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– ¿Se disculpó en alemán?

– En inglés. Una disculpa de Cambridge. De eso entiendo.

– En una de esas me confunden con otro.

– Esa gente vuelve siempre, así que si lo quiere agarrar de sorpresa quédese acá y vigile. De paso me hace un favor.

– ¿Qué favor?

– ¿Usted estuvo en Cuba?

– ¿Por…?

– Necesito un tipo con puntería y que sea de confianza. Usted me dijo que había manejado armas.

– Sí, pero…

– Entonces es la persona indicada. Venga, mire.

Lauri lo siguió hasta la ventana. Era noche cerrada y sólo se veían las luces de la ciudad y las lanchas en el lago. Quomo abrió el vidrio.

– ¿Ve el campanario de la catedral, allá?

– Está medio nublado.

– Allá, allá; siga mi dedo, entre el águila iluminada y el cartel de Coca Cola.

– Ah, ya veo.

– ¿Distingue la campana?

– Más o menos… Ahora sí, en verde.

– Es el efecto de la luz. Bueno, mire, necesito que haga blanco en la caja amarilla que hay al lado. Con la mira telescópica la va a ver.

– ¡Usted está loco!

– Qué le pasa… Nadie va a escuchar el tiro.

– No, ya tengo bastantes líos…

– ¡Hágame el favor!

– No insista, hoy los negros me tienen cansado.

– Eso no me lo esperaba… ¡Un revolucionario racista!

– Discúlpeme, pero hoy no entiendo nada… Primero me zamarrean en un restaurante, después un tipo me revisa la pieza y ahora usted me pide que dispare contra un campanario.

– No lo va a hacer gratis, le aclaro.

– ¿Ah, sí? Es la segunda vez en la noche que me proponen plata.

– Quién le propuso, si no es indiscreción.

– Su amigo Patik. Me invitó a cenar.

– ¡Me hubiera dicho! Esa persona no es seria.

Lauri miró la cama, adonde la muchacha se tapaba los ojos con un brazo.

– En Suiza no se puede disparar contra las catedrales, Quomo.

– ¿Quién dijo que no se puede? El ángulo de tiro es bueno y el arma es de precisión. Si tuviera buena vista lo hacía yo mismo y lo mandaba a usted a buscar el paquete.

– ¿Qué paquete?

– El paquete con la plata. Hay una cita nocturna en el muelle y alguien tratará de robar el dinero, como en las películas.

– ¿Termina bien?

– Depende de usted.

– Yo me voy mañana y no quiero problemas.

– ¿Tiene plata?

– Poco más de doscientos dólares.

– Yo le ofrezco irse con veinte mil.

– No me diga. Patik paga cincuenta.

– Está bien, pero déjeme decirle que su lenguaje se parece mucho al de un mercenario.

– ¿Dónde está la plata?

– Voy a buscarla mientras usted dispara.

– No creerá que soy tan estúpido.

– Ese es mi problema, no sé cómo convencerlo de mi honestidad. Es más: tengo que llevarme la valija y recién voy a poder darle la plata mañana en París. A usted lo van a mandar a Francia, ¿no?

– Espero que sí.

– ¿Qué le parece si almorzamos en el Procope? No se come mal, Robespierre y Dantón iban allí. Rué de l'Ancienne Comedie, ¿lo ubica?

– Suponiendo que dé en el blanco, ¿qué hago con la chica y con el tipo que me sigue?

– Ese es problema suyo. A ella puede llevarla a la estación. Si todo sale bien deshágase del fusil y preséntese en la prefectura. Esto va a ser un infierno y Patik va a venir con su gente. El perjudicado es él.

– Voy a la prefectura y les digo que adelanten miexpulsión… ¡Por favor!

– ¡Natural! Les dice que un amigo lo llamó desde París para ofrecerle un trabajo. El amigo se llama Chemir Ourkale, del restaurante La Belle Fleur y pueden llamarlo para confirmar. No es una mala historia.

– Si ese tipo existe…

– Dispare a las tres menos cinco en punto. Ni un segundo antes ni uno después.

Quomo fue hasta el ropero, sacó un maletín y lo abrió sobre la mesa. Envuelto en un paño marrón había un fusil desarmado. Era de un azul oscuro y brillante. El negro empezó a armarlo con movimientos rápidos y seguros.

– ¿No es una maravilla? Fíjese qué terminación. Debe ser frustrante fabricar esto: casi siempre se los utiliza una sola vez y enseguida van a parar al fondo de algún lago. Tome, no pesa más que un atado de cigarrillos. Pruebe la mira y dígame qué posibilidades tenemos.

Lauri fue hasta la ventana y apoyó la culata sobre un hombro.

– Alcánceme una silla.

Tiró la campera al suelo, se sentó, y puso el cañón sobre el marco de la ventana.

– Apague la luz.

Apretó un ojo contra la mira y buscó el campanario.

– No es fácil, la caja es chica y está muy oscuro,

– ¿Le pega o no le pega? -se impacientó Quomo, y encendió la luz.