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El cónsul estaba posando junto a la enseña patria, rotoso y dolorido, cuando vio a Daisy, que salía al jardín de la embajada. Su pulso se aceleró de sólo pensar que ella se acercaba a prestarle ayuda. Corrió a su encuentro sin advertir que entraba en territorio de Su Majestad y el único soldado que había quedado en la guardia lo apartó de un culatazo. Daisy gritó que lo dejaran en paz y el embajador de Italia, que pasaba corriendo hacia el lugar de la explosión, empujó al inglés que levantaba el arma. El cónsul aprovechó la intervención del commendatore. Tacchi para arrojarse sobre Daisy y estrecharla contra su pecho. El italiano, alarmado, corrió a poner a salvo a la señora Burnett y el guardia apartó a Bertoldi agarrándolo del cuello.

Al fin, Tacchi consiguió levantar en brazos a Daisy, qué había perdido un zapato, y la llevó hacia la galería. El cónsul, atropellado por los curiosos, decidió que había llegado el momento de emprender la retirada. El negro de la Polaroid lo alcanzó y le devolvió la bandera con una sonrisa.

– Felicitaciones -dijo, mientras sacaba una libreta de apuntes-, ¿Dónde se las mando?

– ¿Qué cosa?

– Las fotos. Recuerdo de guerra -el negro señaló la cámara. En ese momento una ambulancia entró en el bulevar haciendo sonar la sirena.

El cónsul miró al fotógrafo, indeciso, y le dio la dirección del consulado.

– ¿Qué pasó allá?-preguntó.

– Una bomba -dijo el negro, como si no le interesara.

– ¿Conoce al hombre que rescató a la dama?

Bertoldi asintió, confuso, y nombró al commendatore Tacchi. El fotógrafo le agradeció con una reverencia y fue a dejarle su tarjeta al guardia de la embajada británica.

10

– Le advierto -gritó Patik al teléfono-, usted está tratando con el ser más inhumano y terco del que Bongwutsi tenga memoria. Si sigue frecuentándolo me voy a ver obligado a señalarlo a las autoridades suizas.

– Sólo hemos tomado un par de cervezas juntos.

– Es más que suficiente. El tiempo de una cerveza le bastaría a ese monstruo para desatar un motín en el Vaticano.

– A mí me parece inofensivo.

– Cuando era Primer Ministro mandó amputar el clítoris a cien mil mujeres. No le quedó fama de feminista, créame.

– Hoy vi a una golpeándolo en la calle.

– Pura justicia. No se junte con él si quiere quedarse en el país.

– No se preocupe, ya me expulsaron.

– ¿Va a Trípoli?

– No sé. Más bien París, o Madrid.

– ¿Puedo verlo esta noche?

– Si quiere… No tengo quién me pague la cena.

– Lo espero a las ocho y media en el reservado del Chien qui Boite.

En la vidriera del restaurante había tres cangrejos que caminaban sobre un piso de algas. Un gato los miraba a través del vidrio y de vez en cuando se lamía una pata, como si se tomara su tiempo. Lauri empujó la puerta del reservado y vio a Patik que tosía en medio de una aureola de humo azulado. Ni bien terminó de entrar, un negro lo levantó de la cintura y lo sentó sobre una mesa con los cubiertos preparados. Sin darle tiempo a protestar, el hombre le estrujó la ropa y volvió a ponerlo en el suelo mientras hacía un gesto negativo en dirección de Patik. El gordo se levantó, tiró una bocanada del cigarro y le tendió la mano.

– Disculpe. Este es un lugar honorable y tenemos que asegurarnos de que lo siga siendo. No se preocupe por él -señaló al que acababa de revisarlo-, es sordo como una tapia.

Se sentaron y el guardaespaldas apretó un botón de llamada. Un jarrón con flores colocado en el centro de la mesa los obligaba a torcer el cuello para verse las caras. El maítre tocó a la puerta y entró con una fuente de ostras adornadas con rodajas de limón. Enseguida llegó un camarero con una botella de vino blanco en un balde de hielo y dos platitos con manteca decorada. Patik extendió los brazos hasta dejar a la vista los puños de la camisa abrochados con gemelos de oro, y tomó los cubiertos como si atrapara mariposas por las alas.

– Así que intrigando con Quomo, ¿eh? -dijo, y chupó el jugo de una ostra. El sordomudo le seguía los movimientos con admiración.

Lauri empezó a imitar los gestos de Patik con un tiempo de retraso.

– Le repito que apenas lo conozco.

– Justamente, Si lo conociera ya se habría alejado de él o lo hubiera apuñalado mientras duerme.

– Si lo odia tanto, ¿por qué fue a batearlo la otra noche?

Patik hizo un gesto desdeñoso al tiempo que colocaba una ostra sobre el pan.

– Lo encontré borracho. Es la única manera de acercársele. Hacía años que no lo veía y tenía una propuesta para hacerle. Pero es terco como una mula.