Decker observaba mientras el profesor Goodman examinaba el talón y llegaba a la misma conclusión.
Ninguno encontraba explicación para aquello.
Cuando entró el siguiente turno de científicos, se celebró una reunión de puesta en común para repasar lo hecho hasta entonces, establecer prioridades y decidir qué dirección seguir durante la siguiente tanda de experimentos.
– Bien -empezó Jumper-. He aquí lo que sabemos hasta ahora. Las imágenes del cuerpo son de color amarillo paja y no de color sepia, como indicaban las descripciones hechas hasta ahora. El color sólo está presente en la corona de las microfibras de los hilos y no varía de manera relevante en ningún punto de la Sábana, ni en tonalidad ni en intensidad. Allí donde se entrecruzan las fibras, la fibra inferior no se ve afectada por el color.
»Las microfibras amarillas no muestran señales de capilaridad o de manchado, lo que indica que no se empleó líquido alguno para crear la imagen; esto descarta la pintura. Es más, no se aprecia adherencia, efecto menisco o enmarañado entre las fibras, lo que también elimina cualquier clase de pintura líquida. En las zonas aparentemente manchadas de sangre, las fibras están claramente enmarañadas y hay señales de capilaridad, como ocurriría ante la presencia de sangre.
– ¿Y qué hay de los pies? -preguntó uno de los científicos.
Jumper explicó a los que acababan de entrar en el nuevo turno lo ocurrido con la prueba de la espectroscopia de reflexión.
– Pues claro que hay suciedad -dijo una de las mujeres del equipo una vez Jumper hubo concluido la explicación-. ¿Qué otra cosa iba a haber en la planta de los pies?
– Exacto -dijo Jumper-, pero eso significa admitir que se trata de la imagen auténtica de un hombre crucificado que de alguna manera se ha transferido al lienzo.
Personalmente, Jumper no descartaba aquella posibilidad, pero sabía que no era muy ortodoxo comenzar una investigación científica dando algo por sentado.
Con todo, cada vez era más difícil negar la obviedad, puesto que no sólo había suciedad en el talón, sino que la cantidad de suciedad era tan minúscula que era imperceptible a primera vista. Por tanto, si la Sábana era un fraude, resultaba cuando menos curioso que el falsificador se hubiese molestado en añadir a la imagen una suciedad que nadie podía ver. La cuestión permanecería sin resolver.
Cuando se deshizo la reunión, Goodman, todavía el más escéptico del grupo, comentó: «Bueno, si se trata de una falsificación, es buena de verdad». A Decker le asombró la tremenda concesión que con aquel si hacía el profesor.
Decker llevaba tres días y medio sin dormir y decidió que era hora de regresar al hotel, pero antes de retirarse se sentó en el vestíbulo con Roger Harris, Susan Chon y Joshua Rosen para relajarse ante una taza de café bien cargada de licor de crema irlandés que removió con lentitud. Decker apenas contemplaba ya la posibilidad de entrevistar a nadie. Durante los últimos tres días el periodista había dejado que el miembro del equipo le comiera terreno en su interior, pero, como siempre, seguía elaborando pequeñas reseñas mentales.
Uno de sus compañeros, el doctor Joshua Rosen, era físico nuclear del Lawrence Livermore National Laboratory, donde trabajaba para el Pentágono realizando investigaciones sobre tecnología láser y haces de partículas. Rosen era uno de los cuatro miembros judíos del equipo y Decker no se pudo resistir a la tentación de preguntarle sobre lo que sentía al examinar una reliquia cristiana.
Rosen sonrió.
– Si no estuviera tan cansado, me explayaría durante un buen rato -dijo-. Pero si de verdad buscas una respuesta, tendrás que preguntarle a cualquiera de los otros miembros judíos del equipo.
– ¿No tiene una opinión? -insistió Decker.
– La tengo, pero no estoy cualificado para contestar a tu pregunta -Rosen hizo una pausa y Decker arrugó la frente perplejo-. Soy mesiánico -aclaró Rosen, pero Decker seguía sin comprender-. Judío cristiano -explicó Rosen.
– Ah -dijo Decker-, no es cosa de hace un par de días, ¿no?
Rosen se rió entre dientes.
Roger Harris, demasiado cansado para hablar, apenas logró tragar un sorbo de café antes de unirse a Rosen con una carcajada. El comentario de Decker no había sido tan gracioso, pero el gesto de dolor en el rostro de Roger provocó una risilla entrecortada en Susan Chon, y pronto los cuatro miembros del equipo, agotados y aturdidos como estaban, reían sin control, avivando la risa en los otros ante la incapacidad de detenerse.
En el otro extremo del comedor, sentada a una mesa donde descansaban los restos de una taza de té con aspecto de llevar vacía un tiempo y de un bollo sin terminar, había una mujer; llevaba allí desde antes de que Decker y los otros hicieran su entrada. Sus manos estiraban de un lado a otro una servilleta roja del hotel. Todo el rato había estado observando a Decker y los otros miembros del equipo, intentando reunir el valor necesario para acercarse a la mesa. Aquella risa les tornó en seres más accesibles y humanos y la naturaleza contagiosa de ésta pareció aliviarla de su desazón. Se levantó y con pasos lentos pero decisivos se acercó hasta ellos.
– ¿Son ustedes los americanos? -preguntó cuando la risa amainaba.
– Sí -contestó Joshua Rosen.
– ¿Van con los científicos que están examinando la Sábana?
Decker pudo leer en el rostro de la mujer las huellas de la preocupación; en sus ojos pudo adivinar la presencia de lágrimas contenidas.
– Así es -contestó-. Estamos examinando la Sábana. ¿Puedo hacer algo por usted?
– Mi hijo, tiene cuatro años, está muy enfermo. Los médicos dicen que no vivirá más de unos meses. Sólo les pido que me dejen llevar unas flores a la Sábana como ofrenda a Jesús.
Ninguno de los que estaban sentados a la mesa había conciliado doce horas de sueño en los últimos cuatro días y Decker sintió que a las lágrimas de risa se unían las de la compasión por la desdicha de aquella mujer y su modesta petición. Todos estuvieron de acuerdo en ayudarla, pero Rosen fue el primero que ofreció un plan. Era imposible que la mujer llevara personalmente las flores a la Sábana. Pero se ofreció a llevarlas él personalmente ante la Sábana si las traía al palacio hacia la una.
Una vez en su habitación, Decker se durmió enseguida. Despertó totalmente descansado después de catorce horas de sueño, a mediodía del día siguiente. Cuando llegó al palacio una hora después, encontró a Rosen hablando con la mujer del hotel. Decker pudo apreciar que el velo de angustia que había cubierto su rostro la noche antes había sido reemplazado por una apacible mirada de esperanza. Al irse, sonrió a Decker agradecida.
Rosen había empezado a subir las escaleras con el jarrón de flores recién cortadas, pero al ver a Decker se volvió para esperarle.
– Bonito, ¿eh? -comentó Rosen.
– Bonito, sí -contestó Decker. Pero no pudo evitar preguntarse qué ocurriría con la mujer si moría su hijo.
3
Diez años después, Knoxville, Tennessee
Fuera hacía frío. La habitual calidez otoñal del este de Tennessee había dado paso a una ola de frío que hizo que los vecinos corrieran a sus pilas de troncos en busca de calor y abrigo. Decker y su mujer, Elizabeth, yacían muy juntos y adormilados delante del fuego agonizante, soñando con el crepitar de las ascuas de fondo. El calor y el fulgor del fuego invitaban a no levantarse cuando sonó el teléfono. La pequeña Hope Hawthorne, de un año de edad, dormía profundamente en la cuna de su dormitorio. Aunque sabía que era poco probable que se despertara, al tercer timbrazo Decker se levantó lentamente del suelo y se dirigió hacia el odioso aparato. Al octavo timbrazo contestó.