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– Parecés un príncipe, Michel -dijo la mujer del monóculo mientras contemplaba a Quomo con una sonrisa fija, llena de arrugas y colorete. Los labios eran tan rojos y los párpados tan azules que el resto de la cara se le esfumaba detrás del lente. Lo que dijo atrajo la atención de un hombre alto y corpulento que tenía la cara como una suela de zapato. Lauri calculó que veinte años atrás había sido una mujer hermosa y terriblemente snob. Inclinaba la cabeza para mirar por el monóculo, como si realmente lo necesitara. El hombre de la cara marrón contemplaba con melancolía la llovizna del atardecer. Cada tanto, como si fuera un tic, levantaba las dos manos a la altura del pecho y se miraba los puños almidonados. Sobre un sillón estaba echado un gato ciego. Era de un gris claro y suave y tenía los ojos entrecerrados. Quomo se agachó frente a él y le tocó los bigotes. El animal se levantó y lo acarició con todo el cuerpo.