– Ni bien podamos comprar el arsenal del ejército.
– Con esa plata va a ser difícil. No son tan imbéciles.
– El comandante va a mandar de la buena, no se preocupe.
– Ustedes están por la dictadura, ¿no?
– Un Estado obrero y campesino.
– Acá, con este calor…
– Por alguna parte hay que empezar.
– Supóngase que me presta un poco de plata para irme. Usted se podría quedar con la casa.
– Es que yo necesito su protección.
– ¿Y eso hasta cuándo?
– Sólo unos pocos días. Hasta que la gente se subleve. Después no me va a ver más hasta el día que venga a llegarlo al aeropuerto.
– Yo no lo veo tan fácil.
– Nadie dice que sea fácil y usted lo sabe mejor que yo. Después de todo la guerra la empezaron los argentinos y no hago más que colaborar para que los ingleses vuelvan a su casa con la cola entre las patas.
– Sí, pero las Malvinas están lejos…
– No se puede ganar allá si no ganamos acá, Bertoldi. En cuanto a su metodología… El sistema kamikaze tiene un lado heroico, no lo voy a negar, pero también hay que ver los inconvenientes: mire cómo lo dejaron.
– Justamente: estoy cansado y quisiera acostarme temprano, así que si me va a invitar a cenar…
– Vamos. Hay que festejar las primeras victorias con humildad, pero con orgullo. Esa gente se va a acordar de usted por mucho tiempo.
14
Lauri empujó la puerta del Procope con la maleta y miró cada una de las mesas de la planta baja. Luego fue hacia la escalera disculpándose en francés cada vez que la valija chocaba contra alguna silla. Durante el viaje, sentado entre dos gendarmes, había pensado que Quomo no estaría allí y que posiblemente no lo vería nunca más. Con el tiempo tal vez leería en un diario la noticia de sutriunfo o de su muerte.
Llegó al primer piso y recorrió detenidamente el salón. Había varios negros comiendo, pero no el que buscaba. Bajo el óleo de Voltaire había un africano viejo y flaco que no le sacaba la vista de encima. Lauri miró la hora y se dispuso a esperar un poco. Iba a llevar la valija al guardarropas cuando el viejo se puso de pie y se le acercó. Arrastraba una pierna, pero se movía con soltura.
– ¿Mister Lauri?
El argentino sintió que el alma le volvía al cuerpo.
– De parte de la persona que usted busca. Mi nombre es Chemir.
– Mucho gusto – Lauri le tendió la mano-. Ya oí hablar de usted.
– Me llamaron de Zurich, señor. ¿Alguna dificultad?
– No, el papeleo para solicitar el refugio, nada más.
– Entonces todo está en orden. Ahora, si le parece, tenemos que deshacernos del inglés.
– ¿Otro más?
– El pelirrojo aquél. Viene detrás suyo. ¿Se enteró de que la flota británica va a bombardear las Falkland?
– ¿Ya?
El negro hizo un gesto de desazón.
– Temo que sea muy pronto, señor. Habrá que precipitar todo. ¿Tiene algo irreemplazable en su valija?
– Nada más que ropa.
– Bien. El comandante está en el Georges V, habitación 502. Tome un taxi y avísele de dónde me llevaron. No creo que falte más de dos o tres días.
Sin agregar una palabra se dio vuelta, caminó hasta la mesa del pelirrojo, y le tiró un puñetazo a la nariz. El inglés cayó hacia atrás y con los pies volteó la mesa en la que tenía un Martini recién servido. Lauri dejó la valija y mientras las camareras llamaban a la policía, descendió por la escalera tratando de mantener la calma. Sobre él boulevard Saint Germain detuvo un taxi y se hizo conducir al Georges V. Subió al quinto piso sin detenerse en la recepción. Golpeó con suavidad en la 502 y esperó mirando a los costados para estar seguro de que no lo seguía nadie. Quomo apareció en la puerta envuelto en una bata, azul de seda; estaba bien afeitado y olía a agua de colonia.
– Lo felicito -dijo y le dio una palmada en el brazo-, Gran trabajo.
Lauri le devolvió el gesto y entró en la habitación. En uno de los televisores había un programa de juegos y en el otro un informativo. Sobre la cómoda Lauri vio una valija azul sin abrir.
– Excelente puntería -dijo Quomo y fue a buscar una botella de whisky-. Ese campanario sonaba a música celestial.
– ¿Salió todo bien?
– Perfecto. El francés vino como si hubiera recibido un telegrama y hasta me pidió disculpas por la demora.
– ¿Y el sordo?
– Cuando yo salí estaba en la vereda mirando el reloj.
– ¿Qué hizo con el arma?
– La envolví en una bolsa de plástico y la tiré al lago. Esta mañana los gendarmes me trajeron en tren. La persona que mandó a buscarme se metió en un lío por golpear a un inglés y me pidió que le avisara.
– ¿Lío de qué tipo?
– Le dio un tortazo.
– Lástima, lo vamos a necesitar para preparar el viaje.