Miró en el congelador, pero sólo encontró un atado de rabanitos, una banana ennegrecida y las mandarinas que empezaban a cubrirse de un moho azulado. Desistió de la ginebra y se comió la banana de pie, apoyado en la heladera. Después fue al baño, orinó largamente y pensó que en el canasto de los papeles encontraría algunas colillas para armar un cigarrillo y fumarlo en la bañadera. Volvió a su despacho, abrió un postigo y se agachó a revolver en elcesto. Fue entonces que encontró, junto al escritorio, un bolso de lona verde y un par de borceguíes. Una puntada en la rodilla le hizo cerrar los ojos y trató de relacionar esos objetos con lo ocurrido en las últimas horas. Al cabo de un momento intuyó que no estaba solo en la casa. Se, levantó sigilosamente y vio, sobre la mesa ratona, un paquete de Benson, un sombrero panamá y la botella de ginebra. Entonces descubrió al hombre que dormía en el sofá.
Era blanco, de nariz muy grande y barba descuidada, Tenía el pelo escaso y rubio. En la mano derecha, que apoyaba en la almohada, sostenía una pistola reluciente que apuntaba a la cabeza del cónsul. Bertoldi dio un paso al costado y el caño del arma lo siguió como si obedeciera a un radar. El hombre tenía la boca abierta y parecía estar en un sueño profundo. Desde donde estaba parado Bertoldi tuvo la impresión de ver la bala en el fondo de la recámara. Iba a hablarle, pero temió sobresaltarlo y empezó a retroceder hacia el baño. Recién cuando salió al pasillo, el intruso dejó descansar la mano sobre la almohada, pero sin sacar el dedo del gatillo.
El cónsul se deslizó hasta el dormitorio, volvió con la radio y la puso en el suelo, frente a la puerta del despacho. El hombre cambió de posición para llevarse la mano libre a la frente y empezó a roncar. El cónsul giró el dial en busca de alguna música estridente hasta que se detuvo, sin proponérselo, en la emisión de Radio Tirana.De pronto, la Internacional brotó del parlante apenas deformada por la lejanía de la onda, y el barbudo saltó de la cama como un resorte. Tenía el puño izquierdo en alto y los ojos desorbitados por la emoción. Estaba duro como un palo en el medió del salón, con la pistola en la mano derecha y un crucifijo al cuello. Bertoldi se sentía infinitamente cansado y tenía la impresión de que nunca más volvería a echarse en una cama. Apagó la radio y decidió ir a hacerse cargo de su destino.
– ¡Embajador, los patriotas del mundo lo saludan! -gritó el barbudo cuando lo vio llegar. La piel cuarteada por el sol y los ojos azules, muy bizcos, le daban el aspecto de un fraile bonachón.
– Usted está violando territorio argentino -dijo el cónsul-. Espero que pueda darme una buena explicación.
El otro bajó el brazo, estornudó dos veces y dejó la pistola sobre la mesa. Parecía aliviado. Buscó en el bolso y sacó un habano de quince centímetros, grueso como un dedo, y una caja de fósforos de madera. La habitación se llenó de un perfume dulce y el cónsul tuvo la sensación de que le acariciaban el paladar con una pluma.
– Quedan pocos hombres de su estirpe, embajador. Puede contar conmigo.
– Empiece por explicarme qué hace aquí.
– Mire, su política de puertas abiertas es conmovedora, pero si no echa llave le van a robar hasta las velas.
– Ya me pasó. Lo escucho.
– Mi nombre es Theodore O'Connell, pero está lleno de irlandeses con ese apellido, así que puede llamarme como quiera.
Hizo una pausa y tiró una larga bocanada de humo azul.
– Tengo el honor de solicitar formalmente refugio político en su embajada.
Bertoldi se dejó caer en un sillón.
– Ah, no, se equivocó de puerta, señor mío: esto es un consulado.
– ¿Consulado? Le pregunté a un tipo en elpuerto. Por la embajada de la Argentina, pregunté. ¿Correcto?
– Lo siento. Si se corre hasta el bulevar va a encontrar todas las que quiera. La de Suecia es buena.
– Estamos en la misma situación, embajador; ni usted ni yo vamos a poder mostramos en el bulevar por un tiempo.
– Cómo, ¿ya se habla de mí?
– Disculpe, creo que se le está desbordando la bañadera. Bertoldi hizo un gesto de fastidio y corrió a levantar el tapón de goma. El agua empezó a bajar mientras el charco que se había formado en el piso se iba por la rejilla.
– Ya sabe qué en un consulado no se puede dar asilo. ¿Tuvo problemas con el gobierno?
– Todavía no. ¿Un cigarrillo?
Hacía rato que el cónsul esperaba el ofrecimiento. Dejó que el irlandés le alcanzara fuego, paladeó el humo y lo tiró por la nariz. Cuando el agua bajó lo suficiente volvió a colocar el tapón y entró en la bañadera. De la repisa tomó un paquete de jabón en polvo y esparció un buen puñado a su alrededor. Después revolvió el agua con un brazo y se fue sentando con cuidado. Le ardían las raspaduras y apenas podía doblar el cuello.