»En Turín pude contabilizar más de una docena de artículos contaminados que entraron en contacto con la Sábana. Por lo menos dos miembros del equipo y tres curas la besaron. Por lo que sé, parece que la Sábana ha estado expuesta a que se la bese y toque desde que apareció. Y no olvides las manchas de óxido de aquellas viejas chinchetas. Incluso los procedimientos que empleamos para no contaminarla introdujeron algunos contaminantes. Los guantes de algodón que usamos seguro que tenían polen norteamericano, que, sin duda, pasó al tejido de la Sábana. Y ya que hablamos de otros materiales, no podemos olvidar el contrachapado ni la superficie de apoyo ni el cobertor de seda rojo.
»A lo que voy es a que en las muestras recogidas con cinta adhesiva había toda suerte de impurezas que nada tenían que ver con el origen de la Sábana o la creación de la imagen. En el informe que publicó sobre la Sábana, el doctor Heller señalaba que se habían hallado fibras naturales y sintéticas, ceniza en suspensión, pelo animal, fragmentos de insectos, cera de abeja de cirios de iglesia y un par de docenas más de otro tipo de partículas, por no mencionar esporas y polen. [10] Este caos llevó a Heller a emplear en buena parte de su examen un índice de magnificación lo suficientemente grande para examinar las sustancias que pudieran haberse empleado para crear una imagen visible e ignorar el material más pequeño e irrelevante.
»El procedimiento seguido por Heller, el más apropiado para sus propósitos, pasaría por alto el tipo de restos que yo estaba buscando. Eso fue lo que me decidió a realizar un segundo examen. Me interesaba lo que podía haber pasado desapercibido entre toda aquella maraña microscópica.
»Estoy convencido de que lo que descubrí puede explicar el misterio de la Sábana -dijo Goodman haciendo una pausa-. Pero aún hay más.
– Y bien, ¿de qué se trata? -preguntó Decker.
– ¿Qué hay de tu sentido del suspense? -le preguntó Goodman-. Pronto lo verás.
Una vez en la universidad, Goodman condujo el vehículo hasta el edificio William G. Young de la Facultad de Ciencias, en el lado este del campus de la UCLA, y estacionó en el aparcamiento de profesores. Su despacho, en la cuarta planta, estaba orientado hacia el oeste, y daba a un patio y a la Facultad de Ingeniería. La disposición era muy parecida a la que tuvo en la UT, incluido el deslucido aunque ya enmarcado cartel de «Pienso, luego existo. Eso pienso» y la última versión en impresión láser de la Primera ley del éxito de Goodman.
– Antes de nada -empezó Goodman mientras se acomodaban en el despacho-, he de confesar que te he traído hasta aquí un poco engañado.
A Decker aquello no le sonó nada bien, pero dejó proseguir a Goodman.
– Lo que vas a ver no debes contárselo a nadie. Por lo menos no todavía.
– ¿Por qué entonces tanta urgencia en que viniera? -preguntó Decker desconcertado y algo molesto.
– Verás -contestó Goodman-, necesito un testigo y creo que me lo debes. Me podías haber metido en un buen lío con mis colegas cuando publicaste la historia sobre el proyecto de Turín. El único periodista que se suponía podía estar allí era Weaver, del National Geographic. Ni siquiera estábamos autorizados a hablar con la prensa. Y justo a la semana de regresar, saltan los teletipos de medio mundo con la noticia, publicada en un periódico de Knoxville por un seudoperiodista que ha conseguido hacerse pasar por miembro del equipo. Y para colmo, ese seudoperiodista no es otro que el que se hizo pasar por seudoayudante mío.
»Me investigaron a fondo, pero pudo haber sido mucho peor. Podía haberme costado la confianza de muchos de mis colegas. Por fortuna, resultaste de ayuda mientras estuvimos allí y los demás miembros del equipo se llevaron una buena impresión de ti. Si alguien llega a pensar que había ayudado a un reportero a meterse en el equipo a sabiendas, habría saltado la alarma y me habrían excluido de todo tipo de proyectos futuros. Así que en lo que a mí respecta, me lo debes y mucho.
– Un momento, yo sólo estaba siguiendo la Primera ley del éxito de Goodman: «La distancia más corta entre dos puntos es la que se salta las normas» -contestó Decker.
Pero Goodman tenía razón y Decker lo sabía. Desde aquello le remordía un poco la conciencia por la forma en la que se había colado en el equipo de la Sábana.
– Está bien -dijo por fin-, he de reconocer que fue una mala pasada. Se lo debo. Así que ¿qué es eso que quiere enseñarme y que no puedo contarle a nadie?
– Puedes contárselo a quien quieras, pero sólo cuando te diga que lo hagas. Es más, cuando llegue el momento te pediré que des la noticia. Pero no todavía. Ahora necesito un testigo y sabes bien que no aguanto a la mayoría de los periodistas. Para ser sincero, a ti te aguanto lo justo -añadió Goodman con una sonrisa intentando quitar hierro al asunto-. Necesito a alguien en quien confiar que mantenga la noticia en secreto hasta que yo esté preparado para hacerla pública. Tú cubriste la noticia sobre la Sábana desde el principio. La gente te creerá cuando hagas público lo que te voy a enseñar, pero si la historia sale a la luz demasiado pronto, podría arruinar todo el proyecto.
– Pero, profesor, si se trata de alguna investigación, ¿por qué no la publica personalmente en alguna revista especializada?
– Por supuesto que publicaré mi trabajo más adelante con todo detalle. Pero, bueno… Me temo que tendré que romper el hielo con el público antes de revelar a mis colegas la naturaleza exacta de mi investigación.
Decker, confuso, frunció el ceño.
– El caso es que me temo que yo también he llevado a la práctica la Primera ley de Goodman. En la comunidad científica hay gente estrecha de miras que es posible que critique mis métodos. Confío en que una vez divulgados los beneficios de mi trabajo, la opinión pública sea demasiado poderosa para que mis colegas censuren esos métodos. Así, a cambio de confidencialidad ahora, obtendrás exclusividad más tarde. Según vaya evolucionando la historia, tú serás el único periodista con acceso a la noticia. Por supuesto que una vez publicada, tendré que hablar con otros periodistas, pero me aseguraré de que tú tengas la noticia una o dos semanas antes que el resto.
– ¿Qué es eso de según vaya evolucionando la historia? -preguntó Decker.
– Lo que te voy a enseñar hoy es sólo el principio. Habrá varias entregas antes de la publicación de la noticia completa.
Decker no tenía ni idea de qué era lo que había descubierto Goodman, pero no por ello dejaba de intrigarle.
– En definitiva, se puede resumir todo en cinco puntos -concluyó Goodman-. Primero, necesito un testigo en quien confiar. Segundo, me lo debes por lo de Turín. Tercero, has cubierto la historia de la Sábana desde el principio. Cuarto, si me prometes confidencialidad, yo te daré exclusividad.
– ¿Y quinto? -preguntó Decker.
– Quinto -contestó Goodman-, si haces pública la noticia antes de que yo lo autorice, pienso negarlo todo y vas a quedar en el peor de los ridículos. Jamás podrás probar nada.
– Me ha parecido entender que la gente iba a creer mi historia.
– Sí, si yo te respaldo y tú me respaldas a mí. Pero si vas por tu cuenta y yo te desmiento, la gente creerá que estás mal de la cabeza. Decker, te estoy ofreciendo la mayor exclusiva sobre el más importante de los descubrimientos científicos y no científicos de los últimos quinientos años. Y en cierta forma también el más insólito de todos.
– De acuerdo -dijo Decker-. Veamos de qué se trata.