– No hay embajador. Salga del sol, hombre.
El oficial le extendió un sobre cuadrado, igual a los que le traían los ordenanzas con las invitaciones a los cócteles y a los agasajos. Sin esperar respuesta, los ingleses saludaron y se fueron caminando por el medio de la calle. El cónsul los siguió con la mirada y tuvo la sensación de que esta vez no se trataba de una invitación. Volvió a la oficina, buscó un cortaplumas y abrió el sobre.
AL SEÑOR CÓNSUL DE LA REPÚBLICA ARGENTINA
EN BONGWUTSI
Ante la salvaje agresión sufrida por la Corona británica, Mister Alfred Burnett hace saber al señor representante de la República Argentina en Bongwutsi que el Reino Unido se dispone a defender por todos los medios lo que por legítimo derecho le pertenece. El honor y la virtud de la Corona serán preservados. El señor Cónsul de la República Argentina deberá abstenerse en el futuro de todo acto que pudiera ser considerado sospechoso, pérfido o agresivo. Mr. Burnett ha ordenado a las tropas de Su Majestad que establezcan una zona de exclusión de 200 metros en torno de la embajada de Gran Bretaña. Dentro de ese perímetro, todo súbdito argentino será declarado persona no grata y tratado en consecuencia.
DIOS SALVE A LA REINA
Mr. Alfred Burnett, embajador de Gran Bretaña
El cónsul se quedó un rato inmóvil, con la mirada fija en el papel. El era el único argentino conocido en cinco mil kilómetros a la redonda. Bruscamente se dio cuenta de que Mister Burnett no volvería a llamar al Chase Manhattan Bank para autorizar el pago de su sueldo que llegaba todavía a nombre de Santiago Acosta.
2
Fue hasta el sofá y se dejó caer, abatido, entre los almohadones deshechos. Mientras Estela estaba a su lado, aún tenía esperanza de escapar vivo de allí, pero cuando ella cayó enferma y la cancillería no respondió al telegrama que imploraba la repatriación se dio cuenta de que no podría salir de ese lugar porque ni siquiera tenía un amigo y su existencia no contaba para nadie. Las veces que intentó llamar por teléfono en cobro revertido el operador le respondió que ese número ya no correspondía al Ministerio de Relaciones Exteriores.
Desde que empezó a encontrarse con Daisy en la caballeriza, pensó que al menos alguien contaba los días esperándolo, que era algo más que un funcionario improvisado e inútil de un país que nadie conocía. Pero ahora los servicios de inteligencia lo habían arruinado todo y Mister Burnett parecía decidido a convertir su desengaño matrimonial en una cuestión de Estado. Bertoldi se dijo que nunca terminaría de entender la mentalidad británica.
Fue albaño, dejó la carta sobre el lavatorio, y abrió la ducha. Las hormigas habían hecho un agujero en la pared, junto a la bañadera, y formaban una larga fila que bordeaba los zócalos hasta el aparador de la cocina. Había probado todos los insecticidas, incluso uno inglés que Daisy le había llevado una noche a la caballeriza, pero no lograba detenerlas. Iba a meterse bajo el agua cuando oyó que golpeaban de nuevo a la puerta. Por un momento creyó que sería Mister Burnett en persona, pero por la ventana vio a tres negros con el uniforme de la guardia del Emperador y se tranquilizó.
– El embajador de la República Argentina-. El que hablaba leía de reojo un apunte escrito en la palma de la mano.
– Cónsul. A sus órdenes.
– Mister Bertoldi, Fa-us-tino -le costaba pronunciarlo.
– Servidor, oficial.
– Su Majestad está esperándolo.
El cónsul sintió que se le aceleraba el ritmo del corazón y se quedó como petrificado con una mano en elpicaporte. Luego fue al dormitorio, a vestirse y advirtió que temblaba. Se preguntó hasta dónde llegaría Mister Burnett y por qué había decidido llevar el asunto ante el gobierno. Mientras se ponía el traje miró a los hombres a través de la puerta entreabierta. El que había hablado estaba parado frente al mapa de la República. Otro observaba de cerca el retrato de Gardel y el tercero montaba guardia en la puerta. Bertoldi limpió los zapatos con una punta de la colcha y volvió a su despacho.
– Su presidente se metió en un lío -dijo el oficial señalando a Gardel.
El cónsul asintió con una sonrisa mientras se colocaba una escarapela en la solapa.
– A su disposición -dijo, y salió sin echar llave.
Viajaron en silencio. El Buick con la bandera de Bongwutsi trepaba por las colinas mientras el chofer discutía con alguien por un walkie-takie. El cónsul, apretado entre dos soldados, buscó comprender la situación, imaginar qué podía haber llevado a Mister Burnett a recurrir al propio Emperador. Trató de ponerse en su lugar, pero enseguida se dijo que Estela nunca se habría entregado a otro hombre y desistió de la comparación. Tal vez, pensó, el inglés sólo buscaba un buen motivo para obtener el divorcio, o para que la prensa de Londres hablara de él. Se dió cuenta de que el aire acondicionado le permitía razonar con más claridad y atribuyó su dificultad para ordenar las ideas a que el aparato del consulado estuviera descompuesto desde hacía más de un año.