– ¿Y cómo piensa hacerlo?
– Está todo planeado -se puso un dedo sobre la frente-. Lo tengo aquí, paso a paso.
Terminó el segundo porrón de cerveza y miró el lago que iba cambiando de color mientras avanzaba la tarde.
– ¿Va a ir a pelear? -preguntó-. Parece que los ingleses mandan la flota.
Lauri sonrió y pinchó la última salchicha.
– No, ésa no es mi guerra. Ahora busco un rincón para pasar un tiempo tranquilo. Ya me echaron de Holanda, Alemania y Bélgica.
– ¿Ha usado armas?
– Alguna vez.
– ¿Se lo dijo a la comisión?
– No.
– Hizo mal. A esta gente le gustan las emociones fuertes. Siempre que no se trate de un árabe, yo recomiendo ¡una historia con levantamiento popular. Sobre todo para África y América latina. Nunca juegue al intelectual disidente. Eso está reservado para los que vienen del Este, que lo tienen bien masticado. El año pasado yo coloqué un checoslovaco en Francia y un polaco en Bélgica.
– ¿Qué me recomienda, entonces?
– Lo de las Falkland nos complica un poco las cosas, pero véame antes de irse. ¿Va a ir a sentarse con esa chica?
Lauri miró a la muchacha de pelo anaranjado e hizo un gesto de desaliento.
– No hablo una palabra de alemán.
– Lástima. Voy yo, entonces. Está sola y no tiene a quién contarle su historia.
Se levantó y por un instante tapó el sol que se ponía sobre las montañas. Tenía una sonrisa ancha y contagiosa, con la que se acercó a la mesa de la muchacha. Lauri pagó y fue a caminar por la costa. Las lanchas parecían flotar a la deriva rodeadas de pájaros. Todo el paisaje transmitía una calma adormecedora. En alguna parte Lauri había leído que la ciudad estaba edificada sobre galerías abarrotadas de oro y le pareció lógico que no lo quisieran allí. Entró en un supermercado y compró queso y pan envasado para comer por la noche. Al salir vio a una mujer que arrojaba el envoltorio de un caramelo en un cesto. Todo parecía en orden y Lauri pensó que el único cuerpo extraño en Zurich era el suyo.
9
Al amanecer, cuando el sol entró por la ventana y empezó a calentarle la nuca, el cónsul se despertó y buscó la botella a tientas sobre el escritorio. Se pasó un papel por la frente mojada y fue a cerrar la cortina. Le dolían los músculos como si hubiera corrido toda la noche. Vagamente recordó que había soñado con su padre y con un río que arrastraba caballos muertos. No había ninguna botella sobre la mesa: los expedientes estaban desparramados, mezclados con diarios viejos y cabos de velas derretidas. Las tripas le hacían ruido y tenía retortijones. Encendió la radio, la llevó al baño y la puso en el suelo, junto al inodoro. La BBC informó que Gran Bretaña preparaba la flota para enviarla al Atlántico Sur. El cónsul separó, hizo un corte de manga en dirección al aparato, y recién entonces advirtió que se le había terminado el papel higiénico.
Se lavó y fue a prepararse una taza de café. Por la ventana vio pasar el furgón que recogía a los gorilas extraviados y dedujo que pronto caerían las primeras lluvias. El sol asomaba por encima de las colinas y las lagartijas trepaban por los frentes de las casas. Volvió con el café a su despacho y releyó el mensaje de Mister Burnett. Lo sorprendió semejante temeridad, sobre todo teniendo en cuenta que los británicos se habían rendido vergonzosamente y que el pabellón argentino flameaba victorioso en las Malvinas. Le hubiera gustado pedir instrucciones a Buenos Aires, pero ahora debía tomar una determinación por su cuenta y decidió mostrarle al enemigo lo inútil de su resistencia y lo absurdo de su arrogancia.
Dobló la bandera en cuatro y miró el retrato de San Martín, consciente del riesgo que iba a correr. No sabía si el Libertador habría aprobado su plan, pero estaba seguro de que era lo único que podía hacer en ese momento, sin ayuda y agobiado por la responsabilidad de haber nacido argentino.
Buscó un listón de madera, le sacó punta con un cuchillo y fue al dormitorio a revisar el baúl donde había guardado la ropa de Estela. Le parecía haber visto una medalla de la Virgen de Lujan que quería prender junto al sol de la bandera. Sacó una blusa escotada y se arrodilló a hurgar entre los vestidos. Apartó un jean, una pollera muy corta, una cartera marrón y encontró la medalla pinchada en un chal. Toda la habitación se había llenado de un tenue olor a naftalina. Una diminuta bombacha se deslizó entre sus dedos, arrugada como un pañuelo. Bertoldi deslizó una mano por el elástico y se quedó un rato mirándola: se preguntaba si era la misma que Estela llevaba la última noche que hicieron el amor, antes de que ella cayera enferma.