Iba a tomar por la calle lateral cuando vio el Lancia del commendatore Tacchi frente al garaje de la embajada. Bertoldi pensó que el italiano podía sacarlo del apuro con diez o veinte libras y se acomodó el pelo antes de ir a tocar el timbre. Un negro de chaqueta colorada abrió la puerta y le dijo que Tacchi había ido a una reunión con los demás diplomáticos en la residencia de Gran Bretaña.
El cónsul se alejó preguntándose por qué diablos los embajadores habían decidido reunirse un viernes. Cuando se trataba de un golpe de Estado, Mister Burnett convocaba a sus aliados a evaluar la situación en su casa, pero jamás lo había hecho a la hora del almuerzo. Esa mañana Bertoldi no había percibido clima de agitación, de manera que decidió volver a su casa y prepararse algo de comer mientras esperaba el regreso del commendatore Tacchi.
Entró en una calle angosta, de chalés y baldíos abiertos. En la segunda esquina estaba el consulado argentino. Durante años Estela se había ocupado del jardín, pero ahora las plantas estaban marchitas y los yuyos empezaban a cubrirlo todo. El sendero de lajas que llevaba hasta el mástil estaba desapareciendo y todas las mañanas Bertoldi se abría paso entre la maleza para izar la única bandera que tenía.
Empujó con una rodilla la puerta de la cerca y recogió la edición internacional de Clarín que asomaba por la ranura del buzón. El diario era la única correspondencia que recibía de Buenos Aires y llegaba a nombre de Santiago Acosta, el anterior cónsul. En esas pocas páginas, Bertoldi trataba de adivinar cómo habría sido su vida en esos años si se hubiera quedado en una oficina de la cancillería. Encendió la radio y se tranquilizó al oír que la música era la misma de siempre. Se quitó la ropa, se puso a calentar unos fideos y desplegó el diario sobre la mesa. Otro empate de Boca. Se detuvo un momento en el resumen del partido. Los jugadores habían ido cambiando en esos años hasta que las formaciones de los equipos se volvieron conglomerados de nombres sin sentido, onomatopeyas a las que el cónsul daba vida con su imaginación. Abrió la heladera y se dio cuenta de que se había quedado sin manteca. Contó los días que le faltaban para cobrar el sueldo y se preparó los tallarines con tomate y una gota de aceite mientras la radio transmitía el oficio religioso del mediodía.
Almorzó desnudo, hojeando el diario sin poder concentrarse. ¿No sería que los servicios de inteligencia británicos habían descubierto su relación con Daisy?, pensó. Tal vez había caído en sus manos alguna de las cartas que le escribía por las noches, a la luz de una vela, esperando el encuentro de los viernes en el cementerio. Pero ¿qué importancia tenía ahora saber de qué manera se había enterado Mister Burnett? Lo cierto era que Daisy estaba bajo custodia y no podría volver a verla sin afrontar el despecho y los celos del marido.
Cuando terminó de comer lavó el plato y la cacerola, encendió un cigarrillo y fue a la oficina a buscar un pasaporte en blanco. En el armario, bajo una montaña de papeles, encontró una almohadilla reseca y un bloc de formularios. Los llevó al escritorio, apartó el calentador para el mate, y se secó el sudor del cuello con una toalla. Iba a extender la primera renovación de pasaporte desde su llegada a Bongwutsi. Escribió cuidadosamente sus datos, puso los sellos, e imitó la enrevesada firma de Santiago Acosta. Después frotó el pulgar en la almohadilla y lo apoyó en el lugar indicado en el documento. Cuando terminó se dio cuenta de que le hacían falta cuatro fotos tres cuartos perfil, fondo blanco. Se dijo que al caer la tarde iría al centro a retratarse y de vuelta pasaría otra vez por la embajada italiana.
Apagó la radio y se tendió en el sofá. Sobre la pared, encima del armario, vio al grillo que lo despertaba por las noches. En un ángulo del techo había una telaraña ennegrecida por el polvo y el humo del tabaco. Bertoldi sabía que, tarde o temprano, el grillo caería en la trampa.
Estaba empezando a dormirse cuando sonó el timbre. Se levantó, extrañado, y fue a buscar la salida de baño. En la puerta, tieso como un espárrago, encontró a un oficial inglés flanqueado por dos reclutas. Bertoldi siempre se preguntaba cómo hacían para no transpirar los uniformes.
– Parte para elseñor embajador de la República Argentina -dijo el militar-. Era un pelirrojo petiso, de lentes cuadrados.