Ni bien salieron de la caballeriza, los negros corrieron hacia ellos con las sombrillas. Los músicos, que descansaban entre el follaje, se pusieron de pie y esperaron órdenes. Mister Burnett se disculpó y regresó al galpón como si hubiera olvidado algo. Una vez a solas recogió el prendedor y se sacudió la paja que se le había pegado al pantalón. Una luz roja reverberaba sobre la hierba y teñía el carro abandonado en el fondo del establo. Después, mientras iba hacia la residencia con la cabeza gacha -que los otros atribuyeron a la preocupación patriótica-, Mister Burnett recordó que Daisy culpaba de las picaduras que tenía en el cuerpo a las caminatas del atardecer y a los baños de sol al borde de la piscina. El commendatore Tacchi, que caminaba un paso más atrás, lo arrancó de sus pensamientos tomándolo de un brazo.
– Cuídense, Mister Burnett, los argentinos son medio italianos y van a pelear hasta que caiga el último hombre.
Con un gesto de disgusto, el inglés miró la mano que le palmeaba el hombro y se preguntó si no sería la misma que acariciaba a escondidas a la mujer con la que había vivido feliz durante más de veinte años.
Daisy amaba la literatura y nadie, entre los blancos, compartía su interés. Cada vez que el Times comentaba un libro que le interesaba, anotaba el título y le pedía a Mister Burnett que se lo hiciera enviar por valija diplomática.
La primera vez que vio a Bertoldi y su mujer, en la embajada de sudáfrica, les habló de Borges por pura cortesía y se sorprendió cuando Estela se puso a recitar en castellano un poema que ella había leído muchas veces en inglés. La segunda vez, en la residencia del commendatore Tacchi, Daisy evocó Emma Zunz y el cónsul le recomendó La intrusa, que había hojeado en la revista de cabina de Aerolíneas Argentinas. Entonces empezaron a verse más seguido. Estela mostraba ya las señales de su enfermedad y su cara bondadosa parecía estar despidiéndose del mundo con resignación. Las dos hablaron de Eva Perón, porque la señora Burnett había visto la ópera en Londres, y desde entonces Daisy se las arreglaba para que los otros embajadores pasaran por alto el protocolo que excluía al cónsul de las recepciones por insuficiencia de rango. A veces, por las tardes, invitaba a los Bertoldi a tomar el té en su biblioteca, y cuando Estela cayó enferma se acercaba al consulado para hacerle compañía.
Después de la muerte de su amiga, la señora Burnett siguió invitando al cónsul a la hora del té, pero su marido aprovechaba para llevárselo al atelier donde construía las cometas y un día lo hizo correr por todo el bulevar arrastrando una estrella de cinco puntas. Al cónsul no se le ocurrió pensar que en Bongwutsi no había viento suficiente para remontar barriletes y Mister Burnett y los ordenanzas estuvieron una tarde entera riéndose de él. Daisy se sintió avergonzada por la crueldad de su marido yla ingenuidad de su amigo, a quien creía un intelectual, y cuando se quedaron a solas le puso entre las manos un volumen en cuero del Tristram Shandy. Súbitamente, el cónsul le dijo que no volvería a visitarla porque estaba enamorándose de ella y la besó dulcemente, de pie, con el sombrero colgando de una mano.
Desde entonces empezaron a encontrarse los viernes en el cementerio. Daisy llegaba un poco más temprano, dejaba una rosa en la tumba de Estela y luego caminaba hasta el panteón de los ingleses. Fingían encontrarse al azar y conversaban paseando entre los sepulcros de los héroes de la colonia. Allí arreglaban las citas nocturnas a orillas del lago y los encuentros en la caballeriza de los australianos. Desde entonces, el cónsul le escribía una carta por semana con la ayuda de un diccionario, describiendo las caricias y las ternuras que le prodigaría en el próximo encuentro.
Convencida de que sus sueños se estaban evaporando con el calor del país y la indiferencia de su marido, Daisy se dejaba llevar por el entusiasmo con que Bertoldi buscaba insuflar aliento a su endurecido corazón. Los arrebatos sobre la hierba le hacían olvidar, aunque más no fuese por unas horas, que iba a cumplir cuarenta y cinco años y que ya no tenía las exultantes ilusiones del tiempo de los Beatles.
Precisamente de eso estaba hablándole a Bertoldi la noche en que extravió el prendedor. Ganada por la nostalgia, recordaba sus escapadas adolescentes a los conciertos de Liverpool y, como cerraba los ojos y el cónsul le besaba los pechos, no advirtió que el broche de diamantes caía entre el pasto, junto a la linterna que despedía una luz temblorosa.
8
Fueron caminando en silencio por la orilla del lago hasta que llegaron a una cervecería con mesas en el jardín. Quomo indicó un lugar bajo la pérgola y se sentó con cautela, como si la silla estuviera ocupada. 1,
– Aquí se encontraban Lenin y Trotsky -dijo, y pidió dos cervezas-.-En ese tiempo éste era un país hospitalario.