniendo espectros sucesivos. Al pasar del pie al tobillo, el espectro saltó drásticamente.

– ¿Cómo puede la misma imagen dar espectros diferentes? -preguntó Eric Jumper a los Gilbert. Ninguno parecía tener respuesta, así que prosiguieron con la prueba. Al mover el espectroscopio sobre las piernas, la lectura permaneció constante. Todo era igual excepto la imagen de los pies, y en particular la de los talones.

Jumper abandonó la sala de la Sábana y encontró a Sam Pellicori en una sala contigua, donde intentaba dormir en un catre.

– ¡Sam! ¡Despierta! -le dijo-. Os necesito a ti y a tu microscopio de gran aumento en la sala de la Sábana de inmediato.

Pellicori y Jumper colocaron el microscopio sobre la Sábana y lo deslizaron hacia abajo hasta que estuvo justo sobre el talón. Pellicori enfocó, cambió la lente, enfocó de nuevo y observó el talón de la imagen de la Sábana sin decir palabra.

– Suciedad -dijo secamente tras una larga pausa.

– ¿Suciedad? -preguntó Jumper-. Déjame echar un vistazo.

Jumper miró por el objetivo y volvió a enfocar.

– Pues sí que es suciedad -dijo-. Pero ¿por qué?