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– Lo dejaron escapar.

– Lo abandonaron en la selva, que era como darlo por muerto sin tener cargo de conciencia. Después, cuando Quomo reapareció en Europa, el oficial ruso que incumplió la orden de fusilarlo fue ejecutado en Afganistán por alta traición con retroactividad.

– Yo lo dejé esta tarde en una cervecería conversando con una chica.

– ¿Árabe?

– Más bien punk.

– ¿Usted va a Trípoli vía París?

– Yo voy adonde me dejen entrar.

– Mitterrand está obligado con los ingleses, por ese lado no puedo prometerle nada. Ahora, si ustedes van a abrir otro frente en Bongwutsi, con Kadafi, eso lo podemos charlar.

– ¿Qué frente?

– Vamos, para ustedes la única salida es distraer a los británicos en África. Si Quomo ataca allá, van a tener que dividir la flota entre las Falkland y Bongwutsi. Lo que yo necesito saber es si Kadafi está dispuesto a conversar con los moderados. Me imagino que no piensa dejar los intereses del Islam en manos de un irresponsable como Quomo.

– ¿Qué moderados?

– Mis amigos y yo, los que queremos una revolución blanca y civilizada. Póngame en contacto con la gente del coronel; por ahora no pretendo que me reciba personalmente, pero quiero hablar. El va a necesitar un tiempito de terror con Quomo, se entiende, pero después tendrá que contemporizar con los aliados. Ahí entro yo. Podemos hacerlo sin enfrentamientos, sin roces, con un acuerdo previo. Todo lo que nosotros queremos es negociar un acercamiento. Avísele. Por supuesto, nada es gratis. Usted dirá.

– ¿Qué tienen que ver los ingleses en todo esto?

– Los ingleses lo siguen a usted, naturalmente. ¿No está cansado de que lo echen de todas partes?

– ¿Desde cuándo me siguen?

– No se haga el misterioso. Ya es el tercer papel que entrega en las embajadas argentinas. El primero en Bruselas, el segundo en Bonn, el tercero en Berna.

– Son peticiones contra la dictadura. Voy a las manifestaciones y entrego el mensaje.

– Ya sé. Tengo las copias y las estamos decodificando.

– No me haga reír.

– Muy bien, su cena terminó aquí, estimado. Pero no crea que se va a ir de Suiza sin entregarme su contacto.

– La verdad, no sé de qué habla.

– De acuerdo. No le pregunté qué nombre usa en esta misión, pero ya no tiene importancia: cuando encuentren su cadáver me voy a enterar por los diarios.

11

Como las otras casas del barrio, el consulado tenía rotos los vidrios de todas las ventanas. Bertoldi se inclinó a recoger las astillas esparcidas sobre el camino de lajas y se pió cuenta de que estaba más maltrecho de lo que había supuesto en un principio. Le dolía todo el cuerpo y lamentaba que los periodistas no estuvieran allí para transmitir a Buenos Aires la noticia dé su asalto contra el enemigo. Fue hasta el mástil y puso la bandera en su lugar. Estaba sucia y tenía algunos flecos, pero imaginó que en el futuro alguien la exhibiría en la vitrina de algún museo como ejemplo de coraje y patriotismo.

El despacho tenía los postigos cerrados y la penumbra le alivió los ojos inflamados. No recordaba haber corrido [as cortinas ni tampoco cuándo había comido los huevos, pero las cáscaras estaban allí, apiladas sobre la mesa de la cocina. Su cabeza era un verdadero desorden, un caos de imágenes e ideas que se mezclaban y neutralizaban entre sí. Se desnudó y abrió la canilla para llenar la bañadera. En el espejo se vio la cara manchada de tierra y el cuello salpicado de sangre. Advirtió de pronto, que no se afeitaba desde el comienzo de la guerra y que esos días le habían parecido los más largos desde las vigilias junto al lecho de Estela. Se alejó del espejo para mirarse el cuerpo y descubrió que tenía moretones en las piernas y un raspón a la altura de la cadera. Miró el agua que subía en la bañadera y se dijo que no le vendría mal un vaso de ginebra. Fue a la heladera porque le parecía que había dejado una botella casi llena, pero no la encontró. Tampoco estaba en la alacena, ni en el aparador de las cacerolas.